Hay preguntas que parecen no tener respuestas. ¿Cómo representar la angustiante existencia cotidiana en un mundo en permanente guerra consigo mismo? ¿Cómo decir lo indecible?
Como buen francés, la acentuación de su doble apellido está en las últimas sílabas: Henri Cartier-Bresson. Murió quince años atrás, en este mismo siglo, en este mismo mes, en este mismo día, pero de 2004. Su último vistazo al mundo lo dio en Montjustin, en el sureste del país galo. Luego, un fundido a negro definitivo. ¿Quién fue Cartier-Bresson? Uno de sus biógrafos, Pierre Assouline, lo definió como "el ojo del siglo XX". Fotógrafo de profesión, para él, pararse frente a una escena, observar con atención, encuadrar con su cámara fotográfica y disparar el flash… todo eso es un arte. Y requiere sensibilidad. Quienes vean sus fotos podrán afirmarlo: pocos han tenido la suya.
No es casualidad que muchos lo consideran el padre del fotorreportaje. Sin embargo esa palabra siempre le sonó rara. En una entrevista de 1971 publicada en The New York Times lo dice mejor, y con una anécdota. Corría el año 1946. Hacía poco menos de un año que la Segunda Guerra Mundial había concluido. Cartier-Bresson exponía en el MoMA. Presentaba mayoritariamente fotos surrealistas. Esa era su formación: nutrir la corriente estética de lo onírico y la disrupción. "No estoy interesado en la documentación porque es extremadamente aburrida y yo soy un pésimo periodista", pensaba.
Entonces fue a recorrer la muestra Robert Capa, un emblema de la fotografía que venía de cubrir momentos históricos como el desembarco de Normandía y la liberación de París. Digamos que si algo tenía era experiencia. Cartier-Bresson también: venía de cubrir la Guerra Civil Española y de filmar un documental sobre el bando republicano Victorie de la vie. Transitaba, como buen equilibrista, sobre la línea que separa la fotografía artística y el fotoperiodismo, sin caerse definitivamente hacia ninguno de los dos lados.
Entre la marea de gente, Capa se acercó a Cartier-Bresson, lo felicitó, charlaron un rato, bebieron unos tragos, celebraron que estaban vivos. En un determinado momento, Capa le puso una mano en el hombro, lo miró fijo a los ojos y, sin mediar sonrisa, le dijo: "Henri, ten mucho cuidado. No debes encasillarte como fotógrafo surrealista. Si lo haces, no tendrás encargos y serás como una planta de invernadero. Haz lo que quieras, pero la etiqueta debe ser otra: fotoperiodista".
No era el tipo de consejo que esperaba. Lo que le estaba diciendo era que, además de trabajar en su proyecto de autor —todo artista debe tener uno—, piense en su oficio de fotógrafo. Sin saberlo, estaba adelantándose casi veinte años al debate propuesto por Umberto Eco en Apocalípticos e integrados: la importancia de lanzarse hacia la cultura de masas para disputar el sentido. "Capa era extremadamente sensato. Así que nunca mencioné el surrealismo. Es cosa mía, mi intimidad. Y lo que quiero, lo que busco, no es asunto de nadie. De lo contrario, nunca tendría encargos", contó después Cartier-Bresson. Al fin de cuentas, los mejores consejos son los que nadie se anima a dar.
El problema siempre es la realidad. Sobre todo para un fotógrafo. ¿Cómo representar la angustiante existencia cotidiana en un mundo en permanente guerra consigo mismo? ¿Cómo decir lo indecible? "Los hechos no son interesantes", afirmaba Cartier-Bresson, "es el punto de vista sobre los hechos lo que es importante. Y en fotografía es la evocación. Algunas fotografías son como un cuento de Chejov o Maupassant. Son rápidas y en ellas hay todo un mundo. Pero uno no es consciente de ello mientras dispara". En algún momento entendió que lo que tenía en sus manos era una verdadera arma poética.
Nació en Chanteloup-en-Brie, cerca de París, en 1908. Recién asomaba el siglo XX que, según Eric Hobsbawm, empezaría realmente con la Primera Guerra Mundial en 1914. Este fotógrafo, que aún no era fotógrafo, comenzó estudiando pintura. Por esos tiempos, frecuentó los círculos surrealistas parisinos. Ahí está el germen de su sensibilidad artística. Sus primeras fotos las sacó en Costa de Marfil, con una una Krauss usada. Al volver a Francia, compró una Leica, su Leica, y entonces, improvisando, siendo autodidacta, sin más entusiasmo que el de la curiosidad, comenzó una carrera. Claro, en aquel tiempo no sabía que iba a crear una obra. Y como todas las carreras se terminan, la suya lo hizo en la década del setenta. Volvió a su primera pasión artística: el dibujo. ¿Quién se lo podría negar?
Al año siguiente de la visita de Capa, en 1947, fundaron juntos, y también con Bill Vandivert, David Seymour y George Rodger, la Agencia Magnum. Así, por encargos, se lanzó a recorrer el mundo y se hizo fuerte en el arte del retrato. Posaron frente a él Pablo Picasso, Henri Matisse, Marie Curie, Édith Piaf, Fidel Castro y el "Che" Guevara, entre tantos otros. También presenció esos momentos decisivos del siglo XX: la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Civil Española, la muerte de Gandhi, vio la entrada triunfal de Mao Zedong a Pekín y, además, como si todo esto fuera poco, fue el primer periodista occidental que pudo visitar la Unión Soviética tras la muerte de Stalin. Sus mejores fotos tal vez sean las más anónimas: postales de barrios cualquieras: la vida real. ¿Un simple y aburrido documentador? En sus fotos hay algo que escapa a la burocratización de "capturar los momentos" y que logra, además, una perspectiva, un punto de vista, sensibilidad.
¿Es arte la fotografía? Para Susan Sontag no importa demasiado, ya que "las fotografías no parecen depender en exceso de las intenciones del artista". Para Walter Benjamin tampoco: "Se malgastó mucha agudeza en decidir si la fotografía era o no un arte, sin haberse planteado previamente si la invención de la fotografía no había cambiado el carácter global del arte". Efectivamente lo cambió y eso, Henri Cartier-Bresson, lo estaba viviendo en carne propia.
Como si fuera imposible separar la vida del trabajo, se casó con una colega, la belga Martine Frank. Es fácil imaginar sus charlas de sobremesa entre whisky y cigarrillos hablando del grave problema que nos pone frente a nuestros ojos la realidad. O con Robert Capa y los demás fotógrafos de la Agencia Magnum. Charlas larguísimas, como las del siglo XX. ¿Cómo representar la angustiante existencia cotidiana en un mundo en permanente guerra consigo mismo? ¿Cómo decir lo indecible?
Uno puede imaginarse la risa generalizada, las carcajadas. A veces, las respuestas se encuentran cuando uno está ocupado haciendo otra cosa; en este caso, fotografiando.
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