Hace un tiempo, la colección de relatos de una escritora ya fallecida y casi olvidada, que pasó buena parte de su vida en los márgenes –fueron esos márgenes, de hecho, los que infundieron esa fuerza especial a sus páginas–, sacudió el panorama literario mundial. Era Manual para mujeres de limpieza, de Lucia Berlin (Alaska, 1936 – California, 2006), una belleza a lo Elizabeth Taylor que aparecía desde la solapa del libro mirando al sesgo, cigarrillo en mano.
Entonces yo cursaba mis últimos meses de embarazo sola (el embarazo más bien fue el único momento de mi vida donde nunca me sentí sola) y leí a lágrima viva ese relato que llamó Mijito. Me gustó de entrada. Todos nos rendimos a su obra como antes lo hicimos con la de Grace Paley, Joan Didion, Lorrie Moore, Lydia Davis. Ahora, tras la estela de ese boom crítico-comercial, llega Una noche en el paraíso.
"Mi madre escribía historias verdaderas; no necesariamente autobiográficas, pero por poco –dice Mark, el hijo mayor de Lucia, en el prólogo de esta segunda antología póstuma–. Las historias y los recuerdos de nuestra familia se han ido modelando, adornando y puliendo con el paso del tiempo, hasta el punto de que no siempre sé con certeza qué ocurrió en realidad. Lucia decía que eso no importaba: la historia es lo que cuenta".
De su extraordinaria vida extrajo Lucia el repertorio deslumbrante para sus relatos, el material que encontramos nuevamente y con mayor intensidad en este volumen que sigue de cerca, a diferencia del primero, el arco temporal de su vida. ¿Hay alguien ahí que aún no conozca su leyenda?
Escribe sobre su infancia en distintas poblaciones mineras de Idaho, Kentucky y Montana, su adolescencia glamorosa en Santiago de Chile, sus estancias en El Paso, Nueva York, México o California, las primeras paradas de una vida itinerante, con un promedio de nueve meses en cada escala, recuerda su hijo: "el hogar era siempre ella".
Escribe sobre sus matrimonios fallidos –tuvo tres y sabe Dios cuántos amantes–, sus hijos –tuvo cuatro y criarlos le costó horrores–, los distintos puestos de trabajo que desempeñó para sacarlos adelante, sola: empleada doméstica, enfermera, telefonista, profesora. Escribe sobre su escoliosis múltiple y el corsé ortopédico, y escribe acerca de su alcoholismo. El gorgoteo del bourbon en los vasos se escucha en todos sus relatos como se escucha música a todas horas, de todas partes, Miles, Coltrane, Monk, pero también mariachis lejanos, un bolero en la radio de la cocina, el silbido del afilador, albañiles cantando en un andamio o madres entonando a sus bebés Texarcabana Baby o Red River Valley. La suya es una imaginería concreta, física, intensamente palpable, no extraña que los lectores de Lucia hablen a veces de un realismo sucio tipo carveriano: experimentamos cada una de las historias no sólo con el intelecto y el corazón, sino también a través de los sentidos. "Los daiquiris estaban cargados. Fríos, fríos ¡deliciosos!".
"Vamos a ver, yo bebo. Jack Daniel es mi amigo –dice la narradora de Navidad. Texas. 1956– Pero aun así conservo el sentido del humor". Mucho se ha comentado acerca del humor desenfrenado que anima la obra de Lucia. Ejemplo: "¿Cómo es que las inglesas aristocráticas y las mujeres americanas de clase alta siempre tienen nombres como Pookie o Muffin?". En un cuento titulado Silencio, la narradora declara: "No me importa contar cosas terribles si consigo hacerlas divertidas". (Aunque algunas cosas, añade, simplemente no tienen nada de divertido.) Como en la vida misma, en medio del naufragio puede aparecer la nota cómica. En Las (ex) mujeres, pongamos por caso otra vez: "La vida está erizada de peligros", concluye Laura después de caer, borracha, en el baño.
–Es curioso que sus dos mujeres acabáramos beodas.
–Más curioso aún es que no acabáramos yonquis.
–Yo sí –dice Decca–. Durante seis meses. Me di a la bebida para salir de la heroína.
–¿La droga te hizo sentirte más cerca de él?
–No. Pero hizo que no me importara.
Es Lucia Berlin en estado puro. A escritores de este calibre a menudo se los reconoce por un diálogo o por una sola frase: "Pero hizo que no me importara". Lucia es rápida y es mordaz. Además, es sincera, y es profunda –las cosas son más, y distintas, de lo que parecen–. Las mujeres de estos relatos (todos los cuentos tienen protagonistas femeninas, Laura, Decca, Maya, Lisa, una misma protagonista en verdad, ¡Lucia!) están desorientadas, pero al mismo tiempo son fuertes, inteligentes y, sobre todo, extraordinariamente reales. Ríen, lloran, aman, beben: sobreviven. Son auténticas heroínas de la clase trabajadora. Aprenden a arreglárselas solas: sus maridos o están siempre afuera o están ensayando escalas que no acaban nunca o duermen con un antifaz de Llanero Solitario y tapones en los oídos o son adictos a la heroína. Bailan.
