Por John Cheever
La Navidad es una época triste. La frase acudió a la mente de Charlie un instante después de que el despertador hubo sonado, y le trajo otra vez la depresión amorfa que lo había perseguido toda la tarde anterior. Al otro lado de la ventana, el cielo estaba negro. Se sentó en la cama y tiró de la cadenilla de la luz que colgaba delante de su nariz. El día de Navidad es el día más triste del año, pensó. De todos los millones de personas que viven en Nueva York, yo soy prácticamente el único que tiene que levantarse en la fría oscuridad de las seis de la mañana el día de Navidad; prácticamente el único.
Se vistió, y al bajar la escalera desde el piso superior de la pensión donde vivía, solo oyó unos ronquidos, para él groseros; las únicas luces encendidas eran las que habían olvidado apagar. Desayunó en un puesto ambulante que no cerraba en toda la noche, y, en un tren elevado, marchó hacia la parte alta de la ciudad. Recorrió la Tercera Avenida hasta desembocar en Sutton Place. El vecindario estaba a oscuras. Los edificios levantaban, a ambos lados de las luces callejeras, muros de ventanas negras. Millones y millones de personas dormían, y aquella pérdida general de conciencia generaba una impresión de abandono, como si la ciudad se hubiera desmoronado, como si aquel día fuese el fin del tiempo. Charlie abrió las puertas de hierro y cristal del edificio de apartamentos donde trabajaba como ascensorista desde hacía seis meses, cruzó el elegante vestíbulo y entró en el vestidor de la parte trasera. Se puso el chaleco de rayas con botones de latón, una corbata de nudo falso, unos pantalones con una franja azul cielo en la costura, y una chaqueta. El ascensorista de noche dormitaba en el banquillo dentro del ascensor. Charlie lo despertó. El hombre le dijo con voz espesa que el portero de día se había puesto enfermo y que no vendría. Enfermo el portero, Charlie no dispondría de tiempo para almorzar, y muchísima gente le pediría que saliera a buscar un taxi.
Charlie llevaba trabajando unos minutos cuando lo llamaron desde el piso catorce. Era una tal señora Hewing, que –Charlie se había enterado por casualidad– tenía fama de inmoral. La señora Hewing todavía no se había acostado, y entró en el ascensor ataviada con un vestido largo bajo el abrigo de pieles. La acompañaban dos perros de aspecto raro. Él la bajó y miró cómo salía a la oscuridad de la calle y acercaba los perros al bordillo. No estuvo fuera más de unos minutos. Volvió a entrar y él subió con ella otra vez a la planta catorce. Al salir del ascensor, ella dijo:
–Feliz Navidad, Charlie.
–Bueno, para mí hoy no es precisamente un día festivo, señora Hewing –repuso él–. Creo que las navidades son las fechas más tristes del año. Y no es porque la gente de esta casa no sea generosa, quiero decir, recibo muchas propinas, pero, ¿sabe usted?, vivo solo en un cuarto de alquiler y no tengo familia ni amistades, o sea, que la Navidad no es para mí una fiesta precisamente.
–Lo siento, Charlie –dijo la señora Hewing–. Yo tampoco tengo familia. Es bastante triste estar solo, ¿verdad?
Llamó a sus perros y entró tras ellos en su apartamento. Él volvió a bajar en el ascensor.
Los Walser le hicieron reflexionar sobre la diferencia entre su propia vida en un cuarto de pensión y la vida de la gente que residía allí arriba. Era terrible.
Todo estaba tranquilo, y Charlie encendió un cigarrillo. A aquella hora, la calefacción del sótano acompasaba la respiración del edificio con su vibración regular y profunda, y los tétricos ruidos de vapor caliente que despedía la caldera empezaron a resonar primero en el vestíbulo y después en cada uno de los dieciséis pisos. Aquel despertar puramente mecánico no alivió la soledad ni el malhumor del ascensorista. La oscuridad al otro lado de las puertas de cristal se había vuelto azul, pero aquella luz azulada parecía carecer de origen; como surgida en medio del aire. Era una luz lacrimosa, y a medida que iba invadiendo la calle vacía, Charlie tuvo ganas de llorar. Entonces llegó un taxi y los Walser se apearon, borrachos y vestidos con trajes de noche, y él los subió al ático. Los Walser le hicieron reflexionar sobre la diferencia entre su propia vida en un cuarto de pensión y la vida de la gente que residía allí arriba. Era terrible.
