Naturaleza, seducción y haikus: tres libros de poesía para asomarse al corazón de Japón

En esta nota un recorrido por las temáticas y las historias de “Haikus de las cuatro estaciones”, “Cabellos revueltos” y “Cien poetas, cien poemas”, obras imprescindibles para conocer el espíritu de la poética nipona

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Un recorrido poético por el Japón
Un recorrido poético por el Japón

¿Será cierto que todo Japón tiene una sintonía esencial con la naturaleza? ¿O es parte del mito? ¿Está bien pensar que esa afinidad es una de las características que define su cultura? Creo que existen las verdades poéticas. Hay respuestas que solo puede dar el arte. La poesía ofrece una belleza diferente a la de los libros de historia o antropología. Estos tres libros de poesía japonesa trazan un itinerario preciso sobre una porción del alma japonesa.

Haikus de las cuatro estaciones, de Arturo Carrera. Buenos Aires: Interzona, 2013

La persistencia de una tradición es uno de los hechizos a los que nos acostumbró Oriente. Desde tiempos remotos, las cuatro estaciones ofrecieron un modo de vivir, pensar y clasificar la poesía japonesa. La primera antología imperial, Colección de las diez mil hojas (Manyōshū), compilada en el año 759, clasificaba los poemas atendiendo a sus temas. Había poemas amatorios, poemas de viaje, de despedida, pero también, poemas de primavera, verano, otoño e invierno.

“Haikus de las cuatro estaciones”, de Arturo Carrera. Buenos Aires: Interzona, 2013
“Haikus de las cuatro estaciones”, de Arturo Carrera. Buenos Aires: Interzona, 2013

Desde el nacimiento de la literatura japonesa hay una cultura de las cuatro estaciones. Pensar en las estaciones es un modo de pensar la relación de Japón con la naturaleza.

Haikus de las cuatro estaciones recoge más de cincuenta haikus (poemas de 3 versos de 5, 7 y 5 sílabas) en las versiones de Arturo Carrera, siguiendo el modelo tradicional de codificación en estaciones.

El paisaje de cada estación vale para expresar las emociones personales. A veces, basta la aparición de una luciérnaga, de hojas rojas o de unos copos de nieve para que comprendamos cuál es la estación que nos convoca. No hace falta más. Así como las luciérnagas recuerdan al verano y asociamos a las cigarras con el calor sofocante y con el hastío, las ranas hacen pensar en la primavera. Muchos poemas con ranas son poemas amatorios porque el apogeo de su canto coincide con el horario del encuentro entre amantes.

Es muy posible que el poema más traducido de la historia de la literatura sea el haiku de Bashō sobre una rana en un estanque. Incluso Octavio Paz intentó su propia versión, en Sendas de Oku. También Osvaldo Svanascini, Rodríguez Izquierdo, Antonio Cabezas. Son muchos los traductores que se dejaron deslumbrar por esa miniatura que tiene algo de zen y de iluminación. Con Haikus de las cuatro estaciones, Carrera agrega su nombre a ese catálogo ilustre, propiciando su propia versión. Dice:

El viejo estanque―
una ranita rasga
la ranura del agua.

(Gentileza British Museum)
(Gentileza British Museum)

El último verso tiene mucho de Carrera. Bashō dice mizu no oto; literalmente, ruido de agua. Algunas versiones recurren a esa traducción literal, término a término. Otras hablan de chapoteo, o incluso se juegan a dejar la onomatopeya. Plof o cloc. Es difícil decidir una preferida. Yo creo que no hablaría de ruido. Diría sonido. Un ruido es algo molesto, un sonido es siempre amable. La rana salta, y el sonido del agua acaba con la uniformidad. La rana interrumpe el silencio y la armonía de un estanque solitario. Pero no destruye la escena, le da otra dimensión.

En el libro de Arturo Carrera no hay precisiones temporales. Existen los poetas y existen sus haikus. Y nada más. Divididos en las cuatro estaciones, conviven poemas que nacieron con el nacimiento del haiku, con otros que pisaron el siglo XX. Gyōdai, mi preferido, comparte cartel con Bashō y con Shiki.

Cabellos revueltos, de Akiko Yosano. Buenos Aires: El hilo de Ariadna, 2018

Uno de los rasgos distintivos del idioma japonés es la homofonía. Debido al número limitado de combinaciones silábicas, cada palabra tiene varias acepciones. La norma es la paronimia y la polisemia, lo que trae aparejados importantes efectos literarios.

La poesía japonesa siempre combina más de una posibilidad de interpretación, de modo que el sentido permanece abierto. Esta edición de Cabellos revueltos incluye notas del Profesor Alberto Silva, que echan luz sobre los múltiples sentidos que proponen siempre los versos de Akiko Yosano. Silva es el responsable de la traducción directa del japonés, además del estudio crítico y las notas. La edición es elegante, invita a disfrutarla con los sentidos dispuestos. El libro se escucha, no solo se mira.

“Cabellos revueltos”, de Akiko Yosano. Buenos Aires: El hilo de Ariadna, 2018
“Cabellos revueltos”, de Akiko Yosano. Buenos Aires: El hilo de Ariadna, 2018

Junto a los poemas en castellano dejaron los textos originales en kanji (los ideogramas japoneses, que piden ser contemplados) y en romaji (la escritura moderna romanizada, lo que permite que cualquier de nosotros pueda recitarlos en japonés a viva voz, atentos a su música, aun si no entendemos una solo palabra de japonés). Silva es también autor de El libro del haiku, una obra monumental, probablemente el libro más importante de poesía japonesa que se publicó en castellano al día de hoy.

