La historia de la literatura también puede ser vista como uno de los pocos territorios de la actividad humana donde el error e incluso la falla son dos de los eventos más productivos y trascendentes que existen. Hay varios casos que son conocidos:
Roberto Arlt educándose con malas y baratas traducciones de novelitas rusas y luego –gracias a ellas- generando una prosa indomable que fue catalogada de mala o deficiente por los críticos de su época; y luego esa misma escritura fue lo que le dio gloria y un lugar indeleble en el campo de nuestra literatura nacional. O James Joyces escribiendo un último capítulo de su novela Ulises para retratar los pensamientos caóticos y afiebrados de Molly Bloom que significó un cúmulo incomprensible de palabras y que hizo que muchos se preguntaran: ¿qué es esto? Y resultó que con esas páginas se había creado para siempre el monólogo interior.
Otro ejemplo, el periodista Hunter S. Thompson en 1970 yendo a cubrir el Derby de Kentucky para el diario Boston Globe y como no tenía la nota terminada para mandar, y con el deadline encima, envió a sus editores los escritos sueltos, y muy crudos, que había podido garabatear y al diario le encantó. Y desde ese instante existe algo llamado periodismo gonzo que legó grandes obras como Miedo y asco en La Vegas, entre otras. Y en esa cadena de errores exitosos podemos ubicar al escritor chileno Alejandro Zambra (1975) y su ingreso al mundo de la narrativa.
Después de Bahía inútil y Mudanza, Zambra se encontraba trabajando en lo que sería su tercer libro de poemas. Pero había algunos problemas. No se encontraba a gusto con su trabajo como periodista cultural porque había vuelto forzado y obligatorio algo que fue concebido como puro placer: la lectura. Y por otra parte, los poemas que le salían no le gustaban nada de nada. La solución fue, entonces, escribir una suerte de diario de ese libro de poesía que no estaba tomando forma. El resultado de esa experiencia fallida, a falta de un adjetivo mejor, lo dejó con su primera y celebrada novela que contaba una historia de amor, pero también se metía con Chile y con la literatura de ese país: Bonsái (Anagrama, 2006), que fue llevada al cine.
Un texto que nos permitió conocer a un autor que se encargaba de dejar bien en claro que el artificio, la ingeniería que sostiene y siempre está detrás de la ficción, era lo primero que iba a ser expuesto para generar un efecto de lectura distinto. Es decir: Zambra demostró que había otras maneras de contar las historias de siempre.
Algunos años después, y luego de varias novelas (La vida privada de los árboles, Formas de volver a casa y Facsímil) que hicieron su recorrido por todo el continente y por Europa, encontramos a Zambra en una situación muy distinta a la de aquel poeta y periodista que por no poder escribir un libro de poemas terminó entregando una novela.
Para empezar, ya no trabaja más de periodista. Para seguir: es padre y vive en México. Y para terminar: los escritos sobre literatura reunidos en No leer, publicado originalmente en el 2010, se acaban de reeditar por Anagrama y este mes publicó su nuevo e inclasificable libro donde interactúan la ficción y la no ficción: Tema libre, publicado por la editorial de la Universidad Diego Portales y que tendrá su versión española en mayo.
Desde México, donde está metido y decidido a terminar una nueva novela y lleva una existencia feliz de hombre casado y padre, Zambra se hizo un tiempo para dialogar con Infobae Cultura sobre su nueva obra, pero también del hecho de cómo encarar la escritura y abordar la palabra cuando el tiempo avanza imparable hacia un lugar desconocidos para todos nosotros.
–Hace casi 10 años fue la primera edición de No leer y ahora se reedita por Anagrama. ¿Cómo es tu relación con ese libro después de tanto tiempo?
-Me cuesta valorarlo, porque siento que nunca lo escribí. Podría hablar de cada texto, recuerdo con precisión circunstancias y vaivenes relacionados con esos artículos, pero como libro es casi menos mío que de Andrés Braithwaite, el editor, fue él quien lo vio; él lo armó y lo podó y estableció sus secciones, yo le atribuyo buena parte de la autoría. Tenía material para un libro de ochocientas páginas y armó ese libro flaquito… En esta edición, gracias a su venia indulgente, lo engordé con otras cosas, de este tiempo y de otros, y lo pasé bien releyendo. Lo suscribo plenamente, aunque nada de lo que ahí digo lo diría ahora de la misma manera.
–En esa época de la salida de No leer dejabas el periodismo cultural. ¿Estás contento con esa decisión ahora y de qué manera influyó en tu escritura? ¿Y cómo es la relación con el periodismo cultural en la actualidad, sea como lector o como quieras verlo?
