Quisiera comenzar diciendo, brevemente, dos o tres cosas acerca de la génesis de Irma Vep. La película nació de la conjunción de diversos temas e intereses, pero aquello que consiguió reunirlos fue mi deseo de filmar con Maggie Cheung, a quien conocí o, mejor dicho, a quien tuve la ocasión de ver en el Festival de Venecia, en 1994, cuando asistió, junto a Brigitte Lin y Won Kar-wai, a la presentación de Ashes of Time.
La había visto en Days of Being Wild y en otros films –no en muchos más– pero lo determinante no fueron los roles que interpretó sino el hecho de descubrirla tal cual era, en sí misma. Y en ese sentido mi relación con ella no difiere demasiado de la que he tenido con las actrices –y también con los actores– de mis otras películas: lo importante es el encuentro, la confrontación con una individualidad que encierra un enigma, que posee un enorme caudal de seducción y que detenta la suficiente riqueza como para imponer la evidencia de un camino a recorrer juntos. Evidencia que requiere, por cierto, de cierta intuición respecto de las afinidades íntimas. ¿Es que acaso fue eso lo que sentí de inmediato la primera vez que vi a Maggie? No sería del todo exacto decirlo así: lo más importante, ante todo, fue el fulgor, el brillo que emanaba, tanto por su belleza como por su soberanía y que se asemejaba a una especie de gracia.
¿Fue en realidad así o acaso se trata de lo que proyecté en ella? No lo sé, pero sí recuerdo lo que entonces pensé: que llevaba en sí misma el reflejo de la verdad mágica del cine; una emoción de otros tiempos que se había perdido surgía en ella de manera intacta, absolutamente antigua y moderna al mismo tiempo. Aunque detesto utilizar esta palabra, debo reconocer que fue la primera vez que tuve la sensación de conocer a una estrella de cine. Y sí: de inmediato se me cruzó por la cabeza la idea de que en una de mis películas podría aparecer una estrella de cine–y debo decir que nunca antes lo había pensado–, que yo podría filmar junto a una estrella y que en ello podría haber algo de la esencia misma del cine que nunca antes había logrado captar.
Debo ahora contar mi segundo encuentro con Maggie. Mientras tanto, había pasado más de un año y tenía escrito el guion de Irma Vep inspirado en ella, y también en muchas otras cosas, y me encontraba en Hong Kong para buscar a la actriz que interpretaría el papel principal. Todos estaban convencidos de que Maggie era inaccesible, incluso decían que no quería filmar más. Lo había creído y sin esfuerzo pero temía que mi proyecto se estancara en una obsesión estéril, dedicando meses y meses para convencer a una estrella que me iba a someter con sus imposiciones –digamos: lo peor de la industria del cine–, justamente lo que había estado evitando en Europa no esperaba encontrarlo en Asia…
El encuentro tuvo lugar gracias a mi viejo amigo Christopher Doyle, director de fotografía de Wong Kar-wai. Fue en un ruidoso café, a la noche y en medio de la confusión, aunque ¿no es acaso la mejor manera de encontrarse? Fue allí, en ese momento, donde descubrí a la verdadera Maggie, la misma que luego filmé y la misma con la que se generó una especie de complicidad y amistad.
No se trataba de la actriz famosa de Venecia, tampoco de la estrella de cine sino de una persona. Simple, clara, directa, sin ninguna afectación. La vi en su pureza y sobre todo sentí que entendía lo que le decía y que, a su modo, compartía mi visión respecto del cine y de su ejercicio: justo allí donde esperaba que fuera diferente la encontré próxima, afín, como si ella hubiera estado esperando, quizás después de mucho tiempo, lo que yo podía ofrecerle, de la misma manera que yo mismo esperaba desde hacía ya un tiempo aquello que la intuición me decía que ella podía darme.
Supe inmediatamente, y así se lo hice saber al día siguiente enviándole el guion, que no iba a hacer esa película si ella no actuaba porque habría perdido su significado, además de su verdadero objeto. De alguna manera, siempre sucede del mismo modo: escribimos un papel, buscamos a alguien capaz de interpretarlo o que al menos se acerque al personaje que tenemos en mente, pensamos en los actores más próximos que se le parecen… así es como sucede en la mayoría de los casos. Pero hay una dimensión ausente, una faceta que falta. Hasta el día en que nos encontramos con el que, de repente, resume todo lo que uno ha escrito, con todos sus matices, pero que al mismo tiempo es su negación porque está más allá y es muy superior en la medida en que puede enriquecer al personaje con mil detalles, con mil contradicciones que representan la incursión de lo humano en el cine.
