Leer a Marta Sanz en Argentina es una experiencia que pone a prueba las distancias. Las del español, que aunque uno tiende a minimizar, aparecen a lo largo de las páginas de Montruas y Centauras. Nuevos lenguajes del feminismo (Anagrama), su pequeño y flamante libro de ensayos. Y también la de los kilómetros, que podrían delinear realidades diferentes, cada una con sus propios debates pero que, al fin de cuentas, se aparecen más similares de lo que uno podría pensar.
Quizás porque este país sudamericano se convirtió en una especie de referencia para las mujeres del mundo o tal vez porque -siendo más humildes- esta escritora madrileña, también autora de libros como Clavícula o Farándula, sigue con mucha atención los acontecimientos de este hemisferio. Hace unos días no más fue miembro del jurado que le dio el premio Barcelona Negra a la escritora Claudia Piñeiro y, admite, sigue las luchas en esta parte del mundo, las conoce y se solidariza con ellas.
La idea de la publicación de Monstruas y centauras comenzó con un llamado de su editora, Silvia Sesé, quien está a cargo del relanzamiento de la colección Nuevos cuadernos Anagrama, pequeños ensayos centrados en reflexionar sobre temas importantes. "Feminismo", pensó Sanz, y comenzó a trabajar para ordenar en su cabeza los conceptos, sentimientos, incertidumbres y contradicciones que los últimos años se habían ido acumulado de forma caótica producto de la sobreinformación que marca la época.
La movilización del 8 de marzo del 2018, la sentencia judicial sobre el caso de La Manada, el manifiesto de las intelectuales francesas contra el #MeToo, el carácter de clase de las reivindicaciones feministas, el lenguaje inclusivo y un largo etcétera. Todas ideas que volaban sueltas en la cabeza de esta mujer nacida en la década del sesenta a quien -como a muchos de nosotros- este tsunami feminista la había puesto a reflexionar.
A lo largo de los capítulos la escritora viaja de lo íntimo a lo político como quien se desliza con suavidad a bordo de un barco llamado "duda". "Una de las conclusiones del texto es que la 'duda' es un lugar excelente para la reivindicación y para el intento de transformación de lo que es manifiestamente injusto", explicó la autora a Infobae Cultura.
—El feminismo parece estar cambiando muchas de las ideas con las que nos criamos. ¿Qué pasa entre esa transformación de índole 'cultural' y la transformación efectiva, la que es consecuencia de la conquista de derechos?
—A mí me parece que tanto los hombres como las mujeres hemos recibido una educación machista que nos ha hecho daño. Creo que, en este sentido, es fundamental la autocrítica que potencie las figuras de un hombre feminista y la de una mujer que reflexione sobre cuál es el origen de unos deseos que a menudo responden a una expectativa masculina. Y en ese sentido creo que lo cultural, lo educativo y los socioeconómico se dan la mano y me cuesta separar las desigualdades de raza, género o clase.
—¿En qué sentido?
—Las evidentes discriminaciones de la mujer en el espacio público -riesgo de pobreza, tasa de desempleo, tasa de trabajo temporal no deseado, techos de cristal- reflejan su falta de "valor" en una sociedad de mercado en la que parece que lo que se te paga es lo que vales. Esta minusvaloración de la mujer en el ámbito público deviene en violencia en el ámbito de lo privado: nuestro cuerpo se convierte en el lugar donde se libran todas las batallas. El miedo a salir de noche, a las vejaciones, el desprecio y los feminicidios no creo que puedan separarse de un espacio laboral donde enfermamos por dar la talla y tenemos que bracear el doble que nuestros compañeros para alcanzar metas parecidas. A la vez, la violencia machista explícita sobre el cuerpo de las mujeres genera un miedo, una inseguridad, que no nos hace ningún favor a la hora de reivindicar nuestros derechos laborales. En la crítica cultural y social del feminismo es básica la consigna de que "lo personal es político". Y viceversa.
—En el libro menciona tangencialmente un fenómeno que en Argentina está bastante extendido, pero que entiendo que en la actualidad que estamos discutiendo sobrepasa las fronteras. ¿Qué opina de los linchamientos virtuales o escraches?
—Creo que los escraches virtuales son producto del tipo de relación y de vínculo débil que se propicia en las redes: nos atrevemos a todo escudados y escudadas en una virtualidad que escamotea el cuerpo. Por otra parte, tengo la impresión de que esa respuesta violenta es el resultado de injusticias terribles, de diferencias convertidas permanentemente en desventajas, de bulos contra las mujeres, de ausencias espeluznantes en un marco legislativo que a menudo no respeta los derechos de las mujeres -pienso en toda la precariedad laboral de la que antes te he hablado, pero por supuesto también pienso en el aborto o en la culpabilización de las víctimas de violación-.
—Un tipo de justicia por mano propia.
—Hay un justo resentimiento que, sin embargo, creo que debemos encauzar por la vía de la racionalidad. Sospecho que a la larga será más efectivo. En otro orden de cosas, vivimos aún en sociedades en las que cualquier crítica en boca de una mujer se convierte inmediatamente en inquisitorial y en seguida se nos califica y se nos ponen nombres insultantes que tienen que ver con lo que nos ha representado a lo largo de los siglos: el cuerpo y su apariencia, nuestra belleza, nuestra pureza, nuestra fealdad, nuestras axilas sin depilar o nuestras pestañas postizas. Lo que sea.
—Hacia el final de Monstruas y Centauras se detiene bastante en una polémica en torno a la novela Lolita, de Vladimir Nabokov. Con el auge del feminismo hay quienes plantearon que ese libro debiera ser censurado o al menos no ser leído por algo así como 'apología de la pedofilia'. ¿Está de acuerdo?
—Creo que una sociedad culta es la que enseña a leer a su ciudadanía crítica y contextualizadamente. Estoy en contra de la censura y de las leyes mordaza. Creo en el valor democrático de la argumentación y en la posibilidad de la literatura para establecer una diálogo. Sería deseable que se pudiera seguir escribiendo libros tan poderosos como Lolita y que existiera una crítica feminista que comentase el texto, lo interpelase y le hiciese preguntas desde un punto de vista feminista sabiendo que leer con conciencia civil supone armonizar lo ideológico, con lo biográfico, lo cultural y lo textual. También sería deseable que entendiésemos que las bellas letras y las bellas artes no se pueden interpretar de un modo literal: son máscaras, metáforas, correlatos de los que yo como lectora me apropio buceando en lo que hay bajo lo superficie de los textos. A veces una obra significa o expresa exactamente lo contrario de lo que dice explícitamente. A veces la representación de la crueldad puede devenir en una pregunta ética.
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