Cuenta John Dos Passos (1896-1970), norteamericano icónico de la Generación Perdida, que "una noche caminé por Segovia con Antonio Machado, cuyos poemas intentaba yo traducir al inglés. Era corpulento, andaba torpemente, y vestía un traje arrugado con brillos en las rodillas. Su sombrero siempre tenía polvo. Daba la sensación de estar más desamparado que un niño ante los asuntos de la vida diaria. De ser un hombre demasiado sincero, demasiado sensible, demasiado torpe, a la manera de los eruditos, para sobrevivir. 'Machado el bueno' le llamaban sus amigos. Era un gran hombre".
Nada raro en quien, según Gerardo Diego, generación del 27, Premio Cervantes, "hablaba en verso y vivía en poesía".
Es cierto. Para millones, y gracias al talento de Joan Manoel Serrat, Machado no existe sino a través de "Caminante, no hay camino, / se hace camino al andar", etcétera. Pero que encierra, en apenas seis líneas, una confesión que también es autobiografía: "Nunca perseguí la gloria / ni dejar en la memoria / de los hombres mi canción / Yo amo los mundos sutiles / ingrávidos y gentiles / como pompas de jabón".
Pero mucho más hay que decir del Machado terrenal y sus 63 años en la tierra, encendidos en Sevilla el 26 de julio de 1875 y apagados en Colliure, Francia, el 22 de febrero de 1939, en el exilio y doblegado por el dolor y el espanto de la victoria fascista, que alzaría su bandera cuarenta días después…
Hijo de la generación del 98, tocó todas las cuerdas: prosa, verso, ensayo, dramaturgia. Madre confitera en el barrio de Triana, padre abogado y periodista. Según Antonio, "esta luz de Sevilla es el palacio donde nací, con su rumor de fuente. Mi padre, en su despacho. La alta frente, la breve mosca, y el bigote lacio."
Confesión: "Desde los 8 a los 32 he vivido en Madrid (…) Pasé por el Instituto y la Universidad, pero de estos centros no conservo más huella que una gran aversión a todo lo académico".
En esos días, la sombra de la pobreza, siempre amenazante, era cuerpo concreto en la casa familiar. Su madre paría su noveno hijo. Su padre, "un Demófilo agotado, desilusionado, cuarentón y con siete hijos vivos, aceptó el puesto de abogado que le ofrecieron unos amigos en San Juan de Puerto Rico. Para allá se embarcó, pero no consiguió fortuna sino el infortunio de una tuberculosis fulminante que acabó con su vida antes de cumplir 47 años" (De su Autobiografía).
De ese final, Juan Ramón Jiménez escribió: "Familia empeña muebles. No trabajan ya hombres. Casa de la picaresca. Venta de libros viejos". Crueldad gratuita. El autor del tierno Platero y yo –se dice y hay pruebas–, no era un hombre bueno.
Ambula, de traje raído y zapatos azotados, por la vida bohemia de Madrid de finales del XIX. Todo lo deslumbra: los tabladillos, las tertulias de escritores, los toros, la ferocidad de Valle Inclán. Pero la iluminación, la verdadera, le sucederá en París, donde hace pie en junio del 99.
Como si le hubieran preparado un gran acto teatral para él solo, conoce a Pío Baroja, a Paul Verlaine, a Oscar Wilde, a Rubén Darío. Pero de vuelta en España, y por entonces profesor de francés, elige un destino pequeño, casi insólito, y acaso ingrávido y sutil: Soria, siete mil almas. Y así explica su elección:
–Yo tenía un recuerdo muy bello de Andalucía. Los hermanos Quintero estrenaron en Madrid El genio alegre, y alguien me dijo: 'Vaya usted a verla. En esa comedia está toda Andalucía'. Fui a verla, y pensé: 'Si esto de verdad es Andalucía, prefiero Soria'. Y a Soria me fui.
No fue un mal paso. Sus cinco años allí "orientaron mis ojos y mi corazón hacia lo esencial castellano". Fue en esa tierra, más que un profesor de la lengua de Racine, un maestro de pueblo. Pero en la otra punta del arco iris encontró a Leonor Izquierdo, se casó con ella el 30 de julio de 1909. La novia, 15 años. El novio, 34…
Contra todo pronóstico y habladuría de populacho, fueron el uno para el otro –un modelo–, pero arrancado de cuajo dos años después, cuando la tuberculosis –la misma maldición que mató a su madre– la borró de este mundo.
