En mayo de 1810, mientras en la todavía aldeana Santa María de los Buenos Ayres el escaso pueblo quería "saber de qué se trata" en el Cabildo, y la Revolución daba el primer paso hacia la independencia, un adolescente (16 años) vagaba por el puerto de Nueva York tratando de ganarse unos centavos. Nombre: Cornelius Vanderbilt.
Cuarto de los nueve hijos de Cornelius y de Phebe Hand, granjeros casi en la ruina que recalaron en Port Richmond, Staten Island, cuando la tierra les falló. Mal destino que arrancó en 1650, cuando la isla era todavía Nueva Ámsterdam y llegó allí otro granjero: Jan Aerston, holandés de la villa De Bilt, Utrecht, que apenas logró un trabajo como sirviente de ínfima categoría. La villa y el "van" (que significa "de") deformaron el nombre, y en los registros de inmigrantes quedó, para siempre, "Vanderbilt". Y el joven Cornelius empezó a escribir otra historia…
El inútil de la familia
Su madre, Phebe, nunca creyó en él. Sin estudios y más vagabundo que empeñoso, parecía repetir, una vez más, el fracaso de sus ancestros. "Solo le importa pasar largas horas mirando el río", escribió ella en una carta. Pero esa fascinación casi hipnótica por el río Hudson le sugirió una solución práctica… que sería mágica. Le compró, con sacrificio, una barcaza abandonada, y Cornelius empezó a llevar pasajeros –casi todos trabajadores– desde Staten Island hasta Manhattan, y de vuelta, por medio dólar.
Como los gondoleros de Venecia y los boteros de la Boca, pero con distinta suerte. Con toda la suerte, la imaginación y la ambición del mundo.
El comodoro Vanderbilt
La barcaza fue el toque de Midas. Fatigó el río (verbo predilecto de Borges), compró una segunda barcaza, y en pocos años, fue dueño de un servicio de transbordadores.
Los pasajeros empezaron a llamarlo "el Comodoro", título falso que lo acompañó hasta el fin de sus días: el 4 de enero de 1877, a los 82 años.
Cuando las barcazas fueron empresa, las vendió a buen precio y se instaló, como capitán, en un barco de vapor: flamante tecnología que creó James Watt con una cucharita puesta sobre el pico de una pava con agua hirviente.
A ese barco sucedió otro, y otro más, y en 1829, cuando la Corte Suprema guillotinó el monopolio de Robert Fulton y Robert Livingston sobre el río, Cornelius, que cobraba mejores precios, odiaba al Estado ("la encarnación del Mal", decía) y su única religión era la libre competencia, ganó su primer millón. Piedra libre para el centenar de barcos de enormes ruedas que comandaba en 1840, a sus 46 años.
La hora de las ruedas
El 19 de diciembre de 1813, a los 19 años, el Comodoro, que abandonó la escuela a los 11, se casó con su prima y vecina Sophia Johnson (1795-1868), que le dio trece hijos. De ellos, doce llegaron a adultos, y vivieron repartidos entre las cinco mansiones que Cornelius levantó en la luego mítica Quinta Avenida, cuando era casi un páramo…
Por entonces, la high society de Manhattan lo despreciaba. No solo por su incultura: también por sus toscos modales, que jamás abandonó y que defendía con un lema: "Si me hubiera educado en la escuela, no habría tenido tiempo para aprender nada más".
Dejó el negocio de los barcos, que ya marchaba solo bajo su nombre, y apuntó su mirada de halcón hacia otro colosal negocio: el ferrocarril, que avanzaba, entre mil avatares, desde el Este hasta el Lejano Oeste, y con destino final California.
Creó la Accessory Transit Company, dirigió la línea Long Island (Boston-Nueva York), y llegó a controlar, como absoluto amo y señor, dieciséis líneas de vías. Una fortuna colosal, y la primera y monstruosa fortuna no solo de Nueva York: de todo el inmenso Estados Unidos.
A su muerte era dueño de 100 millones de dólares. Hoy, bolsa comparada con las arcas de Bill Gates o de Warren Buffett, cambio chico. Pero hace casi un siglo y medio, cuando un obrero ganaba –con suerte- 10 dólares por semana, una cifra casi inimaginable…
Modales versus dólares
Era, en los negocios, implacable: "un elefante aplastando hormigas", como lo definió uno de sus biógrafos. Hizo más enemigos que amigos. La buena (o "buena", según) sociedad neoyorkina lo tenía por "un hombre vulgar, mezquino hasta con su familia, y miserable en el más amplio sentido de la palabra". Pero, como poderoso caballero es Don Dinero, según Francisco de Quevedo y Villegas, acaso el más grande escritor del Siglo de Oro español, todos se rendían a sus pies, y era el invitado de honor a sus babilónicas fiestas.
