En julio de 1867, el renombrado geómetra Michel Chasles donó a la Academia de las Ciencias de Francia una carta firmada por Pascal (1623-1662). La carta hablaba de astronomía y demostraba que el filósofo francés había descubierto la ley de gravedad varias décadas antes que Isaac Newton (1642-1726).
En las sesiones subsiguientes de la Académie, algunos eruditos puntualizaron que la misiva daba resultados matemáticos basados en fórmulas que todavía no se habían creado, además de que Pascal no redactaba en ese estilo ni se interesaba en lo más mínimo por la astronomía.
Chasles respondió a este escepticismo produciendo otros 53 manuscritos, entre ellos varias cartas de Pascal a Newton y viceversa donde el primero le mandaba al segundo (por entonces un púber de 12 años) sus apuntes sobre "la ley de abstracción" (sic) y algunos inéditos de "mi amigo René Descartes". Nuevas objeciones llegaron ahora desde Bélgica e Inglaterra, pero fueron combatidas con nuevos descubrimientos: según las cartas inéditas que mostró Chasles, el que había empezado a estudiar la ley de gravedad fue Galileo (1564-1642), quien le habría pasado el dato a Pascal.
La carta de Galileo estaba fechada en una época en que ya estaba ciego y hablaba de los satélites de Saturno, no descubiertos hasta después de su muerte, dijeron los críticos, pero Chasles volvió a abrir el paraguas: decenas de nuevos manuscritos firmados por Galileo y sus alumnos atestiguaban que sólo había simulado la ceguera para trabajar a escondidas de la Inquisición, y que en sus años postreros había construido un telescopio desde donde estudiar las estrellas.
Especialistas en Galileo de todas las latitudes alegaron que esas cartas escritas en francés contradecían todo lo que se sabía sobre el florentino, empezando por el hecho de que jamás había escrito en esa lengua. También se demostró que las cartas estaban copiadas de la Historia de los filósofos de Savérien, a lo que Chasles respondió con nuevas cartas que demostraban que el que se había copiado era Savérien mismo. La controversia duró dos años; en 1869, la Académie la cerró transitoriamente con la declaración oficial de que los documentos eran genuinos. Francia fue la cuna de la ley de gravedad, por unas semanas. Luego la cosa cayó por su propio peso.
Vrain-Denis Lucas nació en 1818. Hijo de campesinos, su educación formal fue casi nula. Más tarde trató de recuperarse asistiendo a cursos de historia y filosofía en París, pero lo que natura no da, la Sorbonne tampoco presta. Su ignorancia del latín le costó varios puestos antes siquiera de obtenerlos; recién encontró refugio laboral en la empresa de genealogías Letellier, famosa por ser una usina de documentos fraguados.
El trabajo de Lucas era venderle un pasado ilustre a cuanta familia de nouveau riche estuviera dispuesto a pagarlo; pasaba horas en las bibliotecas, entre otras cosas robando páginas en blanco de libros antiguos. Poco tiempo después de que la empresa cerrara, Lucas se puso en contacto con Michel Chasles (1793-1880), no sólo uno de los geómetras más prestigiosos de su siglo sino también un apasionado coleccionistas de documentos autógrafos.
Le vendió, para empezar, una carta de Molière. Luego una de Rabelais, más tarde una de Racine. Por la primera cobró 500 francos, por las otras, 400. El salario promedio en aquella época era de 5 francos por día. 900 era lo que un carpintero podía aspirar a ganar en medio año de trabajo.
Para justificar sus falsificaciones, Lucas inventó que pertenecían a la colección del Conde de Boisjourdain, muerto en un naufragio a finales del siglo XVIII. Los restos de ese naufragio estaban ahora en manos de un pariente del Conde, para quien él trabajaba a comisión. El cuento fue eficaz: cuando Chasles mandó a restaurar los primeros papeles (humedecidos por Lucas), la química terminó de arruinarlos, prueba de que habían pasado por agua, prueba de que el naufragio existió.
