Herbert Marcuse es un utopista. No en los términos pegajosos y descoloridos del optimismo vacío, sino en la forma de pensar hacia adelante, de cara al futuro, buscando meterse en las grietas que el propio presente oculta para así poder imaginar otra cosa. ¿Es posible hacer una pausa y correrse, al menos por un rato, de la alocada cabalgata de la coyuntura? Las elecciones son el summun. ¿Y por fuera de esto, qué? ¿Se puede imaginar algo más que la dialéctica electoralista de dos o tres partidos políticos que se intercambian el poder cada cuatro años pero que, en el fondo, son más o menos lo mismo? Para Herbert Marcuse sí. Y en ese esfuerzo de pensamiento está concentrado el fuego de la esperanza. Por eso, es un utopista.
Tal vez su libro más importante sea El hombre unidimensional, publicado en 1964 en Estados Unidos y traducido al español al año siguiente. Allí, en el prefacio, Marcuse presenta su objetivo: analizar cómo "algunas tendencias del capitalismo americano conducen a una sociedad cerrada" que "disciplina e integra todas las dimensiones de la existencia, privada o pública". Contra eso dispara: un sistema que ya en los años sesenta se mostraba definitivo, total e irremplazable. Y todo aquellas "ideas, aspiraciones y objetivos que trascienden por su contenido el universo establecido del discurso y la acción, son rechazados o reducidos a los términos de este universo". Así funciona el mundo, incluso hoy: la obligación es no salirse de la raya.
"Durante los últimos años de los sesenta y principios de los setenta, Herbert Marcuse estaba considerado como uno de los teóricos más importantes del mundo", escribe Douglas Kellner en el prefacio del libro que este año publicó Ediciones Godot: Tecnología, guerra y fascismo, una serie de trabajos inéditos y de recopilación póstuma. El prólogo lo escribe su hijo, Peter Marcuse: "Si hubiéramos publicado todo, habríamos necesitado dieciséis volúmenes". Es mucho, es cierto, pero hay que tener en cuenta que tiró muchas cartas y textos que ya no usaba. "Marcuse se inscribió en el proyecto de reconstruir la razón y proponer alternativas utópicas a la sociedad existente", escribe Kellner, uno de sus grandes especialistas.
Julio de 1979. Acababa de cumplir 81. Tenía prevista una visita a España para participar de un programa de televisión pero días antes tuvo que cancelarla. Una bronconeumonía y un ataque al corazón lo postraron encendiendo todas las alarmas. Lo operaron en Frankfurt y le exigieron descanso. Mientras se recuperaba en Starnberg, Alemania, sentado en una reposera a orillas del lago Constanza, mirando los fragmentos limpios del cielo nublado, tuvo un ataque cerebrovascular que lo llevó a la muerte. Hace exactamente cuarenta años, el 29 de julio. Estaba con él Jürgen Habermas, compañero de la Escuela de Frankfurt, un grupo de investigadores marxistas que sacudió los debates intelectuales de Occidente. En el cementerio Dorotheenstadt de Berlín, sobre su tumba, hay una palabra tallada en alemán: "Weitermachen!" Significa: "¡Aadelante!" Según Peter, su hijo, "es su optimismo fundamental. La usaba cuando la gente se desanimaba por la forma en que el mundo se desarrollaba después de 1968. Su consejo fue siempre: ¡Adelante!"
Los principales exponentes de la Escuela de Frankfurt son Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, autores de Dialéctica del Iluminismo, un libro que se considera el origen de la Teoría Crítica. También aparecen, aunque más bien de forma vincular, Walter Benjamin y Hannah Arendt. Pero el que más renombre obtuvo, sobre todo durante las rebeliones estudiantiles de Estados Unidos, Alemania y el Mayo del 68 en Francia fue Marcuse. En Berlín, por ejemplo, durante las protestas estudiantiles del mes de junio —en una de ellas resultó asesinado por la policía Benno Ohnesorg—, Marcuse es el gran filósofo de cabecera. Los periodistas que cubrían aquellas movilizaciones mencionan que los estudiantes llevan en sus manos el libro La tolerancia represiva, así como grafitean las paredes con frases del filósofo.