En el día a día, Lucia, escribe su hijo Mark, su vida era un baile, en la familia –eran la banda de los Berlin– todos aprendieron a "bailar en la playa, en los museos, en restaurantes y clubes como si fuéramos los dueños del lugar, en centros de desintoxicación y cárceles y galas de entregas de premios, con yonquis, chulos, príncipes e inocentes". Un festín de Brueghel.
¿Será por ver el mundo en su perpetuo movimiento, por capturarlo en todo su abanico de colores, que si un rasgo caracteriza su obra, como anota Stephen Emerson, es la alegría? Realmente suceden cosas en sus historias, pasan muchas cosas a la vez, nunca sabemos muy bien qué viene a continuación, nada es previsible, como en la vida real, y de golpe, zas, llegan los finales, inevitables y tan sorprendentes como sus comparaciones: "Las estudiantes la llamaban Fiat. Parecía un automóvil. Baja, recia, casi negra, con unas gafas de espejo redondas como faros" (Andado, un romance gótico), "Ella se parecía a Charles Laughton disfrazado de cowboy con el pintalabios negro de Bette Davis" (Un día brumoso), o más adelante: "Los pasos de Paul y Lisa resonaban fuertes, nostálgicos, como en un gimnasio vacío y decadente, o en una estación de tren en Montana a altas horas de la noche durante una crisis familiar".
Berlin es implacable y aun así la brutalidad de la vida queda siempre atenuada por su compasión ante la fragilidad humana, por la agudeza de esa voz narrativa, en Hijas: "Existe un vínculo entre los pacientes de diálisis, como entre los alcohólicos anónimos o los supervivientes de un terremoto. Son conscientes del indulto, se tratan unos a otros con más ternura y respeto que la gente normal".
"Hay ciertas cosas de las que la gente nunca habla", afirma en un relato titulado Polvo al polvo. "No me refiero a las cosas difíciles, como el amor, sino a las más bochornosas, como por ejemplo que los funerales a veces son divertidos o que es emocionante ver arder un edificio". Lucia habla del bochorno que somos y de las cosas difíciles también, como el amor o lo que llamamos amor (Carver, desde luego, y la Colette de Amores contrariados acuden a mi mente): "David. Habla conmigo, por favor", "Ben. ¡Quiero palabras! ¡Necesito palabras! ¡Necesito cruzar una palabra contigo!". O la condición femenina y las relaciones entre mujeres, hermanas, madres, hijas o ex mujeres. O la muerte y la detención del tiempo: "¡Espera un momento! Necesito explicar". Habla de todo sin rodeos ni palabras de más (en esa economía y en ese desapego resuenan los ecos carverianos) y su capacidad para plasmar el mundo resulta más evidente cuando su mirada abarca lo cotidiano junto a lo extraordinario, la vulgaridad y la fealdad junto a la belleza.
Una de sus narradoras ve la "terrible belleza del humo" cuando cada noche queman en la fundición; otra los cerezos en flor cuando se obliga a mirar alrededor, a salir de sí misma, de la misma ruta matutina y de los mismos horarios que siguen con su hijo de dos años, como el cartero, todos los santos día. Un/dos, un/dos. Lucia y sus mujeres, tan atrayentes, tan cercanas, ¿quién no ha vivido en carne propia cosas parecidas?, encuentran consuelo en la bebida, pero también en los árboles y en las flores, en los cerezos (Tiempo de cerezos en flor), en los aromos (Andado. Un romance gótico), en los rosales, "las plantas, los tordos alirrojos, sus amigos" (La casa de adobe con techo de paja), por no mencionar su asombro ante la presencia del mundo natural, como las estrellas fugaces bajo un cielo de Texas (A veces en verano).
Mi vida es un libro abierto. "Ven, asómate por aquí atrás, verás que bien se ve la casa. Se veía aún mejor cuando ella estaba. No tenía ni una sola cortina en todos esos ventanales". Así es como es Lucia, su corazón y sus ventanas abiertos de par en par a todo el mundo. Inventaba, desde luego. Exageraba, a menudo (cosa que no equivale a mentir). "De algún modo debe producirse una mínima alteración de la realidad –comenta– Una transformación, no una distorsión de la verdad". Al fin y al cabo, la historia es lo que cuenta y nosotros nos dejamos llevar por esa verdad. Uno no podía pensar que la conocía, dice Lydia Davis, solo por haber leído sus relatos.
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Adelanto exclusivo de "Una noche en el paraíso", el nuevo libro de cuentos de Lucía Berlin