Después de esta prueba de agua, Lucas empezó a vender a raudales. Hacia 1865, la colección de Chasles era famosa a nivel internacional, varias de sus rarezas habían sido publicadas en diversos países. Pero el embuste que culminaría con el caso Pascal-Newton duró años, y de los humildes comienzos, limitados a autores franceses de los siglos anteriores, Lucas pasaría a hacer suya la historia epistolar del orbe entero.
En el segundo tomo de En busca del tiempo perdido se cita la carta que "Sófocles escribe desde los Infiernos a Racine", absurdo ejercicio de un examen de literatura. Lucas, que desapareció por la época en que tiene lugar la novela de Proust, lo habría aprobado con holgura: vendió cartas de Tales, Safo, Julio César, Dante, Shakespeare, Juana de Arco. Cartas de Lázaro "el resurrecto" a Pedro "el santo", de Platón a Sócrates, de Mohamed al Rey de Francia. Entre muchas, muchísimas otras. Algunas de estas misivas se limitaban a reproducir partes de libros o artículos de la enciclopedia de Diderot y D'Alambert, pero no pocas eran fruto genuino del autor. Un ejemplo delicioso:
"Mi muy amado ─le escribe Cleopatra a Julio César─, nuestro hijo Cesarión anda bien. Espero que pronto esté en condiciones de soportar el viaje de aquí a Marsella, donde quiero que sea instruido por el buen aire que allí se respira y por las cosas finas que allí se enseñan… Aprovecho esta ocasión para expresarte, mi muy amado, la alegría que siento cuando me encuentro cerca tuyo, y mientras espero que ello ocurra, ruego a los dioses que te tengan en mente. El once de marzo, año de Roma 709."
Nótese que Cleopatra no manda a su hijo Alejandría o a Roma, sino a Marsella. Con el mismo espíritu, Platón convence a Eutimenes de que visite Gales, Alejandro recomienda a Aristóteles que haga lo propio con esa nación "que trajo la luz del conocimiento al mundo", Arquímedes insinúa que Moisés era celta. Naturalmente, todas estas cartas filogalesas estaban escritas en francés. Una, firmada por Carlomagno, explicaba que el celta era la madre de todas las lenguas.
La historia de Denis-Vrain Lucas, conocido como Príncipe de los falsarios y por lejos el más prolífico de la historia de la literatura, se podría contar. En el sentido más lacónico del término: 27.320. Si una imagen vale más que mil palabras, ese número vale más que mil imágenes: cuente lo que cuente ─como el 9 en Homero o el 4 en ciertas tribus de Australia (y de Borges)─ es mucho. Demasiado, teniendo en cuenta que sólo se trata de las cartas (escritas por 660 personajes históricos) que falsificó 1 hombre en 2.817 días laborales (1 a 10 fraudes diarios) vendiéndolas por un total de 140.000 francos ("millones de dólares", según la traducción de un biógrafo moderno).
En septiembre de 1869, Chasles mandó apresar a Lucas. No por haberlo estafado 27.320 veces (sin contar libros y manuscritos retocados), sino porque Lucas le debía 2.949 fraudes más y Chasles temía que los cediese a algún competidor. La ley cayó sobre el embustero en 1870, pero sin mayor gravedad: 500 francos de multa y dos años a la sombra.
Chasles, tal vez el hombre con mayor capacidad de suspensión de la incredulidad que haya conocido el mundo de las ciencias, murió una década después sin haber perdido su reputación anterior (Príncipe de los geómetras, lo llamó algún malvado), aunque hasta el día de la fecha sea un enigma por qué se dejó embaucar tan alegremente por Lucas.
El otro enigma es Lucas mismo. Alphonse Daudet recreó su historia bajo el significativo título El inmortal (1888). Porque ni Daudet ni nadie sabe decir cuándo murió Lucas, ni qué fue de él cuando salió de prisión. Tampoco ─siendo su título el de Príncipe de los falsarios ─ quién es entonces el rey.
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