Quiénes se enfrentan en la Primera Guerra Global y qué objetivos tienen: adelanto exclusivo de “El sueño de los mártires”, de Dardo Scavino

A continuación, la introducción del libro (que acaba de llegar a las librerías) con que este filósofo argentino obtuvo el 46º Premio Anagrama de Ensayo. El jurado que lo seleccionó estuvo compuesto por Jordi Gracia, Chus Martínez, Joan Riambau, Daniel Rico y la editora Silvia Sesé

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Por Dardo Scavino

“El sueño de los mártires”, de Dardo Scavino
“El sueño de los mártires”, de Dardo Scavino

El 10 de febrero de 2017 un dron estadounidense mató en las afueras de Mosul a un yihadista francés: Rachid Kassim. Aficionado al karate y a los mangas japoneses –hasta el punto de pasearse en kimono por las calles de su barrio–, este cantante de rap había viajado a Siria en 2015, acompañado por su esposa y su hijita de tres años, con el propósito de incorporarse a las filas del Estado Islámico de Irak y Sham. Allí conoció a algunos de los cinco mil muyahidines europeos que escribían «lol yihad» en su página de Facebook y se exhibían en selfies con sus turbantes, sus bandoleras de balas y sus fusiles M-16 para encandilar a las muchachas que les dejaban mensajes de amor como si fueran rock stars.

Kassim prefirió crear un canal de televisión privado en internet, Ansar al-Tawhid, y emprender una campaña de alistamiento de sus compatriotas franceses. Entre los trescientos veinticinco abonados de su cadena se hallaban dos adolescentes que degollaron a un cura normando en julio de 2016 y también cuatro mujeres que tramaron un atentado fallido en París algunos días más tarde. Un chico de quince años, arrestado en las inmediaciones de la Gare de Lyon cuando se disponía a atacar a los transeúntes muñido de un arma blanca, reconoció haber sido reclutado por el cantante de rap y les explicó a los investigadores que «había querido morir como un mártir después de haber matado a un montón de kufar [infieles]».

Kassim había incluido en un álbum de 2011 un tema titulado «Je suis un terroriste», con dos versos que decían: «Yo soñaba con ser médico / ahora solo aspiro a mártir», distinción religiosa que terminó obteniendo gracias a un imprevisto misil Hellfire.

No se sabe, sin embargo, si el dron que lo disparó era de tipo Reaper o Predator, e ignoramos completamente la identidad del operador que dirigió la nave a distancia. No habría que excluir que tuviera la edad de Kassim y que desde alguna sala con aire acondicionado en el desierto de Nevada, a miles de kilómetros de la ciudad de Mosul, hubiera observado los movimientos del muyahidín en la fluorescencia de una pantalla, identificado su turbante oscuro y su espesa barba sin bigotes, detectado el kaláshnikov que colgaba de su hombro, oído en los auriculares la voz del coordinador dándole el consentimiento y accionado el misil que terminó eliminando a su blanco en una explosión callada.

El 90 % de las víctimas de las operaciones con drones no pertenecen a Al-Qaeda ni al Estado Islámico de Irak y Sham

Como la CIA no se muestra muy locuaz a propósito de estos «asesinatos selectivos», ignoramos si otras personas murieron junto con el terrorista aquel día. Pero no sería raro que así fuera, porque los Hellfire no resultan tan «selectivos» como el adjetivo targeted lo anuncia: matan a cualquier individuo situado a menos de quince metros del blanco. Los partidarios de los drones invocan la reducción de las «víctimas colaterales» para legitimar esas acciones, y es cierto que fallecen muchos más civiles indefensos cuando un avión arroja una tonelada de bombas sobre una población mientras vuela a 9.000 metros de altitud para evitar las baterías antiaéreas.

Pero un informe del Pentágono revelado en el marco de los Drone Papers asegura que el 90 % de las víctimas de las operaciones con drones no pertenecen a Al-Qaeda ni al Estado Islámico de Irak y Sham. Entre 2009 y 2014 los drones estadounidenses mataron únicamente en Pakistán a 2.379 personas, de las cuales solo 84 pertenecían a la organización de Bin Laden. Los informes no nos dicen nada acerca de cuántos amigos y familiares de las 2.295 «víctimas colaterales» se alistaron a continuación en las organizaciones terroristas, pero no sería nada extraño que estas adhesiones hayan reemplazado con creces a los 84 yihadistas, desatando una nueva ola de atentados en contra de los «cruzados».

