"Si yo fuera un pajarito, quisiera y no quisiera": la revolución que llegó desde el cielo

El premiado escritor boliviano viajó en el Teleférico de La Paz no sólo como hace siempre, para andar por la ciudad del modo más práctico, sino también para contar el volcán de emociones ocultas tras la corrección política que domina el paisaje

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El teleférico de La Paz, en Bolivia, es un espacio público para las tensiones sociales que habitualmente se disimulan.
El teleférico de La Paz, en Bolivia, es un espacio público para las tensiones sociales que habitualmente se disimulan.

"Más allá, no". Límite, Rosario Castellanos

Los que están de este lado son el cholerío. Los de más allá, los blanquiñosos.

Acá en medio se encuentra la frontera, el límite de todo.

El cholerío. La palabra que la gente decente (en esta historia serán los blanquiñosos de la Zona Sur), que esta gente decente usa para descalificar y erigir un muro de concreto. La gente a la que todavía el cholerío sirve de lunes a viernes en sus casas; la gente a la que aún lleva de acá para allá en taxis y minibuses.

Sin embargo, el cholerío no apareció recién ahora. Lo hizo despacio a lo largo de la historia de Bolivia, metiéndose, infectando desde adentro: desde sus negocios allá en la Uyustus o desde la Eloy Salmón, o bien a partir de la Feria 16 de Julio. También lo hizo desde las fiestas populares y folclóricas que ahora los blanquiñosos bailan como si fueran suyas: el cholerío los infectó desde la música cumbiera que ahora escuchan sin enrojecer de vergüenza como ocurría en los noventa del siglo pasado.

El cholerío: uso este término sabiendo que es políticamente incorrecto. Sé que se trata de una palabra que es como una bofetada de desprecio. Sin embargo, es bueno ser políticamente incorrecto. Pretendo usar cholerío como una caricia, más bien. Como un besito cachichurris. O en términos más sencillos: ¡soy cholo pues, y qué con eso!

Hecha la advertencia, continúo.

La Paz es así: arriba en El Alto y en las laderas vive, en general, el cholerío. Abajo, en la Zona Sur, en pretérito indeterminado, viven los blanquiñosos. Pasaron casi doce años desde que tenemos a un indio por presidente, sí. Y aún así permanecen más actuales que nunca las fronteras invisibles, los pequeños gestos de desprecio, la hipocresía: como la que ocurrió en enero de 2015 con la inauguración de la Línea Verde del servicio de transporte masivo y aéreo llamado Mi Teleférico.

Antes de enero de 2015 la Línea Amarilla solo llegaba hasta la Curva de Holguín y de ahí se daba vuelta literalmente ("Más allá, no", dice Rosario Castellanos) y retornaba a la ciudad de El Alto. Entonces se inauguró la Verde, que parte de la Curva de Holguín y termina en Bajo Irpavi, en zona blanquiñosa. Desde ese día el cholerío que vive allá en las laderas y en la ciudad de El Alto, dijo: bajaremos a la Zona Sur, iremos al cine con nuestras wawas, al MegaCenter a comer alguito. Y ahí fueron. Esa mañana, el cholerío bajó desde El Alto en las cabinas del Teleférico Amarillo, mirando las casitas desde arriba, como si fueran pajaritos: mirá allá ese jardín tan bonito, mirá esa ventana tan grande, mirá esa señora todavía en pijama a esta hora, bien floja debe ser, jaja.

El Alto es la zona donde viven los paceños de menos recursos, a los que Mi Teleférico comunica ahora con espacios de la clase media como el MegaCenter.
El Alto es la zona donde viven los paceños de menos recursos, a los que Mi Teleférico comunica ahora con espacios de la clase media como el MegaCenter.

Porque desde el Teleférico se ve toda La Paz desde un punto de vista aéreo, dice una niña que ahora viaja a mi lado. Se observan sin piedad alguna los techos de las casas, los patios, las calles con el tráfico infernal de esta ciudad.

Claro que una cosa es tener a mano la Línea Amarilla juntándose con la Verde, es bonito decir ahorras tiempo, no hay tráfico y tampoco contaminación, sin embargo otra cosa bien distinta fue la reacción de los blanquiñosos. Esos que aparecen tan demócratas, tan pro aborto, tan en sintonía con la naturaleza, tan siglo XXI; pues ellos, de pronto, fruncieron la nariz. Como si al ver (en sus dominios) a tanto cholo suelto con los cabellos rebeldes parados, no con dos o tres wawas en estéreo sino con cinco o más en modo 320 kbps, cargando las hermosas pasankallas de colores en sus bolsas de mercado o gaseosas de dos litros, como si al verlos con todo esto trajeran la peste encima. Porque una cosa había sido decirse no racista, de mente abierta y demócrata, y bien, pero bien distinto era tenerlos ya en su territorio sentados para comer una hamburguesa; otro tema había sido entrar y usar los mismos baños.

De pronto, rápidamente, volvimos a los años veinte, cincuenta, ochenta, noventa del siglo pasado.

