Durante décadas se pensó que el misterio no sería resuelto. Que esa muerte sólo podía ser terreno de conjeturas. Hasta que un pescador aportó un pequeño elemento que sirvió para ir desentrañando el enigma.
El 31 de julio de 1944, 75 años atrás, Antoine de Saint-Exupéry desapareció en el aire. El escritor y aviador, en misión de reconocimiento en plena Segunda Guerra Mundial, partió esa mañana en un avión Lightning P38 pero no regresó a la base. Cuando todavía le quedaba combustible para más de una hora de vuelo, su nave desapareció de los radares.
Saint-Exupéry ya era a esa altura una celebridad. Sus libros eran leídos en todo Occidente. Vuelo Nocturno, Correo Aéreo y Tierra de hombres, entre otros, habían cimentado su prestigio. Sin embargo, un año antes de su último vuelo publicó la obra que llevaría su fama a otro nivel: El Principito. Ese libro le otorgaría la inmortalidad.
Pese al éxito, Saint-Exupéry, radicado en Nueva York, no encontraba tranquilidad. Deseaba volver a Francia y combatir a los alemanes. La edad era un impedimento. No podía realizar vuelos de combate. Tenía 44 años. Su obstinación y sus contactos lograron que se hiciera una excepción a la norma que impedía los vuelos bélicos a mayores de 30 años. Obtuvo un puesto como piloto de reconocimiento en Europa.
En las primeras misiones tuvo algunos inconvenientes y destrozó una nave en el aterrizaje. Estuvo ocho meses en tierra. Hasta que en julio de 1944 otra vez lo dejaron subir a un avión.
Los Aliados habían hecho pie en Europa. El Día D, el desembarco en ENormandía había cambiado la ecuación. El siguiente desembarco estaba planificado en Provenza. Al escritor francés se le encomendó sobrevolar la zona, a gran altitud, para inspeccionar, fotografiar y detectar el estado y el modo de las defensas alemanas. En cumplimiento de esa misión, Antoine de Saint-Exupéry desapareció.
Durante décadas fue un misterio qué ocurrió con él. Esa muerte fue terreno fértil para todo tipo de suposiciones y teorías. Algunos elementos abonaban el enigma: no se había recibido comunicación de radio, la nave desapareció súbitamente del radar y nunca se habían encontrado restos del avión ni en el agua ni en tierra.
En la Segunda Guerra Mundial deben haber existido cientos de casos como estos. Fue un festival macabro de muerte y soldados desconocidos, de anónimos masacrados. Pero la estela de Saint-Exupéry ameritaba que el misterio siguiera alimentándose. Y con las especulaciones más diversas.
Algunos sostenían que el piloto se desvaneció al comando del avión por la falta de oxígeno y que eso produjo el final. De esa teoría se aferró Hugo Pratt para imaginar los instantes finales de Saint-Exupéry en el que fue su comic final: Saint-Exupéry, el último vuelo. Pratt hace que en esos minutos el aviador haga un repaso de su vida y hasta dialogue con El Principito. Otros han afirmado que averiado por un ataque alemán, el francés realizó un aterrizaje de emergencia y fue apresado y muerto en tierra por soldados nazis. La tercera teoría, la que más adeptos tuvo con el correr de los años, indicaba que, divisado mientras cumplía con sus tareas de inspección, el avión de Saint-Exupéry fue derribado por un piloto enemigo y se precipitó en el mar. Hasta hubo quienes dijeron que se había suicidado y que voluntariamente impactó el Lightning P38 contra el mar.
En 1998 en la red de un pescador francés, entre salmones y otras especies, se empezó a desentrañar el enigma. Entre los pescados, el hombre divisó algo que brillaba tenuemente. Al acercarse vio que entre restos marinos, había una pieza de metal. Se ilusionó. Deseó que fuera oro. Al limpiarla descubrió que era una pequeña pulsera. Allí estaba inscripto el nombre de su antiguo dueño: Antoine de Saint-Exupéry. Para que no quedaran dudas también estaba el nombre de su esposa, la mujer de a que se enamoró en Argentina mientras instalaba el sistema de Aeropostale en el país, la salvadoreña Consuelo Suncín. La inscripción se completaba con los datos de su casa editorial en Nueva York (Reynal and Hitchcock inc. 3864thave. NY City USA), la que publicó por primera vez El Principito.
Ese hallazgo provocó una pequeña conmoción. Por un lado era una prueba contundente de que el final del escritor francés se encontró en el mar; por el otro cambiaba el sitio de búsqueda de rastros de la aeronave. Durante casi medio siglo se lo había buscado en la zona de Niza y sus alrededores. Esta pequeña cadena redirigía la búsqueda hacia Marsella y Toulon.