Dardo Scavino
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Aun dejando de lado cualquier evaluación moral de estos ataques, podríamos preguntarnos en qué consiste su eficacia si obtienen más conversiones al islamismo radical que los persuasivos imanes wahabitas. Basta con observar los resultados de las operaciones israelíes sobre la Franja de Gaza para comprobar que lejos de amedrentar a los terroristas potenciales, no hicieron más que multiplicarlos. Los adolescentes que vieron caer a sus padres o a sus tíos en un bombardeo o una incursión de Tzahal, no tardaron en procurarse un cuchillo para asesinar «sionistas» o en detonar un chaleco de explosivos en el interior de un autobús.

Los propios servicios de seguridad israelíes informaron que entre 1993 y 2000 había habido 42 ataques suicidas de los palestinos; entre 2001 y 2002, en cambio, el número se elevó a 64. Según un informe del Consejo de Seguridad de la ONU publicado en mayo de 2015, el número de yihadistas extranjeros en Siria aumentó un 71 % desde que comenzaron los bombardeos norteamericanos y franceses, de modo que las 28.578 bombas arrojadas sobre Irak y Siria hasta el 14 de noviembre de 2015 no disuadieron a los combatientes islamistas sino que los alentaron. Como había ocurrido ya en Afganistán tras la invasión de 2001, la disuasión militar tiene una eficacia muy relativa en una población con vocación de martirio. Washington trata de vencer a una Hidra de Lerna que multiplica sus cabezas cada vez que le cortan una. Y por eso hasta un irreductible halcón de la administración Bush, Donald Rumsfeld, reconoció en 2003 que «nuestra situación es tal, que cuanto más duro trabajamos, más retrocedemos».

La inmunidad de los operadores de drones, en todo caso, los preserva de cualquier acusación ante los tribunales nacionales o internacionales. Podemos imaginar incluso al asesino de Kassim tomando una cerveza tranquilamente en un bar justo después del trabajo, o regresando a su casa para cenar con su familia y mirar en la CNN o Fox News las noticias sobre los primeros días de Donald Trump en la Casa Blanca o sobre la muerte del terrorista que acababa de eliminar. Este telepiloto y su blanco no representan solamente los dos bandos de un conflicto armado sino también dos actitudes opuestas en la guerra. El francés alimentaba una página de Facebook para reclutar combatientes, escribía temas de rap que celebraban el martirio y organizaba atentados cuyas víctimas eran minuciosamente contabilizadas por la prensa occidental; la identidad del norteamericano forma parte de los secretos militares de los Estados Unidos, sus targeted killings no suelen verse ensalzados a través de canciones, imágenes o manifiestos y la prensa occidental suele omitir el número de víctimas de semejantes acciones.

Entre el muyahidín y el telepiloto solo puede establecerse un contraste de actitudes: el primero ataca a sus adversarios exponiéndose a la muerte; el segundo los elimina sin comprometer nunca su existencia

En el Ministerio de Defensa se discutió durante un tiempo si los operadores de drones debían ser condecorados: no por cuestiones de seguridad sino porque todavía está por verse si aquellos asesinos de oficina merecen estos honores. A partir de febrero de 2013, no obstante, algunos de ellos recibieron la Distinguished Warfare Medal por sus «acciones armadas». Algunos medios de comunicación intentaron conferirles entonces una dosis de heroísmo supliendo la ausencia de riesgo físico con una suerte de peligro psíquico, sobre todo después de que una película de 2014, Máxima precisión, presentara a un operador afectado de estrés postraumático. Pero ningún trabajo psicológico serio confirma la existencia de semejantes traumatismos entre los operadores de la remote warfare.

Hay, en cambio, una multitud de estudios que procuran explicar los comportamientos de los terroristas a partir de algún trastorno mental, a pesar de que los propios informes difundidos por las campañas de prevención de la «radicalización» sostienen que no existe un perfil psíquico característico de los candidatos a la yihad. Entre el muyahidín y el telepiloto solo puede establecerse un contraste de actitudes: el primero ataca a sus adversarios exponiéndose a la muerte; el segundo los elimina sin comprometer nunca su existencia. Publicidad y vulnerabilidad, por un lado; discreción e invulnerabilidad, por el otro.

