El 11 de septiembre se cumplieron 46 años del golpe de Estado en Chile que derrocó al presidente socialista Salvador Allende. Junto a Cuba, el país trasandino fue uno de los centros del pensamiento insurgente durante la mitad del siglo XX: usina de la intelectualidad de izquierda y el punto de encuentro de la militancia y los refugiados que escapaban de los golpes de Estado a escala regional. Detrás de la Cordillera, coordinaron esfuerzos grupos armados como Montoneros, el PRT-ERP, los "Tupas" de Uruguay, el MIR chileno y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), de Bolivia.
Sin embargo, la caída de Allende será el punto de quiebre para los revolucionarios del Cono Sur.
"A principios de 1973, con la asunción de Héctor Cámpora en Argentina, se habla del eje La Habana-Lima-Santiago-Buenos Aires. Hay una transformación geopolítica con un conjunto de gobiernos antiimperialistas y revolucionarios, o bien opuestos a los Estados Unidos, que muestran la posibilidad política de un cambio radical en la región. Ese mismo año se acaba todo. Son los golpes de Chile, Uruguay y el viraje de Perón en política exterior", sentenció a Infobae el historiador Aldo Marchesi, autor del libro Hacer la Revolución (Editorial Siglo XXI).
En su trabajo, Marchesi realiza una lectura original sobre la violencia armada de los años sesenta y setenta. Para el autor, el accionar juvenil guerrillero no puede reducirse a las hipótesis clásicas sobre la atracción generada por el componente "romántico" y militar que encarnaba el "hombre nuevo" de Ernesto Che Guevara. La generación baby boom formaba parte de algo más vasto: un "lenguaje de disenso internacional" que se articuló contra la hegemonía de Estados Unidos y que se distanció de la izquierda soviética.
"El libro es una contribución para mostrar cómo lo que fue pasando en cada país impactó en los distintos grupos armados de la región. En los sesenta, hay una larga tensión entre las lecturas que ponen más énfasis en lo ideológico y lo emocional, que dan una idea de una izquierda enajenada de la realidad. Me interesa pensar que hubo una racionalidad política en ese proceso de radicalización", señaló el doctor en Historia Latinoamericana por la New York University (NYU) y profesor de la Universidad de la República, de Uruguay.
Si bien no deja de lado la "subjetividad militante", Marchesi propone resaltar la dimensión "transnacional": existen geografías, activismos regionales y un sistema interamericano de relaciones de poder detrás de cada lucha política. Según esta mirada, la escala de gobiernos autoritarios, espiral de violencia y crisis económicas pusieron a la guerrilla como un "repertorio de protesta" disponible y deseable.
"Los actores del período están marcados por categorías que trascienden lo nacional. En las organizaciones armadas hay una idea de latinoamericanismo y de búsqueda de una estrategia continental para la revolución. Por su lado, los militares y sectores conservadores hablan de que la civilización occidental está en riesgo. Los ejércitos dejan los conflictos fronterizos y emprenden acciones de lucha contra el comunismo como el Plan Cóndor. Todos los sectores pelean por una idea de nación que la resignifican en un contexto latinoamericano", contrastó Marchesi en los estudios de Infobae.
El investigador analiza el recorrido de la (vieja) "nueva" izquierda desde la llegada del Che Guevara en Bolivia, en 1966, y el terrorismo estatal que se instauró en 1976. La Junta de Coordinación Revolucionaria (JCR), la tesis sobre la posibilidad de una "Sierra Maestra" sin campesinos en las ciudades, el hito de la Conferencia de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS) de 1967, el influjo de la teoría insurreccional de Regis Debray, la vía legal al socialismo encarnada por Salvador Allende y los encuentros de refugiados y exiliados por todo el continente son algunas claves que encuentra Marchesi para encontrarle un sentido a una época signada por la ebullición.
— Hay una idea muy extendida de que las organizaciones revolucionarias tomaron las las armas por la influencia de la Revolución Cubana. Usted establece un matiz con eso…
— Negar el peso de la Revolución Cubana es absurdo, pero está claro que no fue solo eso. De hecho, los vínculos de estos grupos con Cuba fueron conflictivos, no fue todo tan obvio y transparente. La idea de una guerrilla urbana, que es una construcción teórica de los tupamaros, era cuestionada inicialmente y la JCR estuvo en tensión con Cuba por quien dirige el proceso continental. En realidad, los procesos de radicalización se pueden rastrear antes de la Revolución Cubana. Cuba apoya estos grupos en los años 1967 y 1968, por su política exterior de radicalización en América Latina, pero luego esa política cambia y estos grupos siguieron existiendo. Es cierto que Cuba tiene un papel de solidaridad y refugio, pero también hay ideas propias y conflictos.
— Según la retórica de los gobiernos anticomunistas, gran parte de la lucha contra la subversión partía de la hipótesis de que era un enemigo "extranjero" regional. ¿Cuánto de verdad hay en ese diagnóstico?