-Leo lo que pillo, que tampoco es mucho. Al menos en Chile lo están cerrando todo, pero lo poco que queda, lo leo. Y hay autores que sigo con parejo fervor. Desde la adolescencia leí siempre los suplementos literarios, les tengo cariño. Y me gustaba escribir en la prensa, aprendí mucho esos años. Lo dejé porque me absorbía y quería concentrarme en unos libros en que estoy metido desde hace tiempo. De pronto me di cuenta de que todo lo que leía desembocaba de forma casi inmediata en la columna del domingo o en la clase del martes y quise que la lectura volviera a estar vinculada exclusivamente con el placer. Ahora que no hago clases ni escribo en la prensa, echo de menos las dos cosas. Bueno, hace poco volví, el año pasado escribí de forma más o menos periódica para una revista chilena, pero también la cerraron.
–Hablemos de Tema libre. ¿De qué forma surge este libro? ¿Esa diversidad era buscada? ¿Cómo percibís que se ensamblan las tres secciones de ficción y de no ficción?
-Pasé los últimos tres años escribiendo otras cosas, este libro reúne una serie de interrupciones provechosas, de matices urgentes. Tiene algo de recopilación pero también incluye ensayos que acabo de escribir, expresamente para el libro. Si No leer es más sobre leer, Tema libre es más sobre escribir. Pero no quiero clasificarlo, porque es un libro de tema libre… Como supongo que hace todo el mundo, al momento de armarlo pensé en algo que me gustaría leer. Y en una especie de unidad hecha de contradicciones. Adoro ese relato de Kafka que se llama Once hijos. Estos textos son como once hijos de padres distintos pero la mamá, que soy yo, es la misma. Se parecen pero no tanto. Y pelean entre sí, y se quieren pero también se odian un poco.
–El libro como objeto y materialidad ha sido uno de tus temas a lo largo de tu obra. Incluso se hablaba de que trabajabas un libro –más bien un ensayo- sobre bibliotecas. ¿Es así? ¿Cómo va ese proyecto? ¿Y de qué forma manejaste el tema "biblioteca" en estas últimas mudanzas?
-Al venirme a México lo doné todo a una biblioteca. Bueno, no todo-todo, me traje un puñado de libros, la mayoría de poesía chilena y de narrativa argentina. Y los libros de mis amigos, que son muchos (los libros y los amigos) y que para mí pertenecen a un género literario aparte. Ese proyecto al que aludes se llama Cementerios personales y está casi listo, pero hay dos o tres relatos que quiero revisar y tal vez reescribir dentro de unos meses, no sé muy bien por qué. Igual no es un libro de ensayos, son más bien relatos que parten de un pretexto común. Pero creo que antes voy a publicar una novela que estoy corrigiendo por estos días.
–Empezaste como poeta y ahora estás volcado decididamente hacia otros géneros. ¿Qué relación tenés con la poesía en la actualidad, desde el aspecto que quieras contar?
-Escribo poemas malos religiosamente. Y leo poemas buenos religiosamente. Y ahí me crié, en la poesía chilena, esa es mi comunidad de origen, buena parte de mis amigos son poetas. Y acabo de escribir una novela de la que por superstición no quiero decir ni media palabra pero sí puedo contarte que se llama Poeta chileno.
–Ahora sos padre. ¿De qué manera modificó tu escritura esta nueva realidad? ¿Y tu sistema de trabajo?
-Me cuesta formularlo, porque la felicidad es difícil de formular. Es una felicidad que no anula el escepticismo, me gustaría poder describirla. No creo que haya experiencias totalmente individuales o solamente familiares. Lo personal es colectivo, cada vez más colectivo, y viene un tiempo hermoso de preguntas y desafíos inmensos. Tengo el privilegio de pasar mucho tiempo con mi hijo. Me levanto cuando él despierta, a las seis y media, a las nueve subo a un cuartito en la azotea y escribo hasta las dos o tres de la tarde. Antes escribía de noche, pero ahora a las diez estoy cagado de sueño.
–Después de varios libros, ¿qué significa la literatura y la escritura para vos?
-Una forma de estar en el mundo, que es más o menos lo que siempre fue. O sea, en algún minuto de la infancia escribir se convirtió en un hábito. No en un propósito, sino en un hábito. Y después, quizás como a los veinticinco, me aferré a ese hábito. Quise ser o hacer otras cosas, que no me resultaron. Supongo que soy escritor porque fracasé en todo lo demás.
–Vivir lejos del país y tierra de origen, ¿tiene algún significado/sentido para vos?
-Radicarme en México no fue tan a propósito. Es la primera vez que estoy afuera sin pasaje de vuelta y tiene muchos sentidos, todos medio escurridizos. Vivir afuera no era un fin en sí mismo. Me enamoré de una mexicana y decidimos vivir acá. No tengo idea si voy a volver Chile. Tengo presente Chile todo el tiempo, todos los días. Lo veo, lo comparo, lo extraño. Comparar países es inútil o falsamente útil, pero lo hago a cada rato. Trato de entender esta nueva distancia, aprovecharla para mirar mejor mi país, pero a veces siento que lo estoy perdiendo. No que estoy perdido, porque creo que pocas veces he estado menos perdido que ahora, pero sí me viene una nostalgia que nunca antes había sentido. Y trato de conservar el acento, lo que por lo demás es bastante ridículo, porque vivo hace ya dos años en chilango. Tal vez aspiro a ser chilengo.
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