Las caricaturas lo muestran, invariablemente, con una cabeza enorme. O dirigiendo una orquesta con cañones entre sus instrumentos. La imagen de alguien abrumado por el peso de sus pensamientos o la de un guerrero del sonido, en todo caso, no le son ajenas a quien revolucionó, a la vez que la orquesta, la manera de concebir –y de escuchar– la música, y a quien más lejos llevó una de las ideas centrales del Romanticismo: convertir la propia vida en obra de arte.
Hector Berlioz, aquel provinciano que llegó a París para estudiar medicina (casi un personaje de Balzac), que decidió dedicarse a la música, que se enamoró de una actriz en una obra de Shakespeare y escribió para seducirla, infructuosamente, una sinfonía "con historia" (la suya propia, centrada en sus pasiones y su lucha contra un mundo que no lo comprendía), murió hace 150 años. El 8 de marzo de 1868, el hombre de la cabeza gigante tuvo "una congestión cerebral". Estaba retirado en Niza, las personas que había amado habían ido muriendo, una detrás de otra. El último había sido su hijo, dos años antes, en La Habana y víctima de fiebre amarilla.
Algunos, no muchos, lo consideraban un genio. La mayoría pensaba que estaba loco o, simplemente, lo ignoraba. Respetado sobre todo en Inglaterra, su música fue una suerte de apéndice marginal al canon. Los directores de orquesta que diseñaron los contornos de lo que el mercado denominó "música clásica" –la mayoría de ellos alemanes o centroeuropeos– no lo tuvieron demasiado en cuenta.
Herbert Von Karajan, en particular, apenas grabó una vez, en 1965, la "Sinfonía fantástica", aquella obra pensada para la actriz irlandesa Harriet Smithson. Y es que más allá del reconocimiento unánime a esa composición como piedra fundamental de la orquesta moderna, su programa literario –la oposición entre el artista y el mundo que lo arrastra a un aquelarre y lo condena– parece haber moldeado las recepciones futuras, con berliozianos fanáticos de un lado, contestando a los supuestos detractores y hasta a los indiferentes. Entre ellos, tal vez el primer paladín haya sido Sir Colin Davis, que entre fines de la década de 1960 y los comienzos del siglo XXI grabó y dirigió en concierto y en escena, revisando además una y otra vez sus interpretaciones, todas las óperas y piezas sinfónicas de Berlioz. Tal vez no sea casual que sus dos continuadores más significativos ean también ingleses, Sir John Eliot Gardiner –su "Fantástica" y su "Romeo y Julieta" son referencias inevitables– y John Nelson –un formidable Te Deum con Roberto Alagna como solista y la extraordinaria versión de Los Troyanos editada a fines de 2017, con Joyce DiDonato, Marie-Nicole Lemieux y Michael Spyres como protagonistas–.
El aquelarre de la Fantástica según Bernstein
Los aniversarios redondos, no obstante, tienen ese no se qué y hacen pensar a programadores y productores discográficos (aún los hay, a pesar de la crisis de la industria) que gracias a ellos podrán reconquistar algo de las antiguas glorias. Con lo que Berlioz aparece, en los teatros centrales, como el protagonista excluyente de 2019: el Met abrió el año con "La condenación de Fausto", un ciclo denominado "Berlioz y sus amigos" en la Philarmonie de París, Los troyanos en la Opéra Bastille de esa ciudad y, entre numerosas ediciones discográficas –uno de los puntos altos es la versión "históricamente informada", con instrumentos de época o reproducciones fieles, de Haroldo en Italia por la orquesta Les Siecles, con la gran Tabea Zimmermann en viola y la dirección de François-Xavier Roth–, la monumental Complete Works, una caja de 27 Cds publicada por Warner en la que pueden encontrarse las obras nunca –o casi nunca– escuchadas, como sus composiciones para órgano, el oratorio "La revolución griega", la lisérgica "Lélio" (especie de continuación de la "Fantástica" que "cuenta" la inmersión de Berlioz en el mundo del opio), junto con lecturas históricas olvidadas –Jean Martinon, Sir Adrian Boult– y algunos de los más importantes intérpretes actuales –Davis, Gardiner, Nelson, Mariss Jansons entre los directores; la soprano Véronique Gens, el violinista Renaud Capuçon, la mezzo soprano Joyce DiDonato entre los solistas–.
