Costa-Gavras: el francotirador justiciero del cine que enfrentó a los totalitarismos

En épocas en que el cine se centra más en efectos especiales, un repaso por la obra imprescindible del director franco-griego que no perdonó a los dictadores de ningún signo y se animó a sentar en el banquillo a los peores de la historia

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Costa-Gavras en el Festival de
Costa-Gavras en el Festival de Cannes de 2017 (James Mccauley /Variety/Shutterstock)

¡Chac! ¡Chac! ¡Chac! (repetición ad infinitum). En la platea, asombro. De esos que hacen sentarse en el borde de la butaca. Los disparos de la cámara fotográfica parecían mortales disparos de repetición lanzados por un reportero gráfico. Pero la explicación era bastante simple. Corría 1969, la cámara era una Nikon con motor, prodigio aún no conocido en estas pampas… Pero el film, al avanzar, redoblaría la sorpresa y la complicidad con la historia. Desde su título-incógnita, Z, hasta el nombre de su director, Costa-Gavras, de quién sólo los críticos y los acólitos de los cineclubs conocían su talla a partir de sus dos primeros títulos: Los rieles de la muerte, 1965, con Simone Signoret e Yves Montand –dos gigantes–, y Un hombre de más, 1967.

Pero Z era la impactante entrada al mundo de Konstantinos Gavras, nacido en Atenas (1933), hijo adoptivo de París y ciudadano francés. Es la reconstrucción del asesinato de un líder izquierdista a manos de la policía, y el intento de atribuirlo a un accidente. Nada nuevo bajo el sol. Pero Costa-Gavras convierte la historia en una obra maestra. Eléctrica, sin dar respiro, directa, valiente, tiene valor de alegato sin renunciar a la estética. Y así le fue: Premio del Jurado en el Festival de Cannes, y Óscars a mejor película extranjera y a mejor montaje: una de las armas más contundentes del recién venido director.

Está basada sobre un libro de Vassilis Vassilikos, y Costa-Gavras escribió el guión con Jorge Semprún (1923-2011), español talentoso si los hubo, además de político.

Todo listo… menos el dinero. Que consiguen en Argelia. Los protagonistas, Jean-Louis Trintignant e Yves Montand, aceptan trabajar por monedas: un signo de respeto y militancia por la verdad.

Como tantos, el trío –director y actores– están cautivados por el comunismo. Y al menos en la superficie, hay razones: un año antes París fue conmovido por la rebelión estudiantil, las volcánicas inscripciones en las paredes y las batallas campales con la policía. Ese Mayo del 68 del que no quedarían rastros, salvo unas pocas líneas en las enciclopedias…

Y por si poco fuera, Costa-Gavras y su troupe filman en Argelia, colonia francesa azotada por los paracaidistas franceses guiados por el general Jacques Massu. Una negra sinfonía de presos de la resistencia anticolonial torturados y muertos, y bombas plásticas como respuesta. Lucha desigual. En uno de los choques mueren quinientos guerrilleros argelinos… y seis paracaidistas. Un director italiano, Gillo Pontecorvo, reflejó esa gesta en un capolavoro todavía vigente: La batalla de Argel. Imperdible…

Por fin, Costa-Gavras se afilió al Partido Comunista. Pero sin vendas en los ojos. Entre 1965 y 2012 rodó veinte films, pero su escudo de armas se reduce a cinco que justifican toda su carrera y, sobre todo, su estilo: mezcla de épica, suspenso, vértigo. Una cámara sin tiempos muertos…

El director de origen griego
El director de origen griego desarrolló una filmografía valiente (Anastasselis/Shutterstock)

Después de Z llega La confesión: un documento sin filtro que denuncia las torturas y los asesinatos en masa de Joseph Stalin y las purgas en la Checoslovaquia comunista de los años 50. Una barra de hierro en el aceitado, secreto y sin fisuras plan de exterminio del padrecito. Los rojos ortodoxos no lo perdonan. Pero no le importa: es un hombre libre. Un humanista…

Por eso llega una contracara: Estado de sitio (1973, Yves Montand y Renato Salvatori). Su tesis: la complicidad de la CIA con la dictadura militar del Uruguay y el asesinato del agente del FBI Dan Mitrione a manos de los Tupamaros: drama que se extiende desde ese año hasta 1985…

Dos años más tarde, Sección Especial (Michael Lonsdale y Louis Seigner), otro documento sin paños tibios: el vergonzoso colaboracionismo francés del gobierno de Vichy, a cargo del traidor mariscal Philippe Pétain, que olvidó su heroísmo en la batalla de Verdún, Primera Gran Guerra, 1916, y se arrodilló ante la invasión de Hitler contra su patria.

Costa-Gavras no reaparece hasta 1981, pero con otro film estremecedor: Desaparecido (Jack Lemmon y Sissy Spacek). La desesperada investigación de un padre norteamericano sobre la ausencia de su hijo Charles Horman en Chile apenas empezada la barbarie desatada por el dictador Augusto Pinochet. Otra para seguir con el cuerpo y el alma en vilo… Por cierto, Palma de Oro y Premio a Jack Lemmon por mejor interpretación. Luego, Óscar a mejor guión adaptado.

Costa Gavras  (Alain Benainous/Shutterstock)
Costa Gavras  (Alain Benainous/Shutterstock)

Los años no lo acallaron. Sendero de traición apunta contra el racismo norteamericano en el sur. La caja de música trata los crímenes en la Segunda Gran Guerra (Oso de Oro, Festival de Berlín) Hanna K., el conflicto palestino-israelí. Edén al oeste, sobre la inmigración ilegal. El Capital, alegato contra los banqueros. Amén: las buenas relaciones entre el Vaticano y Hitler. Y unos pocos etcéteras más…

Hoy, un tiempo en que la crítica social y política es escasa –o nula–, y olvidada entre los estruendos de los efectos especiales, las aventuras intergalácticas y los cuentos de hadas, este griego-francés merece la tarea de buscar y rebuscar en los sitios y cuevas ad hoc algo de su cine.

Ese cine que empezó con el ¡chac! ¡chac! ¡chac! de una cámara fotográfica novedosa, y se convirtió en el Tribunal Supremo de un director que sentó en el banquillo a los peores de la historia. Y fue justicia.

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