En su edición original en japonés, Cabellos revueltos, de Akiko Yosano, tiene 399 tankas, esa forma poética de 5 versos con 5, 7, 5, 7 y 7 sílabas. La edición en castellano seleccionó unos cien. Quizás ese es el único reproche que se le podría hacer. Ojalá Silva contemple la posibilidad de extender su estupendo trabajo con Yosano.

Los poemas son pura sensualidad. Algunas imágenes: una mujer de largos cabellos sentada en el suelo, sobre sus talones, tocando el koto, el arpa japonesa. Noche, primavera, el color violeta para las sombras o para las nubes que se deshilachan. De nuevo el pelo, ese atado de cuerdas mudas. La primavera alude aquí a la juventud y a los nuevos amores, así como una flor designa la alegría del sexo.

Akiko Yosano
Akiko Yosano

Los poemas de Akiko Yosano son poemas de amor, pero no de pasión y desenfreno, sino de añoranza. Hay una clave japonesa en esta mirada que recorre milenios y lleva a las primeras poetas de la Corte imperial: Murasaki Shikibu y Sei Shōnagon. El murasaki (literalmente, el color púrpura) salpica estos poemas y es una figura recurrente.

Aparecen también los kimonos, con sus mangas incapaces de dar un abrazo, escondiendo luciérnagas. Ya dijimos que la naturaleza y las luciérnagas son parte de la vida japonesa. Cuenta Lafcadio Hearn en La canción del arrozal que en su tiempo era frecuente recurrir a vendedores de insectos. El anfitrión de un banquete compraba luciérnagas y las liberaba en el jardín después del atardecer, para que los invitados disfrutaran su luz centelleante. Dice el poema 33 de Cabellos revueltos, de Akiko Yosano:

Entre los pliegues
del kimono, secreta,
se mete la luciérnaga,
azul como la brisa
cuando anochece.

Cien poetas, cien poemas (Hyakunin isshu). Madrid: Hiperión, 2004

La compilación fue realizada por el año 1235. Entre los cien poetas de esta antología clásica, hay algunas mujeres sorprendentes. Ono no Komachi es la más interesante de todo el libro, famosa por su poesía y por las leyendas que surgieron en torno a su belleza. Se dice que era despiadada con sus amantes, como corresponde a toda mujer fatal. Hoy cuesta distinguir cuánto hay de mito y cuánto de verdad en esas historias. Su figura despertó el interés de todos los públicos y épocas, inspiró obras de teatro noh, manga y anime. Incluso Mishima escribió una obra de teatro noh moderna basada en ella.

“Cien poetas, cien poemas”, de Hyakunin isshu. Madrid: Hiperión, 2004
“Cien poetas, cien poemas”, de Hyakunin isshu. Madrid: Hiperión, 2004

Acaso nada en este mundo sea tan triste y doloroso como la belleza que abandona a una mujer hermosa, por eso duele tanto el tanka de Komachi que recoge Cien poetas, cien poemas, que habla de flores que se marchitan, pero parece querer decirnos mucho más:

el color de las flores
se va desvaneciendo:
así pasa mi vida, vanamente,
envuelta en tristes pensamientos,
viendo caer las largas lluvias

En Japón, el manga y el anime difunden cultura y tradición. No es extraño que se hayan interesado por Cien poetas, cien poemas. En Uta koi, cada capítulo está inspirado en uno de los cien poemas y narra la historia, o la leyenda, que hay detrás. Aunque la interpretación de los hechos es libre, se puede sentir el espíritu de la poesía clásica y conocer las prácticas de la época en torno al amor, el cortejo y la escritura.

Existe otro manga, incluso más conocido, que además de ser adaptado al anime, también fue llevado al cine: Chihayafuru. Gira en torno a un deporte japonés creado a partir de esta antología: el karuta, un juego de cartas en el que un recitador lee los primeros dos versos de un poema y los jugadores deben elegir, entre varias cartas dispuestas frente a ellos, la que corresponde a los tres versos que siguen, antes de que lo haga su contrincante.

Chihayafuru
Chihayafuru

Chihayafuru se inscribe en las clásicas tramas deportivas del anime en las que se promueve el esfuerzo, el trabajo en equipo y la perseverancia, pero además es una excusa para hablar de literatura y de estética.

Para la mayoría de sus personajes, que son miembros del club escolar de karuta, el juego gira exclusivamente en torno a la velocidad para identificar los primeros sonidos del poema leído, sin importar qué dice. En ese contexto entra al club una chica enamorada de la tradición. A través de ella, sus compañeros sentirán por primera vez la belleza de estos poemas, y el deporte alcanzará una dimensión inesperada.

Las estaciones, los largos cabellos de una mujer deseada, la efímera plenitud de las flores. Hay algo del corazón, del kokoro, de Japón en estos símbolos. Nos preguntábamos al comienzo si todo Japón vibra con la naturaleza, o si era parte de un mito. Si fue así, y si sigue siendo así.

Estuve en Kioto, hace unos años. Pasé la primavera en la antigua capital, en la estación de los cerezos. Los árboles plenos de rosa, el rosa mecido por el viento ante la menor brisa, el piso cubierto del rosa de los cerezos. Una tarde, un sarariman, como dicen ellos (un oficinista, para nosotros), nos sobrepasó con su bicicleta, a Mariana y a mí, y se detuvo al pie de un cerezo enorme. Fue fácil saber que estaba en su horario de almuerzo, que venía de la oficina y que pronto volvería a la oficina. Lo delataban el traje negro slim fit, la corbata estilizada. Entonces, bien cerca de nosotros, bajó un pie de la bici y sacó el teléfono. Sin desmontarse del todo, lo vimos estirar el brazo, apuntar y sacarle una foto a una flor de cerezo. Después siguió viaje con ese tesoro en su bolsillo. A mí me basta con ese recuerdo para dejar de hacerme tantas preguntas.

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