Bruce Chatwin: retrato del narrador, aventurero y cronista que renovó la literatura de viajes

A 30 años de su muerte, un recorrido por la vida, las polémicas, las obras y los mitos en torno al gran escritor inglés, autor del clásico “En la Patagonia” y de una serie de libros que no han sido justamente reconocidos

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Bruce Chatwin
Bruce Chatwin

"A Charles y Margharita Chatwin
Colegio Old Hall, Wellington, Shropshire, 2 de mayo de 1948
'Queridos papá y mamá: Éste es un colegio precioso. Nos han puesto una película muy bonita que se llama El tren fantasma. Trataba de un tren que, todos los años, a medianoche, llegaba a la estación, y, si alguien lo miraba, moría. Soy el segundo de la clase. Con cariño, Bruce'".

Con esta carta comienza Bajo el sol (2010), libro que reúne post mortem la correspondencia del viajero y escritor inglés Bruce Chatwin (Sheffield, Yorkshire, 13 de mayo de 1940-Niza, Francia,18 de enero de 1989), a cargo de su mujer, Elizabeth Chanler (que firmó con apellido de casada, Chatwin), y de su biógrafo, Nicholas Shakespeare. Entre paréntesis, la película a la que hace referencia en la carta, The Ghost Train en el original, es una comedia de terror de 1941 dirigida por Walter Forde.

Es tentador considerar este texto que un pequeño Bruce de 8 años les escribió a su mamá y a su papá, desde el internado al que lo habían enviado, como una semilla del bosque futuro que Chatwin construiría a través de distintos libros, como cronista de viajes y novelista, autor de ficción y de no ficción: un estilo sintético, lacónico, elíptico, armador de textos con reglas y orden personalísimos, todas características que sobresalen en su libro más famoso (y el primero de su producción), En la Patagonia (1977, reeditado por Planeta España en formato eBook).

Hoy, a treinta años de su muerte, y cuando el director alemán Werner Herzog está a punto de filmar un documental en homenaje a su figura, vale la pena recorrer vida y obra de un autor singular, que renovó la crónica de viajes y que escribió libros originales y no lo suficientemente valorados.

Su vida fue curiosa y no exenta de leyendas. Nació cuando su padre, abogado, estaba en altamar, en un barco de la Marina británica. Al comienzo, su madre lo crió en casa de sus tías y tíos. Cuatro años después, la pareja tuvo otro hijo, Hugh. Terminado el secundario, Bruce empezó trabajando en la casa de subastaS Sotheby's, donde creció especializándose en arte moderno, impresionismo y antigüedades, gracias a una particular capacidad para detectar falsificaciones en obras de arte. Dejó ese trabajo a los 26 años por una supuesta ceguera parcial (el oculista le habría aconsejado dejar de estudiar objetos pequeños para "mirar el horizonte") , un año después de casarse, para estudiar arqueología en la Universidad de Edimburgo, pero abandonó porque eso de "molestar a los muertos", decidió, no era para él.

Fue periodista a cargo de arte en The Sunday Times, donde viajó e hizo reportajes a personalidades de la cultura hasta que, liberado de las ataduras de trabajos que lo encadenaban a un punto fijo, se dedicó a leer, viajar y escribir. Vivió con Elisabeth Chanler durante 15 años, fue bisexual declarado y gay practicante, la pareja se separó, pero volvieron a estar juntos al final de la vida del escritor.

La lista de su producción literaria incluye además El Virrey de Ouidah (1980), novela que narra la historia de un aventurero brasileño que viaja a África para traficar esclavos y es ungido con el máximo cargo, y que Herzog llevó a la pantalla en su película Cobra verde (1987), protagonizada por Klaus Kinski, último trabajo conjunto entre el director y su actor fetiche, y que el propio Chatwin desdeñó (tal vez la reincidencia del director alemán hoy sea un modo de corregir ese film malogrado); le siguió Colina negra (1982), ficción basada en la vida de dos granjeros mellizos que viven aislados y a quienes el presente les pasa por un costado como el último vagón de un tren que se aleja irremediablemente; luego Los trazos de la canción (1987), crónica antropológica que sigue el derrotero de la creación musical de los aborígenes en Australia; Utz (1988), sobre un coleccionista checo de cerámicas Meissen durante la era comunista en Praga; y ¿Qué hago yo aquí? (1989), semblanzas, crónicas y retratos, especie de anecdotario personal antologado por el propio Chatwin. Luego de su muerte se publicaron las recopilaciones póstumas Anatomía de la inquietud (1997) y la ya mencionada Bajo el sol. Las cartas de Bruce Chatwin (2010).