Por cábala, había escrito el guion dándole otro nombre al personaje, a quien había llamado Cynthia. Cuando regresé a París lo reemplacé por su verdadero nombre, ahora asumido: Maggie. No fue solo simbólico. Al aportarle su autenticidad, Maggie provocaba que la película jugara con una dimensión documental que yo había imaginado pero que apenas me había atrevido a concretar. Las situaciones que conformaban el guion se convirtieron en espacios en blanco donde Maggie podía revelarse y expresarse a sí misma y quizás –si yo sabía cómo provocarlo, si la película era digna de ello– expresar esa otra cosa, esa sensación irreal y un poco mágica que había sentido en Venecia la primera vez que la vi, y que en verdad me correspondía a mí suscitar y atrapar en mis planos: allí me encontraba, exactamente, en el corazón de lo que considero lo más precioso en el cine.
Que Maggie hubiera filmado con Wong Kar-wai, Stanley Kwan, Tsui Hark y con muchos otros más, que hubiera sido la estrella de innumerables films que desconocía e incluso que hubiese interpretado a la novia un poco instrascendente de Jackie Chan me importaba muy poco. Lo que realmente me importaba era lo que su experiencia había hecho de ella, la singular pátina de lo vivido que se había inscrito en ella.
Sí, por supuesto, sus distintas actuaciones en las películas de Wong Kar-wai me habían fascinado pero el recuerdo que tenía de ellas era algo vago; además, la apariencia demasiado estudiada y afectada, en ese registro que Wong Kar-wai exige a sus actores, me daba pocas señales acerca de lo que podía esperar de la actuación de Maggie, asunto que descuidé de manera deliberada hasta el primer día de la filmación de Irma Vep.
Del mismo modo, las contorsiones altamente coreografiadas, las posturas sinuosas de su interpretación como mujer serpiente en la curiosa Green Snake, de Tsui Hark, solo me dieron indicaciones técnicas respecto de su capacidad para desarrollar un juego muy habilidoso en el dominio de sus expresiones y de su cuerpo, inspirado tanto en el mimo como en la ópera china.
Encontré, en cambio, un punto de referencia más cercano en el complejo juego de duplicación que Stanley Kwan le había pedido en Center Stage, en donde interpretaba al mismo tiempo a una actriz contemporánea y al personaje de la "película dentro de la película": una estrella de treinta años proveniente de Shanghái, Ruan Lingyu, cuyos gestos y expresiones se empeña en reprodu- cir de manera diabólica. Ciertamente es en esta película, que le ha valido muchos premios por su interpretación, donde el arte de Maggie se expresa con mayor sutileza, en donde se fusiona con su personaje –con dos personajes diferentes– y le da toda su verdad humana sin perder el control del más mínimo matiz. Quiero decir que el conocimiento técnico sumamente preciso que ella posee no es ni frío ni calculado sino que, al contrario, le permiten expresar una humanidad universal.
Un día, durante el rodaje de Irma Vep, probablemente uno de los pocos días en que me vi afectado por una crisis de entusiasmo o de autocomplacencia, me fui a almorzar a la cantina del set en compañía del equipo de filmación y Maggie me dijo algunas palabras respecto de sus impresiones. Por primera vez, reconoció, se daba cuenta de que podía ir a un estudio de grabación y abordar una escena ignorando todo acerca de ella, sin haber estudiado la situación y sin haber determinado de antemano qué haría, cómo construiría las emociones de su personaje. A diferencia de otras actuaciones, ahora quería estar en una situación de disponibilidad total. Porque por primera vez también sentía que tenía la oportunidad de interpretarse a sí misma, de tomarse como modelo y, por lo tanto, de estar abierta a las intuiciones que le llegarían en el momento. Maggie quería superponerse a la Maggie de la ficción, colocarse en las situaciones de la película y poder reaccionar espontáneamente: sorprenderse y aceptar sor- prenderse a medida que evolucionaba su papel. Había decidido abandonarse, dejarse llevar con confianza, confianza en mí y en sí misma, y eso le daba una impresión de libertad y satisfacción porque además estaba abierta a ciertas dimensiones imprevistas respecto de sus propias potencialidades dramáticas. Sus palabras describían mis propios sentimientos. A medida que la película evolucionaba y se revelaba ante mis ojos, me di cuenta de lo excepcional que era la situación que había creado gracias a Maggie. Tuve la oportunidad de filmar a una actriz cuya riqueza y variedad de experiencia eran únicas y que, al mismo tiempo, aceptó olvidarlo todo para instalarse en un terreno, en un registro, donde tenía todo para descubrir y donde, de hecho, actuaba por primera vez.