— Así como hay una narrativa de la derecha, que en su versión más estereotípica refiere a una 'gran conspiración' de la Unión Soviética y de Cuba; también hay una lectura caricaturizada desde la izquierda de que todo se trata de un avance sobre el continente de un agente externo, los Estados Unidos. Creo que esas dos narrativas tienen algo de verdad. El gran asunto de la Guerra Fría Latinoamericana es que la pelea no se dio solo en los escenarios nacionales. Lo tenían claro todos los actores: los de izquierda, los de centro y los de derecha. Todos buscaron articulaciones más allá de lo nacional, lo cual no implica pensar que los actores fueron títeres de otros. Hay muchos estudios que muestran que los grupos de izquierda y los militares tuvieron niveles de autonomía enormes respecto de Estados Unidos y Cuba.
— En Argentina, algunos dirigentes políticos y analistas adjudican una "corresponsabilidad" a los grupos revolucionarios del clima autoritario y de la violencia política. Visto en clave regional lo que pasó, ¿era inevitable que la situación en América Latina desembocara en dictaduras sangrientas y golpes de Estado?
— Estos grupos de izquierda radical siempre han sido cuestionados, pero hay que reconocerles el mérito de que son los que más advierten y denuncian esa inevitabilidad del autoritarismo. Además, son los que se muestran más escépticos con los procesos de cambio como el peronismo y la Unidad Popular, con su transición legal al socialismo. Desde 1964, con el golpe de Estado en Brasil, se venía marcando este nuevo tipo de autoritarismo que no fue solo contra los grupos armados, sino contra el conjunto de los movimientos sociales, las fuerzas de centro izquierda y grupos culturales. Había validez en esta tesis de inevitabilidad, aunque las respuestas que dieron los grupos radicales ayudaron a acelerar los autoritarismos, al promover escenarios donde la espiral de violencia creció muy rápidamente y los militares lo vieron como una justificación para tomar el poder, con un discurso anti comunista que estaba muy asociado a los Estados Unidos.
— Pero ninguno esperaba el nivel de violencia, hubo un exceso de optimismo…
— Ninguno tuvo las herramientas para advertir las dimensiones del terrorismo de Estado, que subió la violencia estatal a límites que hubieran sido impensados años antes. Todos estos actores evaluaban los riesgos y pensaban que podían morir luchando, pero nunca imaginaron lo que se venía. Después del golpe en Chile, el MIR intenta resistir y dura muy pocos días. Los bombardeos en La Moneda y los fusilamientos en las calles eran impensados hasta para ellos, y es algo que me parece pasó en todos los países. Esa evidencia histórica discute mucho la "teoría de los dos demonios": son dos violencias que pueden ser discutidas como autoritarias, pero no son equivalentes en sus niveles, son radicalmente diferentes.
— ¿Cuál es su conclusión sobre la forma en las que se reincorporaron los militantes a la democracia?
— Después del golpe de Estado en Argentina, gran parte de estas organizaciones se van del país. Es una gran derrota para todos, pero los itinerarios son diversos. Una punto en común es esta tensión entre la revalorización de la democracia política -en los 60's y 70's no era una categoría fuerte-, y los derechos humanos, un paradigma que interpela muchos valores políticos de estas organizaciones en el sentido de la "no violencia". La tensión entre lo político y lo militar se dio en el Movimiento Todos por la Patria (MTP) y en los tupamaros, en Uruguay. En los dos hay una voluntad de readecuar el discurso al momento democrático con publicaciones como las revistas Entre Todos o Mate Amargo. Pero el resultado es ilustrativamente diferente: en Argentina, tras el copamiento del cuartel de La Tablada, Enrique Gorriarán Merlo (ex PRT) es una figura que no incidió y terminó preso, mientras que, del otro lado, José Pepe Mujica fue presidente. Los sesenta fueron un capital político para el ciclo de gobiernos progresistas, lo cual habla de un legado y de algo a rescatar de esa experiencia. Mujica y la ex presidente Dilma Rousseff, en Brasil, usaron ese capital simbólico en un sentido electoral.
— Retomo una pregunta que se hace en su libro ¿Cómo pensar "la revolución" en una época no revolucionaria?
— Los historiadores tenemos el problema del anacronismo, porque nos hacemos preguntas desde el presente en tiempos históricos que son diferentes. Es un asunto raro el de los sesenta: no están tan lejos en el tiempo, pero hoy hay una visión de lo humano, de la política y de los derechos muy diferente a la legitimidad que tenía la violencia política en los sesenta. Creo que el Che Guevara tiene más en común con Garibaldi que con un político contemporáneo. Esa idea del sacrificio, de una violencia política que remite a la Modernidad, ya no las encuentra hoy en el mundo. una distancia enorme sobre cómo se piensa la épica del cambio social, lo cual es una advertencia para el ciudadano y el investigador. ¿Qué sería un héroe revolucionario, hoy? Vivimos en sociedades que son más violentas que las de los sesenta, pero ha cambiando la relación que establecemos entre la violencia y la política.
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