Venecia, el arte cruel de las prisiones y el pintor que huyó del genocidio armenio pero no pudo escapar de la tristeza

Una mirada sobre la gran ciudad de los canales, sus habitantes reacios a asistir a los turistas y sus museos, concebidos a partir de obras convencionales y también de expresiones humanas que se convirtieron en arte involuntariamente

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Un recorrido por “La Serenissima” y una muestra de Arshile Gorky
Un recorrido por “La Serenissima” y una muestra de Arshile Gorky

Cuando se pisa un territorio desconocido, la mente, en uno de esos juegos a los que suele llevarnos sin autorización, produce una especie de pareidolia, esa extraña capacidad de encontrar formas reconocibles en objetos que no lo son. Así, algunos observan veleros en nubes, mientras otros pueden llegar a ver el rostro de Jesús en una tostada.

En un viaje se suelen buscar referencias que conviertan el territorio desconocido en espacio familiar: un ejercicio necesario para convertir en amigable la incertidumbre. En Venecia, eso es imposible.

Venecia
Venecia

Explicar de qué se trata Venecia es lo imposible. Gracias al cine, a la literatura, al arte todo, existe ya en el imaginario una imagen, una construcción ficticia que la vuelve accesible. No importa si uno estuvo allí, se sabe que Venecia es hermosa. Se sabe que está rodeada de canales, que los edificios son de una monstruosidad estética que nos hablan de otras épocas, de otros mundos, de otra historia.

Recorrí la ciudad con la profundidad que permite una estancia fugaz de casi cuatro días, en la que además no fui como turista sino a cubrir los días iniciales del Festival de Cine, por lo que desconfío de mis apreciaciones. Desconfío, por naturaleza, de mis sentidos, como de las sensaciones que se pueden tener en cualquier territorio ajeno.

El Palazzo del Cinema, el centro del Festival de Cine de Venecia
El Palazzo del Cinema, el centro del Festival de Cine de Venecia

Y Venecia es ajena y puede también ser hostil, en un punto. Lo es por sus callejuelas, por sus zigzags, por sus puentes tras puentes tras puentes -hay casi 500- que conducen a nuevos laberintos que nada tienen que ver con nuestras calles rectas o nuestras diagonales. Venecia es, en ese sentido, un desafío a mi desconfianza y a esos sentidos que te hacen dudar todo el tiempo de hacia dónde te diriges, si existe realmente un destino o si todo será perseguir un punto azul en un google maps (del cual también hay que desconfiar, por impreciso). Porque para caminar por Venecia, lo mejor -cuando se puede- es dejarse llevar, y en algún momento se llega: hay que olvidar la ceremonia de entender hacia dónde vamos y disfrutar. Y ahí, en disfrutar, sí confío.

Los vaporettos son esas lanchas colectivas que recorren algunos de sus 150 canales que convergen en el Gran Canal y en las que abundan turistas que se apiñan como moscas con sus sticks y que se olvidan de abrir los ojos ante la magnificencia, como ante lo derruido, por tener esa selfie de manual que alguna vez vieron en redes sociales o las ya casi extintas guías turísticas.

Los vaporettos de Venecia, pasión de los turistas
Los vaporettos de Venecia, pasión de los turistas

Los vaporettos nos son baratos para los visitantes. Nada en La Serenissima lo es. Por unos 20 euros al día se pueden realizar la cantidad de viajes que el tiempo y el cansancio permitan. Se los ve entonces, bajarse de uno para dirigirse a otro, selfie stick en mano. No importa la procedencia, en Venecia el planeta se reúne en sus 120 islas y como en una Babilonia contemporánea se oye un idioma tras otro, en apenas unos pasos de distancia. Eso sí, apenas se oye el italiano, y a los italianos apenas se les oye el inglés.

Resulta llamativa la carencia lingüística de los locales. Salvo en puntos muy determinados, como el aeropuerto, una palabra en inglés sonaba para ellos como arameo. En algunos casos, las pupilas se abrían en el asombro, tratando de entender; el esfuerzo lo realizaban, lo que de alguna manera da una especie de confort. En otros casos simplemente desechaban el pedido de auxilio con un "no inglese", y con desdén se daban vuelta y seguían con lo suyo. Había en estos casos una actitud de desprecio o rechazo hacia el foráneo, como si en un punto supieran que más allá de su eventual ayuda los visitantes seguirán aterrizando porque, a fin de cuentas, Venecia es una ciudad única.

