En este mediodía de martes, el sol del mediodía se mete por la ventana, alumbra con plenitud la mesa ratona llena de libros, tazas de café y un paquete con tabaco. Javier Montes agarra un poco con mucho cuidado —usa sólo la yema de sus dedos índice y pulgar— y lo coloca en un papelillo, le coloca un filtro, enrolla, y arma. Prende el cigarrillo con delicadeza y dice: "Lance". Se refiere a las preguntas, claro; el objetivo de esta entrevista no tan matutina es hablar de literatura. Montes es escritor, aunque le pone reparos a la etiqueta. Nació en Madrid en 1976 y escribió varios libros. Los últimos: La vida de hotel, un safari silencioso y reflexivo por la vida de un crítico de hoteles, y Varado en Río, un homenaje a Río de Janeiro y su embrujo a partir de las biografías de Rosa Chacel, Manuel Puig, Elizabeth Bishop y Stefan Zweig. En ambos, el viaje es el tema de fondo, y eso es lo que hizo Montes para llegar aquí: viajar. Pero, ¿qué hay detrás de esa palabra, sinónimo de felicidad espontánea para los que huyen cada verano de la rutina laboral hacia algún paraíso cercano y exponen en Instagram las fotos de su estadía junto a ese exacto hashtag: #viajar?
Invitado y seleccionado por el Malba y su programa de Residencia de Escritores (REM) —con apoyo de Ediciones Ampersand y la Acción Cultural Española—, se tomó un avión y aterrizó en Argentina. Aunque no es la primera vez. Ya vivió aquí. Estuvo cerca de un año, entre 2007 y 2008. "Me enamoré", dice y larga una carcajada tímida. "Las cosas se hacen por amor o por dinero, y yo por dinero no hago esto. Fue por amor, en general, a la ciudad. Me encanta Buenos Aires. Si me tuviera que exiliar, algo que no es una posibilidad inimaginable para un español, Buenos Aires sería el exilio menos traumático. Con mi vida anterior tendría una continuidad porque aquí tengo amigos queridísimos, mis libros tienen presencia, y hay una comunidad, no solo de lengua, sino de tradición: el siglo XX español, por una desgraciada circunstancia, Franco, tuvo ahí una especie de bache, de hiato, del cual aún no nos hemos recuperado, y eso lo hemos cubierto con las ediciones que venían de Latinoamérica y especialmente de Argentina. Entonces, estar aquí es parecido, y espero que no suene colonialista porque quiero decir todo lo contrario, pero creo que por suerte fuimos colonizados por la intelectualidad argentina en los años de la dictadura. Para mí es casi volver a la metrópoli".
Acostumbrado y sin contracturas. Así se define frente al caos cotidiano que es vivir en la Argentina. Acostumbrado a "los temas políticos, lo que todos sabemos, y los bamboleos y los psicodramas, porque España es igualmente de bipolar. No sé si nos gusta a los españoles, pero si hay es porque nos debe gustar: drama, zozobra, inquietud, crisis devastadoras, resurrecciones inesperadas, derrotas en el último minuto, victorias por la mínima, gobiernos que caen y tal… Argentina además tiene una matriz italiana. Yo lo que siempre veo cuando vengo aquí es un dinaminsmo, en lo cultural, que es lo que a mí me toca de cerca por oficio, pues si fuera cirujano te hablaría del estado de los hospitales y de la sanidad argentina. Lo que sí veo aquí es una cultura de sociedad civil, en lo literario concretamente, muy armada que ha entendido mejor o más rápidamente que España que tienes que hacer las cosas tú mismo, que tienes que montar, editar y no esperar que papá Estado te subvencione ni a un Ministerio de Cultura que tenga a todos a sueldo".
"En ese sentido —continúa— los admiro mucho. Hay un sentido de grupo muy grande que me gusta. En España se ha disgregado y cada vez somos más francotiradores. Yo hago poca vida literaria en España. Tengo amigos escritores pero pocos. La primera vez al llegar aquí recuerdo que César Aira muy amablemente me llevó a ver La Internacional Argentina, la librería de Garamona. De repente ahí vi un tipo de librería de tertulia literaria, un estilo de literatura tan hermoso que recuerda a las vanguardias de entreguerras, y esas ideas de grupos, de manifiestos, lecturas en casas y librerías… no sé si lo idealizo, seguro que sí, porque uno siempre idealiza lo ajeno… todo eso estimula mucho. Para un escritor, y sobre todo un escritor de castellano, venir a Buenos Aires es como para un musulmán ir a la Meca. Tienes que haber venido una vez en tu vida, por lo menos". Pita su cigarrillo armado, larga el humo sin exagerar, y dice: "La literatura en Argentina tiene una gran mala salud de hierro".