"El brusco descubrimiento y exaltación de Marcuse como una de las claves de la crisis contemporánea es uno de los fenómenos más notables de nuestro tiempo", escribía el español Miquel Siguán en aquellos años. Por la influencia sobre los estudiantes, muchos sitúan a Marcuse en una posición similar a la que hoy ocupa Slavoj Žižek. Ciara Cremin —antes Colin Cremin— opinó que "ambos han desarrollado sus teorías críticas a través del materialismo marxista, el idealismo hegeliano y la teoría psicoanalítica del tema, han producido textos polémicos sobre la tolerancia liberal y la necesidad de violencia revolucionaria, y han invocado la idea de la utopía contra la ideología de que no hay alternativa al mercado".
En 1898, epílogo del siglo XIX, nació Marcuse, en Berlín, cuando todavía existía el Imperio Alemán. Fue soldado en la Primera Guerra Mundial y participante activo del Levantamiento Espartaquista, aquella revolución fallida que le costó la vida a Rosa Luxemburgo y la más grande lucha obrera de la historia alemana. Estudió en la Universidad de Friburgo de Brisgovia donde se doctoró en 1922, fue librero en Berlín, se casó con Sophie Wertheim, estudió con Edmund Husserl y Martin Heidegger. Admiraba a Heidegger —¿quién no lo admiraría?—, pero se distanció por sus posiciones cercanas al nazismo. Con la llegada de Adolf Hitler al poder, decidió huir. Tuvo una idea bastante acertada de todo lo que desencadenaría su fascismo. Ya en contacto con la Escuela de Frankfurt, se fue para Ginebra a dirigir la sede suiza del Instituto. Luego de una estadía prolongada en París, llegó a Estados Unidos. Corría el año 1934 y no era otra cosa que un intelectual judío exiliado de las fauces del antisemitismo.
Sus investigaciones tenían prestigio, pero continuó, ahora en tierra americana, con la docencia universitaria. Investigó y escribió todo lo que pudo, así como también intervino en los debates sociopolíticas del momento. Por entonces se empezó a hablar de las 3M: Marx, Mao y Marcuse. En todo el mundo, y en gran parte gracias a él, el marxismo comienza un inquietante proceso de revitalización. El quiebre tiene que ver con el repudio al estalinismo —la calidad de vida en la Unión Soviética también es alienante—, pero sin dejar de criticar el desarrollo del capitalismo. En esa incómoda posición —todos optaban por aferrarse a uno de los bandos que batallaban en la Guerra Fría— se ubicó Marcuse. "¿Dónde hay actualmente, en la órbita de la civilización industrial avanzada, una sociedad que no esté bajo un régimen autoritario?", escribe en El hombre unidimensional. Lo ven también los estudiantes que se manifiestan en aquella época: la represión está en todos lados y naturalizarla no es una opción.
Hoy, Herbert Marcuse es un filósofo olvidado. Salvo por algunos círculos intelectuales y las universidades públicas que no se dejan enchastrar por el mercado editorial, este intelectual judío que apostó a conciliar la dialéctica de Hegel, el psicoanálisis y el marxismo fue quedando excluido y abandonado a un costado de la historia. Tiene su lógica: cuando el capitalismo y la democracia sellaron su matrimonio de fuego, la Escuela de Frankfurt y su teoría crítica empezaron a perder peso y presencia, sobre todo con la muerte de sus principales exponentes. "La gente se reconoce en sus mercancías; encuentra su alma en su automóvil, en su aparato de alta fidelidad, su casa, su equipo de cocina. El mecanismo que une el individuo a su sociedad ha cambiado, y el control social se ha incrustado en las nuevas necesidades que ha producido", escribía en 1964. ¿No es acaso una descripción precisa de estos nuevos tiempos que corren y que, en verdad, no son tan nuevos como se presentan?
"Los textos que hemos reunido deberían dar una nueva percepción del trabajo de Marcuse e indicar su importancia permanente en el momento contemporáneo", escribe Douglas Kellner en el prefacio de Tecnología, guerra y fascismo. Es así. En este libro hay verdaderos hallazgos, empezando por una serie de cartas que le envía a Horkheimer entre 1941 y 1949 donde se habla de trabajo, coyunturas, afectos y el problema de las distancias. Además, un breve intercambio epistolar con Heidegger, a admiró mucho (fue su director de tesis) hasta que apoyó al nazismo. En una carta, Marcuse le dice —con piedad pero también con mucha ironía— que la única forma de comprender como él, "un hombre capaz de entender la filosofía occidental como ningún otro", terminó apoyando a los nazis tiene que ver con que "la gente de Alemania estuvo expuesta a una perversión total de todos los conceptos y sentimientos, algo que todos aceptaron demasiado fácilmente".