No es raro que algunos pilotos militares se muestren sumamente hostiles al empleo de los drones. Estos robots homicidas estarían acabando con el milenario culto del coraje de la institución castrense e inaugurando una era posheroica en el oficio de la guerra. «Clausewitz Out. Computer In», se titulaba un artículo de 1997 escrito por un experto militar. Como en muchos otros ámbitos, los oficiales de la prestigiosa Air Force se resisten a verse suplantados por un conjunto de tecnócratas de Washington y de desaliñados geeks venidos de Silicon Valley. Hay quienes argumentan incluso que los ataques con drones no se ajustan tanto a la descripción de una guerra como a la definición de «cacería», actividad consistente en rastrear o perseguir una presa con el propósito de matarla o capturarla, posibilidad, esta última, que la expresión «asesinato selectivo» descarta: Barack Obama favoreció durante su mandato estos homicidios para evitar, precisamente, las complicaciones legales acarreadas por las prisiones clandestinas.

Libros de Dardo Scavino editados por Eterna Cadencia
Libros de Dardo Scavino editados por Eterna Cadencia

Los especialistas del Pentágono, no obstante, están evaluando seriamente si no convendría alentar una autonomía completa de estos Terminators dado que ellos mismos recaban muchas de las informaciones visuales, informáticas o telefónicas que les permiten elaborar los minuciosos patterns of life de sus eventuales blancos, patrones que los analistas emplean para decidir si se trata de un individuo peligroso o no. Nada impediría, no obstante, que estas decisiones fueran tomadas de manera más precisa por los propios aparatos. Bastaría con programarlos para que respetaran ciertas exigencias a la hora de liquidar a alguien, y se lograrían aminorar los riesgos de las inatenciones y las emociones de los operadores humanos. Si una computadora puede vencer a un campeón de ajedrez o de go, ¿no podría mostrarse muchísimo más eficaz que un operador de dron a la hora de evaluar, perseguir, identificar y suprimir a un enemigo?

En octubre de 2013 la US Army presentó en una base de Georgia algunos de estos robots, y el proyecto de emplearlos resulta lo suficientemente serio como para que los investigadores reunidos en la Conferencia Internacional sobre Inteligencia Artificial organizada en Buenos Aires a finales de julio de 2015 publicaran una solicitada firmada por Stephen Hawking, Stuart Russell y otros especialistas de robótica, pidiéndoles a los gobiernos del planeta que prohibieran su utilización. A pesar de esto, el Pentágono presentó en enero de 2017 los nuevos minidrones Perdix, que actúan por «enjambres» sincronizados de 103 unidades de apenas 16 centímetros de largo y que pueden suprimir un blanco a cortísima distancia reduciendo así los riesgos de «daños colaterales». La corporación militar empezó a preocuparse, eso sí, por su propia desaparición, porque nada impide que algunos países comiencen a prescindir de los muy entrenados e instruidos profesionales de la guerra para reemplazarlos por esos autómatas terrestres, acuáticos o aéreos controlados, a lo sumo, por algún programador, pero capaces de una amplia autonomía en el dominio de las acciones y hasta de las decisiones.

Aparecida durante la Guerra del Golfo para asegurarles a los norteamericanos que las intervenciones decididas en Washington no ponen en peligro la vida de «nuestros muchachos» sino solo la existencia de los pueblos bombardeados, la doctrina zero-death estaría acabando con toda una larga tradición militar, y hasta con los propios militares, gracias al empleo masivo de autómatas electrónicos. Hay en este aspecto una ambivalencia de la cultura norteamericana que la «guerra contra el terrorismo» está sacando a la luz. Un conflicto armado va perdiendo popularidad a medida que los cementerios militares se llenan de lápidas, y por eso las autoridades se ven tentadas de disimular, como ocurrió durante la Guerra de Irak, los entierros de soldados. Pero la cultura estadounidense sigue celebrando, a través del cine, de las series, de los cómics y hasta de las ceremonias oficiales, a los grandes héroes de la guerra.