Con una excepción: la vizcondesa Nancy Witcher Langhorne Astor (Lady Astor), la más refinada de las damas Made in USA de su tiempo, lo borró eternamente de su lista, porque, decía: "Pese a su fortuna, es tosco, ignorante, se viste mal, come peor, y no es digno de mi mesa".
El final de un Tycoon
Sorteó la muerte –paradoja– en un accidente de sus propios y, en kilómetros, infinitos ferrocarriles. El 11 de noviembre de 1833, viajando como pasajero en un tren de la Camdem & Amboy, una de sus compañías, la formación descarriló en New Jersey, y el Comodoro terminó con un pulmón perforado y varias costillas rotas…
Cumplidos sus 82 años, se apagó lentamente, pero alcanzó a dictar su testamento: desheredó a todos sus hijos, excepto a William –"el único capaz de continuar mi imperio"– que se adueñó del 95 por ciento del total. En cuanto al resto (su segunda mujer, Miss Crawford, y sus ocho hijas, únicas sobrevivientes de los trece hermanos), apenas recibieron medio millón per cápita. A duras penas aceptó fundar y financiar la Universidad Vanderbilt…
Sus huesos yacen en el cementerio Moravian, en Staten Island: su cuna. Cuatro de sus hijas impugnaron el testamento alegando que estaba loco, pero fracasaron en el intento.
Los otros Vanderbilt
Los de su sangre, hijos y nietos del primer gran zar de los negocios norteamericanos y el primer hipermillonario de Nueva York, inventor incluso de las papas fritas congeladas (believe it or not), se dispersaron, y como suele ocurrir, la inmensa fortuna se atomizó hasta ser historia, abriéndole paso a los Rockefeller y los que siguieron la gran carrera del dinero.
De ellos, solo dos Vanderbilt fueron famosos. Gertrud (1875-1942), bisnieta de Cornelius, brillante escultora (alumna de Rodin…), gran figura de la bohemia parisina, tapa de Vogue, reina del Greenwich Village de la Gran Manzana, mecenas de músicos jóvenes, creadora del Whitney Museum de NY, y autora, entre nueve esculturas célebres, de la mayor: el Monumento a la Fe Descubridora, dedicada a Colón, en la española Huelva, que la honró bautizando con su nombre una avenida, y Gloria, la más famosa de las herederas del apellido, nacida en 1924.
Muy lejos de barcos, ferrocarriles y papas fritas, se forjó como diseñadora bajo el lema "hasta la prenda más modesta debe tener su toque de glamour". En esa línea fue precursora de los blue jeans de diseño –hoy, prendas de alta gama– y de relojes, sábanas, manteles y exclusivos accesorios firmados G.V.: el último aliento de la colosal fortuna urdida por el barquero de Staten Island…
Pero de vida nada fácil. Se casó cuatro veces: la segunda, con el célebre director de orquesta Leopold Stokowski, cuarenta años mayor que ella, y la tercera, con el genial director de cine Sidney Lumet. Su padre, Reginald Claypole Vanderbilt, hijo de Cornelius II (1843-1899), diplomático por título pero vividor y libertino por vida real, y alcohólico por añadidura, quemó en menos que canta un gallo su herencia de 25 millones de papel verde cuando Gloria tenía apenas un año y medio, y dejó deudas que obligaron a vender una mansión en la Quinta Avenida, un castillo en Newport, cuadros, muebles, y hasta el cochecito de bebé de su hija, rematado… ¡por un dólar y medio!
Un hijo de ella, Anthony, se suicidó a los 23 años: salto mortal desde el piso 14 de su departamento de Manhattan.
Una de las de huellas de Gloria quedó impresa en el inmortal libro de Truman Capote Plegarias atendidas: ella, la princesa Radziwill y alguna de las Kennedy se encontraban –hábito irrenunciable- en el restaurante La Côte Basque (60 West, 55 Street, NY, versión USA de la casa madre de Bayona, Francia). Se atiborraban de martinis más dry que el desierto de Arizona, despellejaban con sus chismes a media sociedad neoyorkina, y remataban esos interminables almuerzos con uno de los mayores manjares del planeta: el soufflé Radziwill, coronado por yemas crudas "que parecían largos ríos dorados", según Capote.
Aquellos insidiosos cotilleos que le costaron al autor de A sangre fría, su obra maestra, el desprecio y el exilio social de la high que antes lo había amado. Pero esa es otra historia…
En todo caso, apenas un eco moribundo de la vida, la gloria y el ocaso de Cornelius Vanderbilt, el falso Comodoro que desde una barcaza casi derruida construyó el mayor imperio de su tiempo…, aunque Lady Astor no lo dejara sentarse a su mesa.
(Post scriptum: Gloria Vanderbilt murió hace pocos días: el 17 de junio, en Manhattan. El fin lo anunció su hijo, el famoso periodista de la CNN Anderson Cooper: "Mi madre se fue rodeada por su familia, [murió] de un cáncer de estómago. Fue una mujer extraordinaria, que amó la vida y la vivió según sus propios términos".)
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