Esta situación se fue revelado de manera gradual. Los primeros días, por supuesto, hubo algo de reparo, cierta curiosidad y confianza espontáneas, sin duda, pero también la necesidad de definir el encuadre para encontrar los puntos de referencia. Solo teníamos cuatro semanas para hacer la película así que, por supuesto, una vez más, tuvimos que actuar rápidamente: tan pronto como entendí que Maggie estaba jugando el juego, que lo había aceptado y a partir de él alimentaba a su personaje, la alenté a ir más lejos, a usar los accidentes, a dejarse llevar un poco más, a no vacilar en manipular las réplicas, la sintaxis, a borrar la frontera entre el juego y el texto. Por el estilo de la filmación –a menudo utilizaba cámara al hombro y realizaba largos planos– era libre para moverse como le dictaba su instinto y tenía que ser capaz de utilizar esa misma independencia frente al texto.
Nathalie Richard, quien fue su compañera en la mayoría de las escenas más relevantes, fue desde este punto de vista, como en muchos otros, una aliada fundamental. Porque es su habilidad para improvisar, para adornar los temas y enriquecer las situaciones, toma tras toma, cada vez con una nueva invención, lo que motivó a Maggie a seguir el mismo camino.
Al principio, medio sorprendida, me dijo que a la larga deberían ser los actores quienes firmaran los diálogos de la película. Fue un chiste, pero creo que también fue una forma de decirme que, si bien tenía muchas expectativas, no esperaba contar con esa libertad. La austeridad de la filmación y de los medios con los que contábamos no tenían posibilidad de asegurarle ni siquiera vagamente la posición a la que habría tenido derecho, por supuesto, pero cuestionar la única referencia sólida y ver- dadera sobre la que ella podía razonar, es decir el texto, fue un pequeño engaño de mi parte.
Y luego, muy rápidamente, entendió el rédito que podía sacarle, de qué manera, al seguir a Nathalie y observar lo que ella hacía, podía dar un paso más en la interpretación moderna, documental, de la que pronto se supo apropiar.
En resumen, aceptó estar allí en peligro, en un país que no era el suyo, en un idioma que no era el suyo, y en terreno dramático que ignoraba.
Hubo una situación inquietante para mí, que también fue uno de los momentos más significativos del rodaje. Fue durante la segunda toma de la escena donde Mireille (Bulle Ogier) le revela la homosexualidad o más bien la bisexualidad de Zoé. Sucedió allí, promovido por la insistencia, la malicia y la delicadeza de Bulle y sin que yo esperara verla realizarse con tanta perfección. Maggie se confundió, se sonrojó, tartamudeó, comenzó a reírse tratando de encontrar una salida, incluso me miró para ver si iba a cortar o no –por supuesto no le respondí– y de repente todo se superpuso, todo se amalgamó para integrarse en un plano que incluí íntegramente en la edición final de la película. En ese mismo momento aconteció la verdad de la situación, Nathalie era Zoé y Maggie era Maggie, y ello puso de manifiesto la culminación del trabajo que habíamos emprendido juntos desde el comienzo: Maggie se había imbuido en la escena y había sido capaz de desplegarla dejándose llevar no tanto por la técnica o el sentido común sino por los sentimientos, que finalmente ter- minaron por desbordarla, hasta el punto de perder el equilibrio, revelando una vulnerabilidad íntima que la misma situación contenía en potencia.