De inmediato hubo quienes que se pusieron a rastrear obsesivamente la zona. La pesquisa tuvo éxito en el 2004. Al este de la Isla de Riou, en la zona de Toulon, se logró extraer del fondo del mar parte de los restos de un avión.
Fue un trabajo de más de tres años. A principios del nuevo siglo un submarino había avistado los restos. La fe y la intuición de uno de los que intentaban descubrir qué había sucedido con el autor de El Principito hicieron el resto. La pieza traía un número de serie que hacía que la perseverancia hubiera valido la pena. Luego de 60 años de especulaciones había llegado el tiempo de las certezas. Una limpieza profunda permitió descubrir, grabado en una de las piezas rescatadas, un número de serie: 2734. El número pertenecía a la matrícula militar del avión de Saint-Exupéry.
Ese descubrimiento no bastó. Si bien se sabía el último destino del avión todavía faltaba descubrir las motivaciones de la precipitación de la nave en el agua. Se encontraron otras partes del avión. Ninguna presentaba orificios producidos por balas. Sin embargo una buena parte del fuselaje permanece inhallable por lo que no se debe descartar que haya habido impactos.
Los obsesionados con Saint-Exupéry son legión. Uno de ellos habló telefónica o personalmente con más de mil pilotos de la Luftwaffe, la fuerza aérea alemana en la Segunda Guerra. Los llamados ya los hacía protocolarmente, preguntaba por obligación, dominado por su obsesión, pero casi no escuchaba las respuestas. Había perdido las esperanzas. Hasta que en el 2008, la voz resquebrajada de un hombre 86 años lo sacudió.
Ese hombre, Horst Rippert, le dijo que desde los últimos descubrimientos, estaba en condiciones de afirmar que él había sido quien derribó el avión de Saint- Exupéry. Que esa mañana de julio de 1944 sobrevolaba los cielos de Toulon protegiendo a las tropas alemanas que se encontraban en tierra. Y que de pronto divisó por sobre su cabeza un Lightning P38. "Él volaba 3.000 metros más alto que yo, estaba efectuando una misión de reconocimiento. Vi sus insignias tricolores y maniobré para instalarme a su cola y derribarlo", dijo Rippert.
El alemán tenía veinte años en ese entonces. Cuando fue ubicado por el periodista francés también aclaró que no podía asegurar que ese piloto que él había derribado fuera el escritor francés. Que no pudo ver ni distinguir quién piloteaba el avión entre el casco y las antiparras y la distancia que los separaba: eso es imposible en pleno vuelo. Pero que podía asegurar que esa mañana el había dado en el blanco y había derribado un Lightning P38. Ese fue uno de los 28 derribos de Rippert en la guerra.
El piloto en sus declaraciones de esos años oscilaba entre el orgullo profesional y el dolor por haber sido causante de la desaparición de un escritor al que admiraba ya en ese entonces. Como aviador, los libros de Saint-Exupéry habían sido lectura casi obligatoria para él.
La aparición de Rippert a pesar de su contundencia no resuelve el misterio ni despeja todas las dudas. Rippert contó con la ventaja de la longevidad, cuando dio su versión ya casi nadie de los que podían desmentirlo estaba vivo.
Sin embargo un investigador dio en un archivo con unos papeles que brindan otra versión que colisiona con los dichos de Rippert. El informe de otro joven piloto alemán de 20 años que cuenta que él también derribó un avión similar ese 31 de julio. Robert Heichele, que días después fue abatido en otra batalla, narró en ese informe oficial y en una carta a un amigo que él con su caza Landser hizo precipitar al mar el avión de observación que sobrevolaba Toulon. Ninguno de estos testimonios o documentos son contundentes para determinar quién fue el causante de la muerte del escritor francés.
Antoine de Saint-Exupéry, a 75 años de su muerte, perdura a través de su obra. Así es la vida de los escritores. Una existencia que se prolonga mucho más que la de su permanencia en la tierra (o en los cielos en este caso). Su espíritu aventurero, su vocación por luchar contra la injusticia lo llevó a batallar en lugar de disfrutar los frutos de su éxito y del reconocimiento mundial. No fue elección. Era una pulsión, una fuerza incontrolable contra la que no podía pelear, a la que debía seguir.
En su biografía están sus libros, los primeros vuelos, la pasión por volar, el viaje a la Argentina, su casamiento con Consuelo, el accidente en el Sahara que le provocó fracturas varias y en el que casi muere de sed e inanición, su posicionamiento durante la Segunda Guerra Mundial, su insistencia por participar activamente, por no ser un espectador, y su muerte.
Esa muerte que en los últimos años se fue despejando, fue encontrando algunas precisiones pero que a la que siempre rodeará el misterio. Y, quizá, no esté mal que así sea.
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