Plaza San Marcos
Plaza San Marcos

Un ejemplo de este desinterés ocurrió en mi último día, cuando por alguna razón que desconocía los vaporettos no funcionaban y recién lo supe cuando llegué arrastrando mi valija bajo un sol tremendo a la estación de San Stae, la más cercana a mi hospedaje. Allí, con un poco de compasión me enviaron hasta San Marcos, en la bajada del mítico Puente de Rialto, en una corrida de 20 minutos puente tras puente tras puente, donde tampoco tuve la suerte de tomar el vaporetto rumbo al aeropuerto. Debía ir a Piazzale Roma, atravesar una vez más toda la ciudad -al llegar al puente 38 de mi recorrido dejé de contar por piedad hacia mí mismo- donde finalmente la ciudad se edifica sobre tierra firme y recién entonces tomar un ómnibus hasta Marco Polo. En todo el camino solo recibí el socorro y la solidaridad de otros extranjeros como yo.

No sé cuántos museos hay en Venecia. Creo que ni Google lo sabe. Están allí, allá, a la vuelta y enfrente de uno, por lo que elegir no fue sencillo. Por una cuestión histórica, asistí primero al Palacio Ducale, ubicado en el epicentro de San Marcos, plaza motivo de la mayoría de las postales. El Palazzo es el símbolo de la gloria y el poder que alguna vez ostentó La Serenissima, entre el siglo XV y XVII.

Además de su arquitectura, gótica renacentista, el Ducale posee obras de artistas como Tintoretto o Tiziano. Enormes murales que envuelven techos infinitos en dorado ostentación, a los que solo se los puede abordar con paciencia y prismáticos. Debo admitir, sin rubor, que lo que más me fascinó del Ducale está más allá del famoso Puente de los Suspiros que se atraviesa para llegar a las prisiones.

De fondo el Puente de los Susprios
De fondo el Puente de los Susprios

El cambio de estética es radical. De golpe esos grandes espacios soleados se comprimen en unos laberintos angustiantes, celda tras celda. En algunas sobreviven inscripciones realizadas sobre los techos abovedados como gritos desesperados de amor, un nombre como Amelia, mientras que en una en especial, sobre el alféizar, entre los barrotes oxidados, se destacan dos preciosas figuras esculpidas.

Preciosas, sí. Crueles. Muy crueles también. Hubo alguna vez algún prisionero que utilizó aquellos dientes que se le caían por mala alimentación para forjar en piedra figuras y eternizar un nombre: Francesco Sforsa.

Obra esculpida en el alféizar de una celda
Obra esculpida en el alféizar de una celda

Y quién fue Francesco Sforsa. Imposible saberlo, aunque podría referirse a Francesco Sforza I, fundador de la dinastía Sforza en Milán. Y aquí podrían hacerse dos lecturas. La primera es que el prisionero haya estado relacionado a la dinastía milanesa (¿espía quizá?), que tras un acuerdo con Cosme de Médici, ganó en poder e influencia. Sforza I es mencionado muchas veces en El Príncipe de Maquiavelo, quien resaltó su habilidad para gobernar.

La otra, quizá más simpática, es que la mitología de aquella época señalaba que Sforza I tenía la extraña -y admirada- habilidad de doblar barrotes de metal con las manos. Entonces, ¿sería esta obra una suerte de ritual de invocación para obtener las mismas capacidades sobrehumanas?

Otra obra esculpida con dientes
Otra obra esculpida con dientes

En otra recorrida por museos llegué al Ca' Pesaro, que alberga tanto a la Galería de Arte Moderno -con pinturas y esculturas de los siglos XIX y XX, con obras maestras de Klimt, Chagall, Kandinsky o Klee y también de grandes maestros italianos del siglo XX, como Boccioni, De Pisis, Sironi, Morandi, De Chirico y Burri– y también al increíble Museo de Arte Oriental, que contiene alrededor de 30.000 piezas, recogidas en su mayoría por Enrique de Borbón, conde de Bardi, durante sus viajes por el Lejano Oriente entre 1887 y 1889.

Los infortunios de un artista

En la parte moderna del museo se presentaba una retrospectiva de Arshile Gorsky, el genial artista que huyó del genocidio armenio pero que no pudo huir de su trágico destino.

Autorretrato
Autorretrato

Nacido como Vostanik Manoog Adoyan en el pueblo de Khorkom aparentemente en 1904 -no se sabe realmente cuándo fue-, su infancia fue nómada. Desde los cinco años, junto a su madre y hermanas, vivió en una huida constante, de poblado en poblado, por los territorios circundantes y dentro del monte Ararat, escapando de las fauces del gobierno de los Jóvenes Turcos en el Imperio otomano, entre 1915 y 1923.

Entre un millón y medio y dos millones de civiles murieron durante el genocidio armenio, entre ellos su madre, quien falleció de inanición. Se privaba de comer para mantener en sus hijos la esperanza de la vida y antes de morir, en 1919, le dijo al futuro artista que su misión era la de convertirse en poeta y que él tenía un alma sensible como para realizarlo.