Cada una de las estrofas del himno de Estados Unidos termina saludando «la tierra del hombre libre y la patria del valiente», y las imágenes cinematográficas de aquellos «jardines de piedra» con las tumbas de los caídos en Vietnam, Irak o Afganistán comportan una ambivalencia: pueden estar denunciando el sacrificio de jóvenes norteamericanos en el altar de las grandes corporaciones petroleras o armamentistas, pero también celebrando el heroísmo de un pueblo dispuesto a sacrificarse para defender su patria y su estilo de vida.

Estados Unidos perdió a 6.855 soldados en Afganistán e Irak entre 2001 y 2015. El número de suicidios entre los soldados involucrados hasta 2012 en ambos conflictos superaba los 8.000, lo que significa un promedio de 22 muertes diarias

George W. Bush tenía toda la razón cuando afirmaba que los terroristas de Al-Qaeda detestaban la libertad de los norteamericanos. Sucede sencillamente que la libertad, para él, y para una buena parte de su generación, se convirtió en el derecho de los individuos a no sacrificar ni su vida ni sus bienes para defender el bien común. Y por eso habría que entender también aquella sentencia bajo su forma invertida: los norteamericanos detestan la libertad de Al-Qaeda porque para Bin Laden, y para una buena parte de su generación, la libertad de una persona reside en el coraje para sacrificar su vida y sus bienes en defensa del bien común. El dron constituye, en este aspecto, un dispositivo técnico pero también ideológico: una manera de resolver la contradicción entre la defensa del bien común y la libertad individual. Y se opone diametralmente al chaleco de explosivos.

Con todo, la interpretación de esa libertad individual, y de la doctrina zero-death, tiene muchísimos bemoles en los Estados Unidos. Para empezar, es cierto que este país perdió a 6.855 soldados en Afganistán e Irak entre 2001 y 2015, una cantidad relativamente baja si se tiene en cuenta la envergadura de ambas intervenciones y los catorce años de combates. Pero un informe del Department of Veterans Affairs señala que el número de suicidios entre los soldados involucrados hasta 2012 en ambos conflictos superaba los 8.000, lo que significa un promedio de 22 muertes diarias. No cabe duda, por otra parte, de que las imágenes de los aviones estrellándose contra las Torres Gemelas, y la muerte de miles de personas indefensas, tuvieron un impacto traumático en esa sociedad, impacto que justificó, a continuación, el aumento exorbitante de los gastos militares, la limitación de los derechos civiles por la aplicación de la Patriot Act, el espionaje masivo de las comunicaciones en cualquier país del globo, la incongruente guerra contra el régimen de Sadam Husein en Irak y la detención y la tortura de miles de sospechosos en la prisión extraterritorial de Guantánamo o en varias cárceles secretas situadas en Afganistán, Bulgaria, Kosovo, Lituania, Polonia, Rumania y Ucrania.

Hay que admitirlo: muchos gobiernos justificarían esas medidas liberticidas y, desde la perspectiva del derecho internacional, ilegales como una manera de evitar que la cifra de 3.412 víctimas del terrorismo en el territorio de la Unión entre 2001 y 2014 se incrementara. Pero habría que preguntarse por qué, en nombre de la libertad, y de una enmienda constitucional que se remonta a finales del siglo XVIII, no se toman medidas semejantes para evitar las muertes por armas de fuego: como lo señala un informe del Center for Disease Control and Prevention, 440.095 personas murieron en los Estados Unidos por heridas de bala en ese mismo período. Solamente en 2013 hubo 33.169 muertes por este motivo, cifra que no incluye a los abatidos por las fuerzas de seguridad y que se divide en 11.208 homicidios, 21.175 suicidios, 505 accidentes, 281 «sin una intención determinada».

“La filosofía actual” de Dardo Scavino
“La filosofía actual” de Dardo Scavino

Si se tiene en cuenta a las 8.615 personas que murieron ese mismo año en Afganistán, y se piensa además que esa cifra no comprende solamente a los muertos por arma de fuego sino también por bombardeos, atentados terroristas y ataques de drones, llegamos a la conclusión de que un civil tiene más chances de morir de un tiro en un viaje por los Estados Unidos que atravesando las tierras de los talibanes.