Desgarrado, pidió trabajo en Madrid. Inútil: todas las cátedras ocupadas. Único destino vacante: Baeza, provincia de Jaén. Que aceptará con dolor y describirá con pluma filosa en una carta a Unamuno: "Esta Baeza tiene un Instituto, un Seminario, una Escuela de Artes, varios colegios, y apenas sabe leer el treinta por ciento de la población. No hay más que una librería donde se venden tarjetas postales, devocionarios y periódicos clericales y pornográficos. Es la comarca más rica de Jaén, y la ciudad está poblada de mendigos y de señoritos arruinados en la ruleta".
Para romper el tedio se recibió en Filosofía y Letras, y la baraja salió ganadora: profesor en Segovia. Domicilio: la pensión más barata, 3,50 pesetas por día.
Nuevo amor: Pilar de Valderrama, alta burguesía madrileña, casada, tres hijos. Pero según Concha Espina en el libro dedicado a esa historia, "Pilar nunca estuvo enamorada de Machado, aunque como buena cortesana fue diestra en arte de marear la perdiz". Traducción: lo que en nuestras playas llamamos "calentar la pava pero no tomar el mate". Ni siquiera guardó las infinitas cartas del poeta: ¡las quemó!
La guerra civil lo aniquila. Está, como todos los escritores y pensadores republicanos, en peligro de cárcel y de paredón, como el pobrecillo Federico García Lorca, al que le dedica el poema El crimen fue en Granada. "Se le vio, caminando entre fusiles, por una calle larga, salir al campo frío, aún con estrellas, de la madrugada. Mataron a Federico cuando la luz asomaba (…) Labrad, amigos, de piedra y sueño, en el Alhambra, un túmulo al poeta, sobre una fuente donde llore el agua, y eternamente diga: el crimen fue en Granada, ¡en su Granada!"
La guerra la perdía el frente noble ante el fascismo fusilador del tirano pequeñín y despiadado que se hacía llamar Generalísimo, caudillo de España por la gracia de Dios. Hora de escapar de sus fauces.
Un día de noviembre de 1936, Rafael Alberti y León Felipe se ofrecen a sacarlo de la línea de fuego. Pero recuerda Alberti: "Machado, concentrado y triste, se resistía a partir". Pero logran llevarlo a la Casa de la Cultura de Valencia. Y a pesar de su quebrantada salud, en 1937, con dibujos de su hermano José, publica La guerra, un testimonio eterno sobre la barbarie que ensangrenta a España.
Pero la muerte no abandona a su presa. El peligro pisa cerca. Lo llevan al hotel Majestic, del que narra: "El lujo del lugar contrasta con las miserias de esos días. No hay carbón para las estufas, ni tabaco, ni comida".
En enero del 39, su fuga a Francia, con cientos de españoles en caravana, es la última y acaso la peor de la peripecia: a medio kilómetro de la frontera con Francia pierde sus valijas, camina bajo la lluvia, aterido de frío, pasa unas noches en un vagón abandonado, y por fin llega a Colliure. A su exilio francés. Es el 18 de enero. Pero se muere muy poco después: a las tres y media de la tarde del 22 de febrero de 1939, Miércoles de Ceniza. Y tres días después, el día de su cumpleaños 85, muere su madre, Ana Ruiz Hernández, que ha prometido: "Estoy dispuesta a vivir tanto como mi hijo Antonio".
Los dos yacen juntos en un nicho donado por una vecina, en el pequeño cementerio de Colliure.
Machado. El hombre que, como si percibiera su final, escribió: "Y cuando llegue el día del último viaje / y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, / me encontraréis a bordo ligero de equipaje, / casi desnudo, como los hijos de la mar".
(Post scriptum. Consejo para quienes sólo conocen "Caminante no hay caminos" en la voz de Serrat. Aborden a Machado, poesía pura y clara como el agua de lluvia. Pueden buscar Campos de Castilla, Soledades, Galerías, Proverbios y Cantares, Yo voy soñando caminos… Pero les temps modernes hacen la ventura aún más fácil: Internet, Google, y el nombre de ese poeta que, como diría Pío Baroja de sí mismo, "nunca tendré una buena ropa negra". Es cierto: jamás la tuvo. ¡Y qué poco importa!)
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