Ernest Hemingway es la Caverna. A lo largo de su carrera, el autor estadounidense construyó una imagen platónica a partir de su obra de profundo corte autobiográfico y erigió un ideal estético que perdura. Fue un tipo duro, irascible, valiente. Un hombre que no dudaba en dar puñetazos si era molestado, en disparar un arma -así su final- y que, cuando el peligro acuciaba, era el primero en dar un paso al frente. Pero no todo esto es verdad. O, por lo menos, no tanto.
Por supuesto, su vida y sus intereses ayudaron a crear esa percepción. Participó de tres guerras -una como soldado, dos como periodista-, fue espía y, alrededor de estas experiencias, edificó personajes fuertes que, si bien revelan sus libros una sensibilidad por el amor romántico, nunca renuncian a su rol de seductor serial, de conquistador, del macho que todo lo puede. Además, su aficiones también solventaron esta idea, a partir de actividades que fueron, por mucho tiempo, asociadas exclusivamente a lo viril, como el boxeo, la caza, la pesca y hasta su pasión por las corridas de toros.
El Premio Pulitzer (1953) y el Nobel (1954) son la Caverna. Un hombre que detestaba socializar en sus momentos creativos, pero que no dudaba en sentarse por horas -vaso de alcohol en mano- a relatar historias, sus historias, donde fortificaba aún más los cimientos de aquello que luego podía corresponderse en letras de molde. Hemingway construyó como nadie toda una mitología sobre sí mismo. Fue un gran fabulador y quizá, por esa gimnasia constante, uno de los grandes escritores de la historia.
Nació el 21 de julio de 1899 en un suburbio de Chicago hace 120 años. Durante su niñez, los lagos del norte de Michigan se convirtieron en su salón de juegos y fueron la semilla de esa pasión por la aventura al aire libre: allí aprendió a cazar, pescar y acampar en los bosques en compañía de su padre.
De su madre heredó a la fuerza su acercamiento a la música. Ella lo obligó a tocar el violonchelo, razón por la que le declaró su odio durante una entrevista, aunque también admitió que esa experiencia fue esencial para utilizar la técnica de contrapunto en su clásico Por quién doblan las campanas (1940), inspirada en su participación en la guerra civil española como corresponsal.
Antes de ser escritor, fue periodista. Durante sus estudios trabajó en el periódico escolar y tras terminarlos se unió al Kansas City Star, donde de su libro de estilo aprendió la quintaesencia de la personalidad de su prosa que lo convertiría en el más moderno de todos los modernistas: "Utilice frases cortas. Utilice primeros párrafos cortos. Use un lenguaje vigoroso. Sea positivo, no negativo".
En una carta a Horace Liveright, editor de En nuestro tiempo, escribe: "Mi libro será alabado por los intelectuales y puede ser leído por los ignorantes. No hay nada escrito en él que alguien con una educación secundaria no pueda leer". Estos cuentos publicados en 1925, en palabras de Harold Bloom, "son obras maestras fáciles de parodiar e inmunes al olvido" y en las de Ricardo Piglia, allí el autor "lleva al límite su técnica".
Con respecto al estilo, en otra misiva, escribió: "Estoy intentando en todas mis historias transmitir la sensación de la vida real, no solo representar la vida, o criticarla, sino en realidad hacerla viva".
Su vida fue tan rica en anécdotas que se ha escrito más sobre él que lo que él mismo produjo; incluso se han publicado varias recopilaciones epistolares -la mayoría solo en inglés- que denotan cuáles eran sus obsesiones, sus temores y por ende sus prejuicios. Del sinfín de biografías hay una que va contracorriente, Everybody Behaves Badly, de Lesley Blume, que a diferencia del resto, no mira al autor desde su mitología, sino que indaga en sus historias más humanas, menos edulcoradas. Aunque seguro no será la última, ya que todavía existen más de mil manuscritos por ser investigados, piezas que dejó en su casa-museo de Finca Vigía en Cuba, cuando abandonó la isla tras los avances del gobierno castrista para nacionalizar las propiedades y empresas estadounidenses en el país.
De este libro se destacan algunos detalles que revelan esta fricción entre el mito y la realidad, sobre todo en comparación con su autobiografía, publicada de manera póstuma, París era una fiesta (1964). En su texto, Hemingway recrea su pobreza parisina con un dejo de sentimentalismo sacro, de pureza, con frases como "El hambre es una buena disciplina y se aprende de ella", y no dice, jamás, que en aquella época sobrevivía gracias a un fideicomiso de su primera mujer, Hadley Richardson.
En aquellos míticos años 20, el autor de El viejo y el mar comenzó una relación con los autores Gertrude Stein, James Joyce y Ezra Pound. Y fue la propia Stein, la madre del modernismo literario, quien lo cobijó y le pidió a sus nuevos amigos que ayudaran al "joven escritor por los peldaños de una carrera". En Fiesta (1926) , Hemingway puso en boca de Stein la famosa frase que identificaría a todos aquellos autores, "la generación perdida", que también incluyó, más por cuestiones temporales, a otras grandes plumas como John Dos Passos, Erskine Caldwell, William Faulkner, John Steinbeck, Sherwood Anderson y Francis Scott Fitzgerald.
En una biografía autorizada, Mary V. Dearborn sostuvo que su figura generó "afecto, admiración y atención" y que sus primeros textos expusieron su talento literario, al poseer un estilo discreto, desprovisto de eufemismo y piedad. "En la ciudad dorada en un momento dorado, aparecería un joven dorado".