Kassim y su cazador son dos productos de nuestras sociedades y dos encarnaciones extremas de nuestras maneras de entender la relación entre individuo y sociedad. Hegel tenía razón: las guerras nos ayudan a comprender nuestras sociedades. Y esta guerra no es un conflicto entre dos civilizaciones sino en el seno de cada una de ellas en torno a la manera de entender la relación del individuo con la sociedad o, si se prefiere, en torno a lo que sería la libertad. Recordemos, en efecto, la definición que Carl von Clausewitz había propuesto de la guerra a principios del siglo  XIX: una continuación de la política por otros medios. Para entender por qué estalló esta contienda, hay que conocer los objetivos políticos de las partes en conflicto. Expresiones como «guerra contra el terrorismo» suelen pasar por alto este punto capital. Porque los yihadistas no buscan sencillamente aterrorizar a las poblaciones enemigas, y los ejércitos occidentales tampoco buscan proteger a esas poblaciones de los actos terroristas. Los primeros actúan de este modo porque suponen que el terrorismo es la mejor táctica para alcanzar su objetivo. Y los segundos proceden de esa manera porque también piensan que matar a los yihadistas con drones o bombardear las poblaciones sirias, iraquíes o afganas es el mejor camino para conseguir el suyo.

Los anarquistas recurrieron en otros tiempos a tácticas terroristas como los atentados con bombas o los asesinatos de policías y políticos. Pero sus metas no tenían nada que ver con los puntuales designios de los islamistas de hoy. La organización israelí Lehi, que el Foreign Office bautizaría Stern Gang, también cometió atentados contra objetivos británicos durante la Segunda Guerra Mundial, y hasta asesinó al diplomático sueco que había elaborado el plan de repartición de Palestina entre judíos y árabes. La Banda Baader, las Brigadas Rojas, el IRA o ETA llevaron a cabo actos terroristas en Alemania, Italia, Gran Bretaña y España, pero no basta con estas acciones para compararlos con los yihadistas de la actualidad porque los objetivos políticos de los unos y los otros no se parecen en nada. Los yihadistas de Al-Qaeda y el Estado Islámico (Dawla al-Islamiyya) tienen un propósito explícito: erigir de nuevo el califato transnacional. Y los occidentales, el suyo: evitar que esto suceda, porque, entre otras cosas, los privaría del acceso a las más grandes reservas de petróleo del planeta. El califato sería ese Estado Islámico transnacional en que el individuo y la comunidad volverían a encontrarse. El imperio americano sería ese orden transnacional en que el individuo y la comunidad no se encontrarían nunca. Por eso los yihadistas entienden que los occidentales no impiden solamente la constitución de este califato con sus tropas y sus drones sino también con sus películas y sus emisiones satelitales, inoculándoles a los musulmanes una cultura occidental decadente y lasciva que aleja a los creyentes del camino trazado por el Profeta.

Los yihadistas de Al-Qaeda y el Estado Islámico (Dawla al-Islamiyya) tienen un propósito explícito: erigir de nuevo el califato transnacional. Y los occidentales, el suyo: evitar que esto suceda

El califato tiene así, para muchos yihadistas, el valor de un retorno a una edad de oro mítica, a una comunidad islámica legendaria, donde regían los principios de la moral y el honor arrebatados por la occidentalización del mundo. Pero el islam es solo un nombre teocrático de esa relación entre el individuo y la comunidad que se quedó sin nombre en Occidente. No basta, aun así, con tener un proyecto político y un arsenal bien nutrido para emprender una guerra y sostenerla en el tiempo. Hace falta disponer de un importante apoyo popular y de un buen número de combatientes dispuestos a sacrificarse como el mencionado Rachid Kassim. Y si desde el 11 de septiembre de 2001 estamos atravesando esta «primera guerra global» entre los partidarios de la teocracia califal y los campeones de la democracia, se debe a que, nos guste o no, los primeros cuentan con el apoyo de gran parte de la comunidad musulmana. Pero este apoyo y aquellos combatientes no se obtienen gracias a la disuasión sino a la persuasión.

