Por Esteban Ali-Brouchoud *
Desde que comenzaron a circular las primeras imágenes en las que se pudo ver el fuego envolviendo los tejados de roble de la catedral de Notre Dame de París, los universos-burbuja de las redes estallaron en una polémica (que, como siempre, fue mucho más encarnizada de lo necesario) alrededor de la economía de la atención occidental.
Con esto me refiero a la atención privilegiada que reciben algunas tragedias por sobre otras a los ojos de los medios, y la repercusión que tienen consiguientemente en las redes sociales. Que en Occidente existe una educación sentimental que nos lleva a voltear la cabeza antes frente a la tragedia en Occidente que frente a tragedias en las partes del mundo que aún no han sido catalogadas simpáticamente como occidentales es hasta cierto punto innegable pero también es lógico. Como leí por ahí, ¿por qué íbamos a amar lo que no conocemos?
Esto haría parecer que el problema de quienes se encuentran del "lado Notre Dame" de la polémica parte exclusivamente de una aludida ignorancia, o peor, de un deseo de privilegiar una catástrofe por sobre otras. Algo como un "A quién le importa Siria, ¡se incendia Notre Dame!"
En verdad, la versión inversa de esta sentencia fue la que inundó las redes, y no solo en Argentina, fue un fenómeno mundial.
Pareciera que se puede catalogar la magnitud de las pérdidas culturales en base al "karma" social que se les adjudica a sus culturas. Con ese criterio, y prestando atención a la Historia, habría que arrasar el Machu Picchu y casi cualquier otra cultura material de la faz de la Tierra, o por lo menos, dejarla abandonada a su suerte.
Esta extraña divisoria de aguas también nos lleva a preguntarnos si realmente existe este Occidente imaginario que parece partir al mundo en dos.
Durante la guerra de Irak (y en el período de caos que la precedió) fueron destruidos o robados de los museos de Bagdad decenas de miles de artefactos de enorme valor cultural, algunos por la población local y otros vendidos al menudeo en las bases militares norteamericanas, sin que se tomaran precauciones efectivas para salvaguardar el inmenso patrimonio iraquí. Lo mismo puede decirse de muchos otros conflictos bélicos en la historia reciente.
Ya no en el terreno de la negligencia sino de la hostilidad activa, en 2015 militantes de ISIS arrasaron brutalmente la antigua ciudad siria de Palmira (y entre muchas otras matanzas, secuestraron y asesinaron a Khaled al-Asaad, un arqueólogo sirio que había dedicado su vida a la ciudad).
Al igual que cualquier tragedia de estas proporciones, fueron hechos terribles y lamentables. La enorme pérdida de vidas humanas de estos eventos sumada a la destrucción de todo lo conocido -es decir, de todo lo que necesitamos como humanos para relacionarnos con el mundo, que es mucho más que solo herramientas, un techo y comida- presenta panoramas psicológica y físicamente devastadores.
Ya se trate de un incendio en la catedral cuasi milenaria de Notre-Dame de París o de una ráfaga de artillería que cae sobre una bella ciudad en la que habitaron nuestros antepasados del Levante, la tristeza que nos envuelve ante las imágenes de destrucción es difícil de procesar (o incluso, saber a ciencia cierta de dónde viene).
Qué lugares representan qué para quiénes no es demasiado importante, si lo que representan acaba siendo algo de lo que cada uno se apropia. Creer que el sentido de la arquitectura (o de cualquier arte material) es unívoco y de fácil lectura es una falacia que apenas se sostiene. La prueba es que incluso el Palacio de Invierno – el símbolo más estridente del poder del zar- fue reabierto como museo durante el comunismo (y a pesar del saqueo masivo durante la toma, que las autoridades soviéticas intentaron negar).
Durante la Revolución Francesa, Notre-Dame también sufrió lo suyo, pero tampoco fue destruida: se optó por dedicarla a las "divinidades de la razón", y luego fue utilizada como almacén de alimentos.
La cultura material (al igual que la inmaterial) se resignifica, sí. Todo el tiempo, y de formas completamente impredecibles, y el efecto es que catedrales, pirámides, obeliscos, parques, e incluso bosques y ríos (que acaban formando también parte de un paisaje humano) no pertenecen a nadie. Ni estados, ni corporaciones, ni dioses pueden reclamar esto como suyo.
Desde la arqueología, la disciplina que se ocupa de interpretar la cultura material, hablamos de ciclos para pensar en los distintos momentos de uso o manufactura de los objetos humanos (o que se han vuelto parte del cosmos humano). Hay una diferencia entre aquellos objetos que forman parte de la dinámica y la circulación diaria o habitual, y aquellos que han pasado a lo que llamamos el "contexto arqueológico", (una especie de separación entre el mundo de los vivos y el Averno para los objetos inanimados), pero lo cierto es que en cualquier momento cualquiera de estos artefactos olvidados puede volver a la vida, quizás con un nuevo nombre, un nuevo uso y un nuevo sentido en el cosmos de lo humano.
Como ejemplo acorde, vale mencionar que en el sitio donde está emplazada ahora la catedral de Notre-Dame hubo antes un templo romano y hasta cuatro iglesias que fueron destruidas o reformadas sucesivamente hasta el inicio de la construcción de la actual catedral en 1163, previa demolición de la catedral de Saint-Étienne.
Es obvio que la destrucción es un acto que también forma parte de la construcción (o de alguna de sus etapas, la reconstrucción incluso la requiere), y como acto creativo también puede ser apreciado, pero no necesariamente tiene que ser aceptado.
"Omnia sunt communia" ("todo es de todos") es una frase de origen eclesiástico que acaba trascendiendo su fuente y nos recuerda también que, más allá de nuestros frágiles egos que todo quieren interpretar como propio y dirigido a nosotros, hay otros usos posibles para todo, y que leer rápidamente en la tristeza del otro es tan brutal como el verdugo que baja el hacha antes de oír las palabras del acusado.
Cuando no se vive en un mundo de aplastantes dualismos es perfectamente posible lamentarse ayer por Siria, hoy por Notre Dame y mañana por los muertos de las guerras que vendrán
"Todo es de todos" también nos insta a abandonar los moralismos y la estupidez narcisista; cuando no se vive en un mundo de aplastantes dualismos es perfectamente posible lamentarse ayer por Siria, hoy por Notre Dame y mañana por los muertos de las guerras que vendrán (más cerca o más lejos, no cabe duda) sin tener ningún tipo de fractura cosmológica.
En definitiva, "tristeza não tem fim": que la moralina de la indignación deje en paz a la tristeza, que es infinita y es de todos.
Quienes creen lo contrario, recuerden que Marinetti, fundador del movimiento futurista – y un fascista hecho y derecho, de los originales – también quería quemar monumentos de toda índole. La destrucción también es un artefacto a interpretar: ¿a quién pertenece?
En todo caso, invito a la lectura por sobre todas las cosas, y esto significa que todo puede ser leído, y si es cierto que algunas lecturas son tan buenas como vacunas, entonces mejor leer con cuidado antes de reventar la ampolleta contra el suelo.
* Miembro de la Cooperativa de investigación y trabajo arqueológico Arqueoterra
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