El artista junto a su madre
El artista junto a su madre

En 1920 llega a EE.UU. junto a una de sus hermanas, un año después estudiaba en la New School of Design de Boston, donde también fue profesor y tuvo entre sus alumnos a Mark Rothko. Ya en el '24 se instala en Nueva York, donde comienza su gran obra pictórica.

Para aprender de los mejores de todas las épocas, Gorski se instalaba todas las tardes en el Metropolitan Museum, cargando su caballete, que colocaba en pasillos y copiaba obras como un niño lo hace con las letras. Mucho de ese adiestramiento puede verse en sus retratos tempranos, donde se refleja su encandilamiento por el arte Bizantino, por ejemplo.

“Autorretrato junto a mi esposa imaginaria” (1933-1934)
“Autorretrato junto a mi esposa imaginaria” (1933-1934)

Pero Gorsky nunca quiso copiar sino desmembrar a los artistas en su interior. Interpretó las obras de Cézanne -sobre todo-, Van Gogh, Picasso, Kandinsky, Léger y Miró, buscando una conexión con su propia fuerza creativa, con su identidad artística que estaba en pleno proceso de implosión.

Durante los ’30 desmenuzó la obra de otros grandes artistas
Durante los ’30 desmenuzó la obra de otros grandes artistas

A Gorsky le fascinaba jugar con el espacio, como a los cubistas. Esta conexión puede verse, por ejemplo, en las obras Retrato de Mr B y Figuración y la Silla, dos piezas que si se las lee en su geometría son casi idénticas, en las que el vacío es tan importante como la forma.

Su estancia en la Gran Manzana sobresale en su trabajo de los '30. Gorski abraza ciudad y al igual que lo hizo con los grandes artistas que investigó, la disecciona, la corrompe.

“Figuración y la Silla” y “Retrato de Mr B”
“Figuración y la Silla” y “Retrato de Mr B”

En sus pinturas aparecen constantes referencias a una metrópolis viva, pero no lo hace desde lo evidente, desde lo figurativo, sino que busca las huellas de esa existencia en lo que a los ojos del ciudadano alienado pasa desapercibido, como las manchas en el asfalto, el agua que discurre de un hidrante de incendio o la pintura descascarada de un semáforo.

En aquellos años de la Gran Depresión, Gorski comienza a ser reconocido y entabla una sociedad creativa con Stuart David y John Graham, los llaman "los tres mosqueteros", aunque en el mundo del arte su gran amigo fue Willem de Kooning, un extranjero como él -holandés- que se nacionalizó estadounidense.

Boceto de su obra en el aeropuerto de Newark
Boceto de su obra en el aeropuerto de Newark

Sobrevive en aquellos años por el cheque mensual que recibía gracias al New Deal, por el cual debía realizar obra en el espacio público, siendo la más conocida el mural del aeropuerto de Newark, en el que propone el desmembramiento de un avión con el espíritu de los futuristas obsesionados con la tecnología. Su relación con el comerciante de arte Julien Levy le permite tener sus primera exhibiciones en solitario.

Durante los '40 se muda al campo junto a su esposa, en Connecticut, y su obra toma otro cariz. Allí surge con mayor fuerza una relación más cercana al surrealismo, pero no tanto desde la estética, sino porque los paisajes lo transportan a los campos de Khorkom y a la región de Ararat, donde creció.

“Imagen de Khorkom” (34-36)
“Imagen de Khorkom” (34-36)

Pasa horas interminables liberando su inconsciente para realizar esa unión estética entre los horizonte lejanos; aparecen allí sus tonalidades terracota, las frutas, la luna y las casitas perdidas, como el goteo en los cuadros, esa marca que lo identifica y que él consideró parte esencial de la vida de la pintura, como se aprecia en Cascada.

En el '44 recibe una visita de André Breton, quien armaría el texto introductorio de su anteúltima muestra en la galería de Levy. Dos años después comenzaría una serie de desgracias que minaron su espíritu y lo llevaron a su final: su estudio se incendia y se pierden alrededor de 20 de sus pinturas y, además, atraviesa una operación de cinco días por un cáncer de intestino.

“Cascada” (1942-1943)
“Cascada” (1942-1943)

En 1948 sufre un accidente automovilístico, en el que se quiebra el cuello y el brazo. Inmovilizado, deja de pintar. Las horas angustiantes mirando a través de un ventanal el devenir del viento recorriendo los campos lo hunde en la depresión. Había encontrado en Connecticut un espacio para recomponer la tristeza que arrastraba desde cuando la muerte vivía pisándole los talones siendo aún un niño y, ahora, el destino parecía mofarse de él al atarlo a una cama en el lugar donde era, al fin, libre.

Una tarde, Gorski fue hasta el granero. Rodeado por todas sus pinturas, arrojó con su brazo bueno una soga sobre un tirante y se ahorcó. El calendario marcaba 21 de julio, pero ya no importaba.

 

Fotos: Juan Batalla 

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