Las películas adquieren su significado de golpe: es en ese momento cuando comprendemos que hemos logrado lo que tanto deseábamos; los elementos tangibles trascienden y revelan una idea indescriptible que, de pronto, es lo que hemos estado buscando desde el principio. Para mí nunca se trata de un plano sino de cierto giro en la manera en que se impone la resolución de una secuencia o de la claridad de una escena que, por sus propios medios, encuentra su forma, a través de mí. Pero eso solo pueden ser premisas.
De hecho, siempre sucede con la voz de un actor. O, si se quiere, con su actuación, pero justamente no es su actuación porque lo que escucho es verdadero. Verdadero para mí. Y ese frágil momento que sé que es único e imposible de reproducir, el hecho de haberlo suscitado y grabado, legitima de inmediato mi proyecto. La película adquiere un sentido, otras piezas se desarrollan a su alrededor, pero el núcleo principal, lo sé, está allí. ¿Es este núcleo central realmente el núcleo de la película?
¿Es así como aparecerá en última instancia? ¿Eso significa algo para alguien, además de mí, y aunque signifique lo mismo será igual de relevante?
La realidad es que todo eso no tiene ninguna importancia. Se descubre un centro de gravedad pero esto no quiere decir que no pueda desplazarse o que en un momento dado, a causa de una réplica que puede adquirir a través de su intérprete un matiz de autenticidad, cuya naturaleza ignoro o no quiero conocer, se vaya revelando una verdad de mi propia película alrededor de la cual todo se había ido construyendo de manera inconsciente y que de allí en más intentaré prolongar.
En Irma Vep fue ese titubeo de Maggie. Por un breve instante la sentí perdida, como si se hubiera olvidado de sí misma. Y lo que experimenté fue cierta incomodidad porque, ¿no había un poco de voyeurismo, y también algo de crueldad, en mi mirada y en el modo en que dejé que lidiara con la escena? ¿No revelé allí cierta perversidad en el pacto que nos unió, de manera improbable, en el set de filmación? Pero esta perversidad, cuya naturaleza no es sexual–sería una mala interpretación limitarla a eso–, ¿acaso no es constitutiva de la relación entre el autor y sus intérpretes?
Quiero decir que si se filma en primera persona solo se busca una cosa: reproducir sensaciones reales, es decir, vividas. Y el intérprete se pone a sí mismo en la posición de encarnarlos, de ser el intercesor, de permitir que pasen a través suyo tal como lo haría un médium. En estos momentos el yo de la actriz –o del actor–, que está completamente desbordado y absorbido por el espíritu de la ficción, deja de ser una unidad para convertirse en pura mediación. En resumen, esta relación en realidad solo adquiere su significado, y se legitima, en la medida en que puede ir más allá.
En ese momento, dentro de los integrantes del equipo, hubo una vacilación, la sensación palpable de que algo había sucedido o, mejor aún, de que algo estaba ocurriendo. Lo habíamos visto producirse y sin duda es este tipo de apariciones lo que secretamente puede justificar la práctica del cine. Por mi parte, con bastante vergüenza, le dije a Maggie que había estado muy muy bien y que no, no repetiríamos la toma (¡estupendo!). No se sorprendió en la medida en que siempre le dije que estaba bien, hasta el punto de que mis palabras le deben haber resultado monótonas o poco creíbles. Lo que sí le sorprendió fue mi insistencia, fue la forma en que le repetí más tarde, para hacerme entender, que la escena había sido realmente muy buena. No estoy muy seguro de que haya podido entender en qué medida sus dudas, su vergüenza o su torpeza pudieron tener tanto valor para mí, pero después de todo, ¿por qué no? En cualquier caso, tenía curiosidad por comprender y por eso estaba allí.
No hemos hablado de lo sucedido desde entonces y me gustaría saber en retrospectiva cuál es la sensación que guarda de aquel episodio. Lo que es seguro para mí es que fue allí, en ese momento, en donde tuvo lugar la transmutación: no filmé a Maggie Cheung, la estrella del cine de Hong Kong –aunque es probable que esa dimensión no haya estado ausente– sino a una actriz totalmente dispuesta a encontrar en ella, en lo profundo de sí misma e incluso en su inconsciente, la totalidad de la verdad de una situación y buscarla incluso en sus dimensiones más oscuras, en el seno de lo invisible.
Este texto está incluido en el libro "Presencias. Escritos sobre el cine", de Olivier Assayas (Ediciones Monte Hermoso)
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