La relación con Anderson no terminó bien. Una historia, jamás contada por Hem, relata una faceta un tanto traicionera. A Sherwood Anderson, quien había sido responsable de presentarlo ante Stein y Pound, dos autores ya consagrados, mediante una carta, le pagó el favor con una obra con mucha malicia, como fue Aguas primaverales (1926), de la misma manera que lo haría muchas décadas después Truman Capote con su Música para camaleones, en el que se mofa de parte de la élite estadounidense. En este caso, Hemingway se burla del mundo de los escritores a través de una parodia de La risa negra, una obra que Anderson, considerado el maestro de la técnica del relato corto, había publicado solo un año antes.
Everybody Behaves badly revela cómo fue consumiendo todo lo posible de estos autores vanguardistas para abandonarlos cuando su sed se satisfacía. El libro, entre otras historias, asegura que tras su participación en la Gran Guerra -dos meses manejando ambulancias y recibe la baja al ser herido en Italia- regresa a Michigan para interpretar al rol "veterano profesional" en diferentes entrevistas y que hizo algo muy similar antes de llegar a París (estaba construyendo mitos sobre sí mismo antes de bajarse del barco) y que esas falsedades terminaron ingresando en su obra. Dearborn asegura que Hemingway comenzó a traicionarse a sí mismo, en lo relativo a la exactitud de los datos, tanto en su labor periodística como en su obra literaria, intenta -de manera constante- sobre-demostrar la autenticidad de sus afirmaciones. "Cuando se usa la palabra 'verdaderamente' tantas veces, la autenticidad realmente se pierde", escribió.
Esta afirmación, tendenciosa al menos, puede verse en otros comportamientos, como el que tuvo con su tercera esposa, Martha Gellhorn, escritora y una de las corresponsales de guerra más importantes del siglo XX. Antes del desenlace de la Segunda Guerra, Gellhorn lo había abandonado y a partir de allí comenzó a tener problemas para encontrar un medio que quisiera pagar sus gastos y publicar sus artículos.
Si bien existen especulaciones serias de que el propio Hemingway se encargó de difamarla en base a celos y algo de envidia -"¿Eres corresponsal de guerra o esposa en mi cama?", le escribió en una carta-, Gellhorn se arregló por su cuenta para llegar a Normandía, en el famoso Día D. Ella escribió una de las mejores crónicas jamás realizadas en un campo de batalla, él hizo otra gran pieza, pero observando todo desde la distancia, desde una lancha, aunque él haya afirmado otra cosa. Así por lo menos lo asegura el biógrafo Kenneth Lynn.
Por supuesto, una sola historia no borra toda una vida de estar en el frente de batalla. Además, de su trabajo en la guerra civil española, el autor de Las nieves del Kilimanjaro también cubrió para el Toronto Star el conflicto bélico greco-turco. También cubrió la liberación de París de la IIGM y tras regresar a su país recibió la Estrella de Bronce por su valentía y valor tras encontrarse "bajo fuego en las zonas de combate con el fin de obtener una imagen precisa de las condiciones".
Con la publicación post mortem (1986) de El jardín del Edén, la crítica literaria encontró por primera vez un contrapunto con respecto a su idealización de la estética masculina. La novela, a grandes rasgos, trata de cómo un matrimonio se enamora de una mujer y para poder relacionarse, el hombre acepta teñirse el pelo y convertirse en un andrógino de movimientos afeminados.
Su biógrafo, James Mellow, escribió que allí aparecen por primera vez de manera clara "las ideas de la transferencia sexual", las ideas de cambios de roles. Ideas que vendrían desde su infancia y a partir de la figura materna, quien solía vestirlo igual que a su hermana mayor, Marcelline. En un álbum familiar, asegura, una foto de un Ernest de dos años tenía una leyenda debajo que rezaba "chica de verano".
El crítico literario James Tuttleton sostuvo en The New Criterion tras la publicación de la novela: "El novelista sexualmente pasivo y las perversidades sexuales en El jardín del Edén parecen haber destruido los últimos vestigios del mito de Hemingway como el Hombre sobre los Hombres, el soldado estoico, el boxeador viril, el macho cazador y amante de las mujeres por excelencia".
Lynn, un biógrafo contemporáneo, sostuvo en su libro de 1995, Hemingway, que las referencias a la flexibilidad de género pueden apreciarse de manera sutil en otras obras, como las fantasías transexuales y el incesto, y también apunta a su madre, Grace, a quien denomina "la reina oscura del mundo de Hemingway".
Quien sí fue más allá fue su hijo menor, Gregory, quien a los 63 años se cambió de sexo y murió llamándose Gloria en una cárcel para mujeres en Florida. De acuerdo a la biógrafa Dearborn, Hemingway le habría dicho "Tú y yo venimos de una extraña tribu".
Ernest Hemingway, autor de obras clásicas e indispensables, sigue siendo material de estudio a 120 años de su nacimiento y a 58 de su muerte. Una muerte que llegó, como había sucedido ya con otros familiares, su padre entre ellos, con un arma en la cabeza.
Sus últimos años no fueron sencillos. Arrastraba cinco lesiones cerebrales, décadas de alcoholismo y una depresión profunda mediada por drogas, hospitales, y tratamientos de electroshock. El gran autor terminó como un personaje de su obra, tomó su Chekhovian, y gatilló. Es lo que habría hecho un macho.
Es lo que quería que se recordara.
SIGA LEYENDO
El otro Hemingway: del llanto por su gato al amor prohibido con una joven 30 años menor
Tres semanas de ron y violencia: el tesoro que solo Hemingway podía proteger