—En La vida de hotel, el narrador dice: "Siempre me he tomado en serio mi trabajo y mis viajes: al fin y al cabo son la casi la misma cosa". ¿Cómo se llevan en tu vida el trabajo y los viajes?
—Pues mira, esta residencia no computa como viaje, en mi caso, pues te instalas. La gente me dice: "Eres un gran viajero". Yo no creo que sea un gran viajero, yo soy un gran mudador… o sea, me mudo de sitio. Lo que sí he hecho en mi vida cinco, seis o siete veces fue instalarme y vivir meses o incluso años en ciudades. Viajar… tengo una autonomía de vuelo de tres semanas, como mucho, si son viajes de trabajo, que son los que hago, más que los de placer. Y es la anti escritura para mí. Hay escritores que escriben en el hotel, en el aeropuerto… yo los admiro mucho, pero no tengo esa capacidad de concentración. El viaje como tal lo necesito y los disfruto pero me cansa pronto y me impide escribir. La mudanza, en cambio, y esto lo considero mudanza porque es un mes y medio, te permite hacerte una rutina, captar los matices de las culturas que el viajero pasa por alto, que te permite entender cambios sutiles de la atmósfera que si pasas unas semanas a ver monumentos. Eso me estimula mucho. Lo he hecho muchas veces porque me anima a escribir. Yo viví en Río y allí escribí una novela sobre Madrid. Esto es un clásico: alejarte de los sitios te permite escribir sobre ellos. Como la gente que se va a una residencia a la Toscana y se les da por escribir sobre su Escocia natal. O en mi caso, en Río escribí sobre Madrid y cuando volví a Madrid escribí sobre Río.
—Justamente en Varados en Río hablás de la admiración como "lo más peligroso que uno puede sentir por una ciudad o un país". ¿Te pasa de forma recurrente?
—Claro. ¡Ese es el peligro del amor! La admiración y el amor siempre, por definición, tienen un objeto equivocado: todos y nadie somos dignos de amores apasionados. Aún así no se niega eso que decía Pessoa, que toda carta de amor es ridícula, pero sólo quien nunca amó es una persona ridícula. Toda admiración por una ciudad, como yo admiro Buenos Aires, es un poco ridícula. Yo sé bien que Buenos Aires tiene, como todos los lugares del planeta, puntos buenos, puntos malos, momentos intolerables, momentos de gran belleza, injusticias, corrupciones. Como Río pero a la enésima potencia porque en Río además lo ves. Las villas miserias aquí están un poco más tapadas que en Río. En Europa están fuera de las autopistas y las ves fugazmente cuando pasas con el coche pero eso no quiere decir que no estén ahí. Toda mirada global tiene que estar matizada al saber que es injusta o parcial. La definición del amor y de la admiración es la parcialidad. Entonces hay cosas que, aunque sabemos que no debemos creer, necesitamos creer. En ese sentido, hay lugares que cuando llegamos nos sentimos en casa. Me pasa aquí, me pasa en Rïo, me ha pasado en Italia y en algunos sitios más. Esa ficción, para un escritor que escribe ficciones, la veo muy necesaria.
—¿En qué momento te cayó la idea de que eras escritor, que ese es era tu trabajo y que había que tomarlo en serio?
Pues aún lo estoy esperando. A ver si algún día me lo creo de verdad… —dice entre risas, y luego retoma a la seriedad argumentativa:— Yo creo que uno empieza como lector, por supuesto, luego como imitador de lo que leyó, y luego esas imitaciones y robos y plagios descarados… Como decía no sé quién: el escritor inmaduro imita, el maduro roba. Lo que ocurre es que cuando uno encuentra la atención de la gente, el libro es una cosa que escribiste hace mucho tiempo. Entre medio te han dicho que no quinientos editores, lo ha leído tu tía y te ha dicho que por qué no escribes de temas más interesantes, otros te dicen que no han entendido nada… Entonces nunca te la acabas de creer mucho. Para cuando tu libro está publicado y llega un premio o una buena crítica, tú ya estás en otro libro y el libro anterior no te gusta ni a tí. No hay satisfacciones. Hay pequeñas satisfacciones en la escritura. Si te sientes escritor, cosa que yo no, en algún momento de la escritura estás tan metido en lo que estás haciendo que supongo que lo eres. Para ligar, por ejemplo, es fatal. Estás en un boliche y te preguntan "¿tú qué haces?", "soy escritor", "ajá, mmmm" y media vuelta. Voy a decir que me dedico a alquilar pisos. El escritor ya no es sexy. Entonces creo que sentirse escritor es la muerte del escritor. Cuando uno va con el carnet de escritor y entra a los sitios pidiendo mesa en el restaurante estás muerto.