Como ya dije, la Línea Verde nace en la Curva de Holguín, digamos que en una de las muchas mitades de la ciudad de La Paz (tiene muchos centros y muchos comienzos y finales, de acuerdo a la hora del día y al ánimo de quien explica la geografía de esta ciudad). A un costado de la Verde está la Amarilla, más allá la Línea Celeste y por arriba se pierde la Blanca; y de esta aparece la Naranja y luego la Roja que va hacia El Alto y ya en ese territorio circulan la Plateada, la Azul y la Morada (que baja hacia uno de los muchos centros paceños). Hace menos de un año nació la wawita más chiquilina de todas: la Café, que se pierde por San Antonio, zona donde vivo yo.

Como dije, ese 2015, cuando la Verde vino a este mundo, se armó el lío.
El cholerío, desde El Alto, podía bajar de forma masiva mediante la Amarilla a territorio blanquiñoso, ya no para limpiar los baños de sus negocios, o para atender la caja donde compran su comida, no ya para servir las mesas o construir sus casas: esta vez era el cholerío bajando como los pajaritos. O como dice la canción de los cumbieros de Maroyu: «Si yo fuera un pajarito / quisiera y no quisiera / no me metiera a volar / quisiera y no quisiera / me metiera en tu nidito». Y por eso se enojaron, se rayaron: el cholerío, cual pajaritos de los Maroyu, se metieron en los niditos blanquiñosos. El periódico La Razón de 7 de enero de 2015 reprodujo varios mensajes que aparecieron en Facebook. El que más me llamó la atención, por su impecable ortografía de gente decente, fue el siguiente (sic): "Si kieren parar el problema deben evitar que el teleferico baje desd el alto y matarian al perro y tambien a la pulgas".

La foto de la estación del teleférico que desató la polémica. (Alexis David Flores/Facebook)
La foto de la estación del teleférico que desató la polémica. (Alexis David Flores/Facebook)

Se dijo que se ensuciaron (pero mal) los baños de MegaCenter, un complejo de cines y negocios de comida rápida. Apareció la ya legendaria fotografía de gente sentada comiendo en el piso, como se lo hace en un apthapi.

Para los que no saben de qué hablo, ahí va la explicación: apthapi viene del aymara apthapiña, que significa "recoger de la cosecha". Es un mecanismo de reconciliación entre comunidades enfrentadas o bien solo para compartir y nada más. ¿Y qué se comparte? Pues comida, y esta debe ser traída por toda la gente asistente. Se coloca esta comida sobre aguayos como si fuera una mesa y las personas se sientan en el piso, a compartir.

En la foto que comenzó todo este problema se ve a una decena de personas sentadas en el piso (inmaculado y brilloso); algunas de ellas con una botella de gaseosas al lado o apoyadas en una pared cercana. Otro comentario que salió en redes sociales por esas fechas, pero que el matutino Página Siete reprodujo 1 de febrero de 2015, decía: "Es deprimente compartir con gente que no tiene educación ni modales o me he equivocado y ahora vivo en la Ceja [haciendo referencia a la Ceja de El Alto]". Lo curioso es que, en la pared del fondo, hay una cartel publicitario de Nissan donde (en parte del texto), se lee: "Comparte con nosotros…" y hay gente de pie y sentada en el piso.

Todo el mundo tomó partido: los que de frente decían quédense en territorio alteño, cochinos; o los que querían que el cholerío sea como el manual del buen Carreño: solo pedimos buenas costumbres y nada más; o los que miraban más allá y decían es el reflejo de la hipocresía de un país que hacia el mundo presume de un presidente indio, pero que en su dormitorio sigue siendo igual de racista.

La cosa es que el debate se abrió. Se reflexionó mucho y en apariencia las aguas se calmaron. Un tiempo después un grupo de personas organizó un Mega-Apthapi en puertas del centro comercial mencionado: el fin era reconciliar a las partes peleadas y hasta cierta parte se lo consiguió.
Déjenme decirles que soy un escéptico, y dudo que algo haya cambiado.

Tal vez estas manifestaciones se callaron por un tiempo, tal vez solo callaron porque es hora de callar (y eso es lo peor de todo, pues el tema saltará en cualquier momento).

El Teleférico no solo trajo rapidez a la circulación de personas en una ciudad congestionada y siempre más que compleja: en este caso trajo, sobre todo, comprobar que somos bien distintos a los lindos pajaritos de corazón transparente que antes miraban a los paceños desde el cielo de esta ciudad multirracial, complicada y aún profunda y tristemente racista.

 

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Wilmer Urrelo Zárate nació en La Paz en 1975. Es autor de Mundo negro, Hablar con los perros y Fantasmas asesinos, además de haber publicado cuentos en las antologías Trabajos forzados, Pequeñas resistencias y El futuro no es nuestro, entre otras. Obtuvo premios como el Nacional de Primera Novela, el Nacional de Novela y el Anna Seghers. Ha sido publicado en España y traducido al italiano, al alemán y al inglés.

 

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