Los años de oro del cine italiano empiezan en 1948 con Ladrones de bicicletas, de Vittorio De Sica –el film más amado por Woody Allen–, y terminan en octubre de 1993, cuando se muere su gran dios pagano: Federico Fellini.
En adelante y hasta hoy, como si un inmenso manto fúnebre hubiera caído sobre su templo, Cinecittá –y salvo pocas excepciones–, nada de aquellos taumaturgos se repitió: apenas unos pocos relumbrones…
Pero el gran dios tuvo dignísimos y no menos geniales vicarios.
Elijo dos: Ettore Scola (Nos habíamos amado tanto, Una giornata particolare (¡¡¡!!!), Feos, sucios y malos, El Baile, La Familia, Splendor (de final tan conmovedor como inolvidable: arranca más de una furtiva lágrima).
Segundo vicario –no necesariamente en ese orden–: Mario Monicelli, ¡sesenta films como director, ochenta y cuatro guiones, cuatro apariciones como actor!
Un monstruo sagrado, maestro indiscutible de la Commedia all'ítaliana, romano, hijo de un periodista (Tomaso), alumno de la Universidad de Pisa, pero mucho más alumno de la calle y bromista impenitente: muchas de las desternillantes trapisondas de los cuatro protagonistas reflejadas en Amici miei (1975) son pura autobiografía.
Pero entre sus sesenta films hay que abrir el joyero y buscar esmeraldas, diamantes y perlas del mejor oriente. De eso se trata: de volver al mejor cine de un grande, un irrepetible de un tiempo que no volverá…
En 1977 escribe y dirige Un borghese piccolo piccolo. El burgués pequeño pequeño es el inmenso Alberto Sordi: empleado gris, carácter gris, temeroso de todo, hasta que le matan a su único hijo. Y ahí, Monicelli convierte esa mansa comedia en una historia negra digna de Stephen King.
Lo juro: ante dos de sus comedias más locas, L´armata Brancaleone y Brancaleone alle crociate (1966 y 1970), he visto gente caer de la butaca, derrumbada por ataques de risa casi patológicos. Y no menos con la inmortal I soliti ignoti (Los desconocidos de siempre, 1958),y aquella frase de Totó (Dante Cruciani): "Como filme, una schifezza". O el "¡Sportivo!" de Carlo Pisacane, y un elenco millonario: Vittorio Gassman, Claudia Cardinale, Marcello Mastroianni…
Imposible soslayar La Grande Guerra (1959), feroz sátira antibélica en que dos cobardes –Gassman y Sordi– se convierten en héroes trágicos. (Data para no iniciados: este film es la versión, con pinceladas cómicas pero el mismo mensaje, de La patrulla infernal, de Stanley Kubrick).
Pero voy llegando a mi puerto más amado… En 1963, Monicelli escribe con Age-Scarpelli, dúo fetiche, y dirige I compagni (Los Compañeros), sostenido con el mejor elenco posible: Marcello Mastroianni, Annie Girardot, Renato Salvatori, Folco Lulli, Bernard Blier, y una niña: Raffaella Carrá…
Cine político de claro y amargo mensaje (el doloroso final), ficción y no ficción, narra la historia de la huelga en una fábrica textil, fines del siglo XIX, auge de la Revolución Industrial, con un más que modesto objetivo: que los patrones rebajen una hora de las brutales catorce de lunes a sábado, con apenas media para comer.
Decide la huelga el accidente en un telar que le cuesta una mano a su operario, vencido por el cansancio. Furiosos y decididos a lanzarse a la huelga, lo hacen en desorden, sin plan, y sin total consenso: ergo, fracaso total.
Hasta que poco después, de un tren, sin más equipaje que una canasta y un pífano antiquísimo –su única posesión–, baja el profesor Sinigaglia. Desorientado, algo torpe, pregunta: "Senta, scusi, ¿che paese é questo? Y uno de los obreros en huelga le responde:
–¡Un paese di merda!
Sinigaglia es un hombre solo, pobre, trashumante, sin casa ni perro que le ladre, pero es también un agitador profesional que sabe cómo se organiza una huelga para que no termine en fracaso.
Y aquí paro. La película está completa en los sitios habituales de Internet y también en los pocos negocios de venta de films en DVD que van quedando.
Dura dos horas y diez minutos. Algo más que un horrendo y avaro partido de fútbol que acaba sin goles, o apenas con uno. Si ya la vio, vuelva a verla. Si no la vio, abrácela, y la amará para siempre.
Mario Monicelli, enfermo de cáncer de próstata, el 29 de noviembre de 2010 se arrojó del quinto piso del hospital San Giovanni, Roma.
Tenía 95 años.
Dos años antes, en una entrevista, el periodista le preguntó cómo lograba filmar "con una mirada de niño". Respuesta:
–No sé si es una mirada de niño… o de viejo. Son las cosas que veo todos los días. Cuando terminó la guerra, pensamos que el cine italiano estaba muerto. Que las películas americanas iban a enterrarlo. Entonces, a (Roberto) Rossellini se le ocurrió filmar en las calles de Roma con hombres y mujeres de la calle mezclados con actores profesionales…, y salió aquel milagro llamado Roma, ciudad abierta. La lección del neorrealismo seguía enseñándonos…
Porque el gran cine, como los diamantes, es eterno. Y de algún modo sobrevivirá entre las explosiones, los miles de balazos, las catástrofes planetarias, las invasiones de otros mundos, y las mediocres comedias que cometen el peor de los pecados: no hacer reír…
(Post scriptum. Entre 1992 y 1993, mientras María Luisa Bemberg filmaba en el Uruguay De eso no se habla, con Marcello Mastroianni como protagonista de lujo, apareció en escena Osvaldo Soriano. Se conocieron en Europa. Marcello admiraba los libros de Osvaldo. Los unía, también, su hábito de compulsivos fumadores, al punto de intercambiar recetas supuestamente mágicas para atenuar los daños del tabaco. Y habían adoptado una costumbre. Cada mañana, Marcello le preguntaba:
–Senta, scusi, ¿ché paese e questo?
Y Osvaldo le contestaba:
–¡Un paese di merda!
Y los dos reían como niños. Como niños que amaban I compagni…
El final los sorprendió en triste simetría. Marcello murió el 19 de diciembre de 1996, a los 72 años. Osvaldo, el 29 de enero de 1997, a los 54. Separados apenas por cuarenta días y un soplo).
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