—Hablemos de géneros. En ese carnet de escritor, que aunque lo ocultes lo debes tener, ¿qué dice? ¿novelista? ¿ensayista? ¿escritor a secas?
—Pues mira, mi último libro es una especie de biografía camuflada, de historia de detectives. Yo, por ejemplo, escribí a cuatro manos con Andrés Barba un ensayo sobre pornografía, y los temas que surgieron los traté en paralelo bajo la ficción en La vida de hotel: qué pasa cuando uno mira, el placer de la mirada… Cuando uno escribe ensayo está el ojo de autoridad, te sientes más responsable, estás lanzando una verdad provisional o por lo menos con una coherencia más sólida. Pero también sabemos que los ensayos son ficción, que la teoría de los sueños de Freud es una estupenda novela, que El capital y todos los libros que nos gustan de la filosofía son grandes relatos. Entonces, al final, de lo que se trata es que esos relatos estén bien armados, sea ensayístico o novelado. Por ejemplo, yo aprendí que las críticas de arte o los catálogos tienen que escribirse como relatos porque sino pierdes al lector. Me gusta mezclar un poco los géneros. Aspiraría a disolver al ensayo y a la novela en uno.
A Javier Montes le gusta charlar. Se lanza sin tapujos al diálogo, al arte de desparramar ideas sobre la mesa y conversarlas. Su regreso a Buenos Aires lo tiene muy entusiasmado. Hasta consiguió una bicicleta para moverse por la ciudad. Esta tarde, a las 18:30, estará en el Auditorio del Malba conversando frente al público —la entrada es gratuita, hasta agotar la capacidad de la sala— junto a Mariano López Seoane. Irá en bici, por supuesto. Poco más de tres kilómetros ameritan el pedaleo. Ahora, mientras toma el cigarrillo que dejó en el cenicero por la mitad, lo coloca entre sus labios y lo enciende, se refiere a internet. No tiene redes sociales, al menos las que están en boga. Así lo prefiere. Sin embargo, sí usa mail, sí usa WhatsApp, lo indispensable. Por algún motivo, decidió atravesar estos cambios tecnológicos con algo de cautela.
En ese sentido, la literatura se vio transformada en varios aspectos. Por ejemplo, el auge de la literatura del yo o lo que en España llaman autoficción. "La autoficción es un recurso comodón. A la autoficción hay que ganársela. La veo como un Everest que tienes que escalar", afirma. Y si bien "la memoria es ficción. Todos construimos nuestros recuerdos con mecanismos de ficción. Recordar es inventar", también "hay maneras oblicuas de narrar. Nadie es tan original como para no poder transustanciar la experiencia en algo comprensible por todos. Cada vez que me dan manuscritos gente joven y son autoficción, yo, yo, yo, yo, que son ellos, o ellas, les digo: 'Te ha quedado bien. Si los puedes publicar, fenomenal. Pero escribe un libro que no sea sobre tí. Te sorprenderá cómo acabas retratado o retratada en esa ficción, y será interesante salir de ese solipsismo'".
—¿Cómo cambió internet la forma de leer?
—Leemos mucho menos de lo que leíamos antes. La dinámica social está creada para hacer más difícil la concentración sostenida en el libro. Esto es así por motivos neurológicos que están estudiadísimos y buscadísimos por las nuevas tecnologías. Lo que sí creo es que al modificarse la manera de leer se cambia la manera de escribir. Eso crea una autocensura inconsciente porque hay libros como En busca del tiempo perdido de Proust que son más difíciles de escribir. No digo "largos" porque los bestsellers más básicos y rudimentarios tienen miles de páginas pero se leen como hacer scrolling down en una pantalla. Me refiero a libros lentos, que se demoren, que vuelvan sobre sus pasos, que tarden. Eso: que tarden. Y ni hablar en el mundo anglosajón donde el modelo literario de sus escuelas de escritura creativa, que por suerte en el mundo hispano están tardando en llegar, toman al libro como el guión de las series: en la página 40 tiene que haber una revelación, en la página 80 tienes que volver a captar al lector con una segunda revelación, en la 130 tiene que suceder tal desenlace… Te dan unas recetas que vuelven a tu literatura más segura pero también más aburrida y adocenada.
—Sin embargo, alguien podría decir que el scrolling down en las redes sociales y el mensajeo permanente del WhatsApp son formas de lectura, y esa lectura es mucha.