"Mi vida es una novela que me interesa sobremanera", escribió en sus Memorias. Ese compendio de anotaciones en las que intercala cartas y observaciones y donde confiesa su sueño de "ver incendiarse un teatro rossiniano, con todos los rossinianos y Rossini dentro" no es lo único que escribió Berlioz. Está, por supuesto, su visionario Gran tratado de instrumentación y orquestación modernas, publicado en 1834. Y esa novela que tanto le interesaba, su vida, que escribió como si lo fuera: el opio, su persecución a Harriet Smithson, con quien finalmente se casó –fue su segunda mujer– y, decepcionado, se divorció al poco tiempo, la teatralidad de su música y, lejos del último lugar, de sus enfrentamientos con público y colegas. Pero tal vez el texto que más llama la atención es una suerte de novela satírica que incluye, a su vez, cuentos y anécdotas en su interior. Su título es Las veladas de la orquesta y la particularidad es que los relatos que la conforman son contados por músicos. Nada de particular salvo por un pequeño detalle. Esos son los relatos con los que, sin que la música ni el desarrollo de los espectáculos les importen un comino, se entretienen los instrumentistas durante las funciones de ópera de "un teatro lírico en el norte de Europa". Allí, según Berlioz, "es costumbre que los músicos, muchos de ellos gente cultivada, se dediquen a la lectura e incluso a charlas más o menos literarias o musicales durante la ejecución de las óperas mediocres".
Entre las innovaciones de Berlioz se cuenta la organización del discurso musical no a partir de la consolidada Forma Sonata (la enunciación de temas contrastantes y un posterior desarrollo en que esos temas o sus fragmentos de alguna manera confrontan hasta llegar a una reexposición que prepara el final) o no solo de ella, sino de la transformación de motivos o temas asociados con un personaje en especial. Ni más ni menos que el comienzo del leit motiv, principio constructivo para Wagner y, más acá, para toda la música de cine.
"Dies Irae del Requiem"- La ira sonora de Dios
El "tema de la amada", en la "Fantástica" se manifiesta, por ejemplo, en una versión lírica, como un vals y en una especie de burla siniestra perpetrada por los enemigos del Artista. El uso de síncopas y acentuaciones a contratiempo, y, sobre todo, las más osadas combinaciones tímbricas y el cuidado de los efectos de la distribución del sonido en el espacio, como los cuatro grupos de bronces situados en cuatro esquinas de la sala para su "Réquiem", o las arpas situadas en extremos opuestos del escenario para la Fantástica, logran, eventualmente, que la música de Berlioz no se parezca a ninguna otra cosa que a sí misma.
En febrero de 1848, a raíz de un concierto con sus obras que él dirigió en Londres, Edward Holmes, el crítico de un periódico llamado The Atlas, escribió "la palabra 'original' es demasiado débil y convencional para hablar del efecto de estas obras, que son puras creaciones". Admirado por Schumann, Liszt y Wagner y convertido en un dios por los jóvenes compositores rusos, entre ellos Piotr Tchaikovsky, Berlioz fue, en cambio, resistido en Francia (es posible que los franceses estuvieran en ese entonces demasiado pendientes de imitar a los alemanes).
Charles Gounod, más receptivo que otros a sus innovaciones, escribió acerca de su Romeo y Julieta –una sinfonía dramática con textos del propio Berlioz en los que interpola con la historia su opinión sobre Shakespeare–: "Música extraña, apasionada y convulsiva que abrió para mí algunos horizontes nuevos y vívidamente coloreados". Nuevamente el guerrero de la cabeza gigante. El que dirige sus creaciones –extraordinarias, magníficas, sobrehumanas– como un general defendiendo un ideal. En sus palabras: "Tengo en mi contra a los profesores del Conservatorio, amotinados por Cherubini y por Fétis (un crítico especialmente virulento con Berlioz), dado que mi heterodoxia en materia de teorías armónicas y rítmicas ha dañado violentamente su amor propio y revolucionado la época. Soy un incrédulo en música, o, mejor dicho, soy de la religión de Beethoven, de Weber, de Gluck, de Spontini, que creían, profesaban y demostraban con sus obras que todo lo que es bueno puede, igualmente, ser malo; son los efectos producidos por ciertas combinaciones los que, finalmente, conseguirán la condena o la absolución."
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