En el prólogo de este libro, Elizabeth Chatwin narra la famosa anécdota ya devenida mito, que diez años después de muerto el escritor, otro viajero, esta vez un argentino, Adrián Giménez Hutton, en su libro La Patagonia de Chatwin, se encarga de completar siguiendo las huellas del inglés y explicándose el por qué de los permanentes abandonos y virtuales exilios de Chatwin. Así nos enteramos de que En la Patagonia nació de un pedido y de una promesa. Una genealogía que une por un lado a su abuela, un trozo de piel del supuesto brontosaurio que la mujer habría recibido de un primo expedicionario y que generó en aquel niño que escribía cartas a sus padres el deseo de viajar al sur del mundo para conocer la Cueva del milodón (en rigor, en Chile), a una diseñadora irlandesa, Eileen Gray, que vivía en París desde 1904 y quien lo instó a viajar a la Patagonia en su lugar, un deseo para ella siempre postergado.

Chatwin ocultó la enfermedad que
Chatwin ocultó la enfermedad que lo llevó a la muerte.

Leyendas aparte, se podría decir que En la Patagonia fue un libro que nació clásico. Además de haber contado con el editor correcto, Tomas Maschler (que lanzó a grandes autores como Ian McEwan, Martin Amis y Salman Rushdie), Chatwin tuvo la habilidad de escribir un libro inserto en una larguísima tradición doble: la de los ingleses cronistas viajeros en general, y, en particular, la de los sucesivos descubridores de ese extraño y cautivante universo del sur argentino, región de riquezas naturales y atractiva no solo en sentido simbólico o poético, también (o acaso mucho más) económico, y científico.

Hoy, la mayor reserva de agua de un planeta sediento. Especie de Macondo colectivo y "real", lugar estratégico para la ficción (que en la Argentina, incluye a autoras como Sylvia Iparraguirre o María Rosa Lojo, autores como Eduardo Belgrano Rawson y Leopoldo Brizuela, o cineastas como Carlos Sorín y Lucía Puenzo). Se podría decir que, como los campos de girasoles que obligan a pensar en Van Gogh, los caminos de la Patagonia conducen a Bruce Chatwin.

Thomas Falkner en el siglo XVIII, pero también Charles Darwin y William Henry Hudson antecedieron a Chatwin en el deslumbramiento y la aventura patagónica. Refugio de prófugos de la justicia y de anarquistas, y cuna de revoluciones truncas. Sede de la célebre cárcel más austral del mundo, el Penal de Ushuaia, hoy museo, donde estuvo preso el anarquista ucraniano Simón Radowitsky por matar al jefe de la Policía que le dio nombre a la escuela Ramón Falcón, responsable de la matanza de anarquistas que retrata Osvaldo Bayer en La Patagonia rebelde.

En su libro, Chatwin supo intercalar, en forma aparentemente caprichosa, la historia de Radowitsky con las de Butch Cassidy y Sundance Kid ocultos en una choza que devino sitio turístico, en la localidad chubutense de Cholila, con relatos "al pasar", como un viaje en tren en el que un mapuche alcoholizado es sometido por un joven porteño.

“La pandilla salvaje”, 1900: Sundance
“La pandilla salvaje”, 1900: Sundance Kid sentado, primero a la izquierda y Butch sentado, primero a la derecha

Observador sagaz y viajero incansable, escritor compulsivo (un verdadero adicto a la escritura, según cuenta su mujer, a quien desde el primer día le informó que él prefería viajar solo y todo el tiempo), Chatwin estableció una especie de arqueología vital que consistió en abrazar la utopía nómade, se sintió "hombre de ningún lugar" y ciudadano del vasto mundo, murió a los 48 años de sida en Francia, enfermedad que él mismo disfrazó con una eufemística "mordedura de murciélago", un ocultamiento que le valió la condena moral de algunos de sus contemporáneos, intelectuales, incluso amigos (una actitud que hoy podría ser considerada una revictimización de la víctima).

