Por Gastón García Marinozzi
Es imposible pensar México sin Francisco Toledo. Como no es posible este país sin Octavio Paz, sin Frida, sin Chavela. No son meros tópicos, son los héroes de la cultura que hicieron patria. Son el genio de México que sobrevive a todo: a sus muertos, sus desaparecidos, su larga historia, sus guerras intestinas, su destino de terremotos, de huracanes, su tan lejos de dios, su tan cerca de Estados Unidos.
El jueves 5 de septiembre falleció el pintor zapoteco Francisco Toledo. El pintor que fue todo lo que se precisa en México: artista total, activista absoluto, genio y figura 24 horas al día, todos los días.
Toledo, el Maestro Toledo como todos lo llamaban, nació como Francisco Benjamín López Toledo en 1940 en Juchitán, Oaxaca, en una familia numerosa, y muy pronto despuntó como artista plástico, dominando la pintura, la escultura, la cerámica. Fue impresor, luchador social, obstinado ambientalista, defensor acérrimo del maíz contra los transgénicos, promotor de las lenguas indígenas y de la formación artística. Siempre irreverente. Siempre el más joven de todos, incluso a sus 79 años. Sus luchas eran estéticas y de vanguardia, llenas de monos, sapos, iguanas, sexo, pero también eran las de la calle, con la gente, como cuando evitó que un McDonalds se instale en el centro de Oaxaca.
Francisco Toledo fue uno de los más grandes intelectuales de América. Unió, sin complejos, el mundo indígena y el "occidental", mejorando ambos. Entendió que un país se piensa con los pies, con los pies en la tierra, con la mano en el barro, creciendo cada idea como la germinación del país, con la solidaridad de la mazorca. Deja un obra enorme, creada a lo largo de décadas que es como su persona, hecha de los cuatro elementos: aire, tierra, fuego y agua. Hoy puede verse en los principales museos del mundo.
Hizo de Oaxaca la capital del mundo, de su mundo, de los indígenas. Tomó sus edificios y los convirtió en escuelas, talleres, galerías, ágoras, comederos, dio formal Taller Arte Papel Oaxaca, el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca, el Centro de las Artes San Agustín, que es el primer centro de arte ecológico de América Latina, donde se estudia fotografía, gráfica y diseño textil, preservación del patrimonio, todo relacionado al medio ambiente y a la cultura local.
También creó la Biblioteca para Invidentes Jorge Luis Borges, el Centro Fotográfico Manuel Álvarez Bravo, el Museo de Arte Contemporáneo de Oaxaca, el Cine Club El Pochote, el Jardín Etnobotánico de Oaxaca, la Fonoteca Eduardo Mata, la Biblioteca Francisco de Burgoa y mucho más.
Entre sus numerosas obras, ilustró La zoología fantástica de Jorge Luis Borges, a quien lo emparentaba esa visión moderna y afectiva de la mitología y lo fantástico. Según Carlos Monsivais, lo que hizo Toledo con Borges fue completarlo, no solo ilustrarlo: "Hay un punto de semejanza entre los relatos muy terrenales y muy estéticos de Toledo y el fabulario clásico de Borges: la duda ante un orden donde las formas ya arribaron a su límite. Si la capacidad de mezcla es tan infinita como el olvido, lo que soñaron los antiguos y lo que transmiten los informantes de Toledo son relatos que confluyen hacia el mismo zoológico de la fantasía".
Estos días, mientras sonaba Dios nunca muere, el himno oaxaqueño, se escuchó decir muchas veces que Toledo era como los nahuales, que según la cosmogonía prehispánica es un hombre común con la capacidad de convertirse en un ser fantástico, que puede tener la capacidad de revelar el camino, de proteger, de hacer llover. Toledo fue de a ratos todo eso.
Construyó barriletes, cometas, esos que aquí también se nombran con otra palabra hermosa: papalotes, que viene de papalotl, que en nahuatl significa mariposa, y los echó a volar, como una vieja tradición del Istmo de Tehuantepec en Oaxaca. Los papalotes, los barriletes, vuelan para traer a los muertos perdidos, para ayudarlos a agarrarse del hilo y regresar por un rato a la tierra.
Una tarde vimos a Toledo correr por las calles calurosas y coloridas de Oaxaca para que el viento hiciera volar 43 papalotes para ver si alguno de los desaparecidos de Ayotzinapa, podían aferrarse de la cola y volvían a casa. Sus rostros estampados en el papel se esparcieron entre las nubes, los 43 rostros de esa juventud herida que son la de México, donde un día son 43, y al rato son cientos, miles, porque aquí la desgracia también crece como el maíz.
Este indio de guaraches y camisas arrugadas, que caminó todas las noches frías de París para entender su destino zapoteco, fue, según la crítica europea "la respuesta americana a Picasso". Uno lo podía encontrar cualquier tarde en las calles de Oaxaca, comiendo empanadas de mole amarillo a la vuelta de su casa, caminado siempre rápido, apurado a ningún lado, ocupado en un pensamiento imposible de dilucidar, pero siempre escapando de las fotos, la fama, el destino de gloria. Sin dudas, haría suyo el deseo irrealizable de Borges para su muerte: las dos abstractas fechas y el olvido.
*Es un escritor argentino radicado en México. Autor de las novelas El libro de las mentiras (Alfaguara) y Viaje al fin de la memoria (Tusquets)
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