En Tecnología, guerra y fascismo hay también varios ensayos que abordan diferentes temas: las implicancias de la tecnología moderna ("la técnica por sí misma puede promover tanto el autoritarismo como la libertad, la escasez así como la abundancia, la extensión así como la abolición del esfuerzo"), una radiografía del "Estado-máquina" del nacionalsocialismo, preguntas acerca del pensamiento alemán postnazi o lo que él llama "la nueva mentalidad alemana", unas 33 tesis al mejor estilo del Feuerbach de Marx y muchas ideas sobre la relevancia del arte ("¿cómo podría el arte, en medio de todos los mecanismos totalitarios de la cultura de masas, recuperar su fuerza alienante, continuar expresando el gran rechazo?"). Además, un agudo texto histórico sobre el cambio social escrito en conjunto con Franz Neumann, y una introducción sesuda a cargo de Douglas Kellner sobre el Marcuse de los años cuarenta.
¿Y cómo se alimentaba el motor intelectual de su escritura, entre la voracidad académica y la paciencia reflexiva? Tal vez haya una respuesta en esa esencia utopista —brutalmente crítica— que avivó el fuego de las protestas estudiantes durante las décadas del sesenta y del setenta. En su libro clave, El hombre unidimensional, hay sobradas muestras: "La esclavitud está determinada, no por la obediencia, no por la rudeza del trabajo", escribe Marcuse parafraseando al economista François Perroux, "sino por el status de instrumento y la reducción del hombre al estado de cosa". Ahí, asegura, está la génesis de la imposibilidad de pensar más allá de nuestra estridente coyuntura: en el capitalismo, las personas somos cosas que compran cosas, que venden cosas, que se mueven de un lado al otro sin cuestionarse demasiado el porqué de esos movimientos.
¿Qué sucede —se pregunta hace más de cincuenta años atrás— "si los fundamentos de la democracia son armoniosamente eliminados en la democracia"? Hay una "conciencia feliz" que es falsa, dice Marcuse, porque "el sujeto alienado es devorado por su existencia alienada". Pero ojo, que "los esclavos deben ser libres para su liberación antes que puedan ser libres", es decir, que la libertad no empieza cuando se alcanza sino antes, cuando en la cabeza del esclavo se despierta una idea vaga, difusa pero prometedora: la posibilidad de ser libre. En sus libros no hay tanto optimismo como uno quisiera, sin embargo observa que en el arte existe una disrupción, ya que el lenguaje artístico no es tan funcional, tan operacionalista, tan cerrado. El artista se permite "nombrar lo que de otra manera es innombrable", asegura.
En la primera tesis de las 33 que se publican en Tecnología, guerra y fascismo escribe: "Los Estados en los que la vieja clase dominante sobrevivió a la guerra económica y política previsiblemente se harán fascistas en el futuro". Estamos en febrero de 1947. Hace dos años murió Hitler, pero no el fascismo, que es para Marcuse la evolución del capitalismo o, al menos, su nuevo rostro. Sin embargo, del otro lado del muro, Stalin sigue al frente de una Unión Soviética represiva y autoritaria. ¿Cómo quebrar este escenario imposible? Pensando, reflexionando, analizando. Nada es para siempre y la resignación es peor que la enfermedad. En sus tesis 11 pone especial atención en la "burguesificación", "la reconciliación de una gran parte de la clase obrera con el capitalismo". Ahí hay una pregunta que todavía no se respondió.
En 1968, tres años antes de su muerte, en una entrevista televisiva con el profesor y divulgador británico Bryan Magee, hace una crítica puntual a la nueva izquierda: "No estamos en tiempos revolucionarios, ni siquiera en tiempos prerevolucionarios". Se puede leer como un pesimismo brutal que muchos intentarán unirlo a lo que justamente criticaba: la unidimensionalidad del sistema que impide pensar una sociedad nueva que esté por fuera del capitalismo. Sin embargo, es una cuota necesaria de realismo, la base para entender dónde estamos parados y luego, desde aquí, desde este pantano, reflexionar profundamente adónde queremos ir. A eso mismo se refiere Slavoj Žižek cuando pide interpretar el mundo antes de transformarlo. Para alcanzar la libertad, primero hay que imaginarla.
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