Según la necrológica publicada en el diario español El País el 20 de enero de 1989, la causa de la muerte de Chatwin había sido "una enfermedad ósea que contrajo en 1985 durante un viaje a China". El sida era una epidemia "nueva" y sus víctimas, estigmatizadas y culpabilizadas.

Ryszard Kapuscinski
Ryszard Kapuscinski

También, y al igual que el maestro de la crónica, el periodista polaco Ryszard Kapuscinski (1932-2007), Chatwin fue blanco de críticas que cuestionaban su baja fidelidad a lo real en sus textos. En su defensa, su mujer, Elizabeth, escribió: "Bruce cambiaba un poco a las personas a las que conocía en sus andanzas: los hermanos de La colina negra no eran gemelos; una enfermera que aparece en En la Patagonia era devota de Agatha Christie, no de Ósip Mandelstam. Aquello enfurecía a quienes se veían alterados, cosa que comprobamos Nicholas Shakespeare y yo cuando seguimos en 1992 el recorrido que él había hecho por Argentina, pero eso se debía a su forma de narrar."

Una forma que lograba, según Elizabeth, en parte, mediante una técnica obsesiva que constaba en "escribir en cuadernos pautados y amarillos (norteamericanos); corregía, tachaba y tiraba un folio tras otro. Cuando se quedaba más o menos satisfecho, mecanografiaba el texto dejando márgenes muy anchos; después volvía a corregir y a meter cambios. A veces hacía otra copia a mano y, siempre, varias versiones a máquina. Tiraba montañas de papeles, así que no han quedado borradores. Hasta que un texto le parecía bueno no se lo enseñaba a nadie, pero a mí me lo leía en voz alta. Todo tenía que sonar bien, fluir con ritmo".

Nunca usó una computadora, jamás mandó un mail. Bruce Chatwin fue un hombre de otro siglo. Nómade en el espacio y en el tiempo, la muerte, que todo lo interrumpe, dejó expresiones de deseo, sueños incumplidos, los proyectos que enumera su biógrafo, Shakespeare: "Una obra sobre la curación que se iba a llamar The Sons of Thunder (Los hijos del trueno); un tríptico de relatos inspirados en los Tres cuentos de Flaubert, 'uno de ellos con Irlanda como escenario, en la época de los reyes irlandeses'; una novela centrada en Asia, sobre el botánico austríaco-americano Joseph Rock, que vivió en China; otra novela, que se iba a desarrollar en Sudáfrica, sobre los chismorreos y los celos que se dan en un pequeño pueblo del Karoo. Y, cómo no, su epopeya rusa Lydia Livingstone, una gran historia de amor en la que iban a aparecer tres ciudades (París, Moscú, Nueva York), y en la que el autor quería utilizar el material narrativo que le brindaba la familia jamesiana de su mujer."

Hace justo treinta años, cuando Chatwin murió, otro alemán, Hans Magnus Enzensberger, respondía desde las páginas del Times Literary Supplement a la pregunta: "¿Por qué es tan significativa la muerte de Bruce Chatwin?". "No cabe duda de que Chatwin será recordado, y echado en falta, en tanto que narrador. Como contador de historias, había conseguido sobrepasar los límites convencionales de la narrativa, y, en sus crónicas, incluyó elementos del reportaje, de la autobiografía, de la etnología, de la tradición ensayística de la Europa continental, también chismorreos… Chatwin nunca dio a los críticos, a los editores o al público lector lo que éstos esperaban… Bajo la brillantez del texto se nota una presencia turbadora, algo sobrio, solitario, conmovedor, como sucede en Turgénev. Cuando releemos a Bruce Chatwin, encontramos en él muchas cosas que todavía no se han señalado". Tal vez ahí resida la respuesta a sus detractores, los que le pidieron que confesara la verdad. Toda la verdad. Y nada más que la verdad.

 

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