—Bueno, pero juntar signos con tu cerebro no es bueno ni malo para tu salud. Leer como actividad de suspensión de la realidad externa, ingresar en una voz que a veces es lo más parecido que hemos inventado a la telepatía… Yo soy un lector de trama, me gusta el placer lector, pero también me interesa la creación de voces. Por ejemplo, sentir que conoces más a Proust que a tus padres o tus amigos y que esa presencia incorpórea, y no por eso irreal, te acompañará siempre. Ese tipo de lectura no tiene nada que ver con la lectura de las redes sociales, que es una descorporización del mundo visible. A mí me interesa muy poco. Ya pasó igual la fase de alabarlas y denostarlas. Es como el agua mineral, están ahí, hay que vivir con eso. Jodie Foster dijo una vez en una entrevista: "Yo no uso redes sociales pero tampoco me vanaglorio por ello porque no es que cuando no estoy en Instagram estoy salvando la humanidad". Por carácter o por temperamento o porque escribir libros es una manera de postear, no necesito postear fotos de mí mismo o expresar mis opiniones en 140 caracteres, porque ya estoy escribiendo un libro. Me he acostumbrado, me gusta esta velocidad y me quedo con ella.
—Con todo este panorama y diagnóstico que acabás de dar, ¿para qué leer, para qué escribir, para qué sirve la literatura?
—Como es la pregunta del millón te doy A, B, C y D, y tacha la que te guste más. Hay una respuesta que yo le copio siempre a Javier Marías que es: para no madrugar. Soy mañanero pero odio madrugar. Si tuviera que ir a una oficina que abriera a las 8 y me tuviera que levantar a las 6 cuando es de noche me moriría, languidecería, me daría un cáncer, no se. Una es para disponer de tu tiempo a tu manera. Otra es porque ya no tienes edad para hacer otra cosa. Yo tengo 43 años y ya no me van a reclutar en ninguna agencia de brokers ni podría estudiar la carrera de Medicina. Elegiría la literatura porque ya no me quedaría más remedio. Y otro poco la elijo porque siento que los escritores son como los monjes copistas copiando manuscritos miniados justo en el año en que Gutenberg inventó la imprenta. Pero bueno, esos manuscritos a ellos le sirvieron y cumplieron su función. Y la ilusión de posterioridad que todos los escritores tenemos, y eso aquí os revelo y la cofradía me mandará un sicario: todos los escritores creen, como las monjas creen en la eucaristía y en la resurrección de la carne, en la posteridad. Sabemos que no hay posteridad, y si la hay te va a dar igual porque tú no la vas a ver. Pero todo escritor sueña con que su obra perdure y es uno de los motivos por los que se escribe.
—La trascendencia…
—Es una creencia loca pero hay que estar un poco loco para escribir. Elizabeth Bishop, la poeta, decía que "la poesía es la cosa más poco natural del mundo". Sentarse a escribir en este mundo, con la que está cayendo, con el cambio climático… optar por sentarte a escribir es una cosa de locos. No es nada normal. Y probablemente de las más inútiles. Es más útil ser bombero o vender calefactores. A la literatura el margen que le queda en un mundo que tiende a la eficiencia y a la optimización, ¡qué palabra horrenda!, y toda esa jerga economicista que se nos ha infiltrado en el día el día, es demostrar que a veces el tiempo perdido es tiempo ganado, que a veces la eficiencia no es el valor por el que medir las cosas, que a veces las cosas que no sirven para nada son las que más sirven porque te recuerdan que no todo sirve para algo. A la literatura y al arte en general le queda esa función de recordar que: chicos, ya paren, no hace falta estar siempre produciendo. Es una mentalidad anglosajona que se ha infiltrado en el resto de la humanidad de que todo tiene sentido, que los buenos siempre ganan, que es posible controlar tu vida, que de todo se aprende, que al final no hay mal que por bien no venga. ¡Pues todo eso es mentira! Hay males que no tienen ningún bien, no ganan los buenos como estamos viendo, la vida no tiene sentido. El sentido lo construyes y de viejecito te encuentras que pasaste tu vida haciendo algo que no valía la pena, como tal vez sea mi caso. Está bien que la literatura te recuerde eso porque es la verdad. Menos mal que nos queda el arte para recordar que no todo es como un libro de autoayuda o como un powerpoint empresarial.
—Creo que ese es el título de la nota.
—¿Cuál? Dije tantas cosas… —y vuelve a reír.
* Entrevista pública a Javier Montes
A cargo de Mariano López Seoane
Hoy a las 18:30 horas
Auditorio del Malba
Av. Pres. Figueroa Alcorta 3415 – CABA
Entrada gratuita hasta agotar la capacidad de la sala
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