El proyecto de reconstitución de un califato transnacional, meticulosamente desinfectado de la corrupción de Occidente, goza de suficiente popularidad en el mundo musulmán como para atraer a importantes contingentes de jóvenes llegados del mundo entero y para incitar a muchos otros a convertirse al islam. En lugar de hablar de «yihad contra Occidente» o de «guerra contra el terrorismo», preferimos en este ensayo la expresión «primera guerra global» porque, a diferencia de las dos guerras mundiales del siglo XX, esta ya no es interestatal. Ningún Estado, en efecto, le ha declarado la guerra a otro, por lo menos después de la intervención en Irak, y tanto los atentados terroristas como los asesinatos selectivos se llevan a cabo en varios territorios nacionales ignorando la soberanía de los respectivos Estados.

Para entender entonces esta primera guerra global, tenemos que entender antes por qué esos musulmanes apoyan el proyecto de las organizaciones yihadistas y por qué muchos de entre ellos aceptan incluso combatir y sacrificarse por él. Para algunos, estas convicciones provienen de la propia religión y la cultura musulmana en las cuales fueron educados varios cientos de millones de habitantes del planeta, dándole, supuestamente, la espalda a la educación occidental, sobre todo después de la desaparición de los grandes imperios coloniales que les habían inculcado a esas poblaciones una visión eurocéntrica del mundo. Pero este argumento tiene un punto débil, y es que muchos de esos jóvenes que parten a Siria o Irak para combatir a los cruzados no provienen de países árabes, magrebíes, persas o sahelianos sino europeos, donde sus padres musulmanes habían abandonado total o parcialmente la práctica de esa religión y ellos fueron educados en escuelas laicas y republicanas.

Dardo Scavino
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Una mayoría de estos yihadistas son conversos o, más precisamente, born-again (expresión que algunas sectas protestantes estadounidenses emplean para referirse a los creyentes que volvieron a abrazar la religión que sus padres, o ellos mismos, habían abandonado, como ocurrió con el expresidente George W. Bush). Pero incluso entre los habitantes de los países musulmanes –o de la umma islamiyya, como se la suele llamar– se produjo un corrimiento hacia algunas versiones radicales del islam, como el salafismo wahabita, financiado y difundido por las monarquías saudíes, y estas conversiones no son el simple resultado de una campaña proselitista eficaz de los imanes fundamentalistas sino también, y sobre todo, de la propia situación política y bélica posterior a la caída del Muro. Dicho de otro modo: no fueron las conversiones masivas de las nuevas generaciones las que provocaron el conflicto político y militar sino este conflicto el que provocó esas conversiones.

La política ya no dirige a la guerra sino al revés

Hay que comprender entonces cómo y por qué un proceso político puede movilizar masivamente a todos esos pueblos, del mismo modo que, en otros tiempos, hubo proyectos políticos que movilizaron masivamente a los pueblos de Occidente. Desde hace algunos años, no obstante, esta guerra franqueó una frontera que Clausewitz había vislumbrado apenas: muchos de los jóvenes que se alistan en la yihad islámica ya no lo hacen con el propósito, revolucionario o utópico, de erigir un califato, y de unir a toda la umma bajo un único califa, sino como una represalia contra los occidentales que asesinaron a sus hermanos. El fenómeno ya se había producido en Palestina con la Segunda Intifada, cuando los jóvenes dejaron de luchar por la liberación de su país y comenzaron a hacerlo para vengar a sus camaradas.

Los dirigentes occidentales, por su parte, ordenan bombardear objetivos yihadistas como represalia por algún atentado para que la opinión pública de sus países vea, por televisión, hasta qué punto sus gobiernos no claudican frente al terrorismo. Este «ascenso de los extremos», esta multiplicación de las réplicas comienza a separar los actos de guerra de los objetivos políticos, como si, llegados a un punto, los combatientes se olvidaran de por qué estaban peleando y pensaran que no existe otra finalidad que la aniquilación del enemigo. Y cuando se llega a este momento, cuando los objetivos militares priman por sobre los objetivos políticos que desataron la contienda, se corre el riesgo de que la conflagración no se detenga hasta que alguna de las partes termine siendo aniquilada. Es el momento en que la política ya no dirige a la guerra sino al revés. Y en este ensayo vamos a intentar reconstruir los diferentes momentos de este proceso irreversible que produjo a esos dos personajes antitéticos: el mártir Rachid Kassim y el telecazador anónimo que lo suprimió en Mosul.

 

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