Después empezaron a llamar los que madrugaban para ir a la iglesia, que aquella mañana no fueron sino tres personas. Algunos más salieron hacia la iglesia a las ocho en punto, pero la mayoría de los inquilinos siguieron durmiendo, aun cuando el olor a beicon y café ya penetraba en la caja del ascensor.
Poco después de las nueve, una niñera bajó con un niño. Tanto ella como él exhibían un bronceado intenso; Charlie sabía que acababan de volver de las Bermudas. Él nunca había estado en las Bermudas. Él, Charlie, era un prisionero confinado ocho horas al día en una caja de dos metros por dos y medio, a su vez confinada en un hueco de dieciséis pisos. En un inmueble u otro, llevaba diez años ganándose la vida como ascensorista.
Según sus cálculos, el trayecto medio venía a tener unos doscientos metros, y, cuando pensaba en los miles de kilómetros que había recorrido sin moverse del sitio, cuando se imaginaba a sí mismo conduciendo el ascensor a través de la bruma por encima del mar Caribe y posándose en una playa de coral de las Bermudas, no atribuía a la naturaleza misma del ascensor la estrechez de sus viajes: para él, los pasajeros eran los culpables de su confinamiento, como si la presión que aquellas vidas ejercían sobre la suya le hubiese cortado las alas.
En todo esto pensaba cuando llamaron los DePaul, que vivían en el piso nueve. Le desearon también una feliz Navidad.
–Bueno, son ustedes muy amables por pensar en mí –les dijo mientras bajaban–, pero para mí no se trata de un día festivo. La Navidad es una fecha triste cuando uno es pobre. Vivo solo en un cuarto de alquiler. No tengo familia.
–¿Con quién va a comer hoy, Charlie? –preguntó la señora DePaul. –No voy a tener comida navideña –dijo Charlie–. Nada más que un bocadillo.
–¡Oh, Charlie! –La señora DePaul era una mujer corpulenta, de corazón vehemente, y la queja de Charlie cayó sobre su talante festivo como un súbito chubasco–. Ojalá pudiéramos compartir con usted nuestra comida de Navidad –dijo–. Yo soy de Vermont, ¿sabe?, y cuando era niña, ¿me entiende?, solíamos invitar a mucha gente a nuestra mesa. El cartero, ¿sabe?, y el maestro, y cualquiera que no tuviese familia propia, ¿no?, y ojalá pudiéramos compartir nuestra comida con usted, digo, como entonces, y no veo por qué no podemos. No podremos sentarlo a nuestra mesa porque no puede usted dejar el ascensor, ¿no es cierto?, pero en cuanto mi marido trinche el pavo, le daré un timbrazo y prepararé una bandeja para usted, ya verá, y quiero que usted suba y comparta, aunque sea así, nuestra comida de Navidad.
Charlie les dio las gracias, sorprendido por tanta generosidad, pero se preguntó si no olvidarían su promesa al llegar los parientes y amigos del matrimonio.
Luego llamó la anciana señora Gadshill, y cuando ella le deseó felices fiestas, él bajó la cabeza.
–Para mí no es precisamente fiesta –repitió–. La Navidad es un día triste para los pobres. No tengo familia, ¿sabe? Vivo solo en una habitación de huéspedes.
–Yo tampoco tengo familia, Charlie –dijo la señora Gadshill. Habló con deliberada amabilidad, pero su buen humor era forzado–. Es decir, hoy no tendré conmigo a ninguno de mis chicos. Tengo tres hijos y siete nietos, pero nadie encuentra manera de venir al Este a pasar las navidades conmigo. Yo entiendo sus problemas, desde luego. Ya sé que es difícil viajar con niños en vacaciones, aunque yo siempre me las arreglaba cuando tenía su edad, pero la gente tiene distintas formas de ver las cosas, y no podemos juzgarla por lo que no entendemos. Pero sé cómo se siente, Charlie. Yo tampoco tengo familia. Estoy tan sola como usted.
El discurso de la anciana no conmovió a Charlie. Sí, quizá estuviese sola, pero tenía un apartamento de diez habitaciones y tres criadas, y mucha, muchísima pasta, y diamantes por todas partes, y había cantidad de niños pobres en los suburbios que se darían sobradamente por satisfechos si tuvieran ocasión de hacerse con la comida que su cocinera tiraba. Entonces pensó en los niños pobres. Se sentó en una silla del vestíbulo y se puso a pensar en ellos.
Ellos se llevaban la peor parte. A partir de otoño comenzaba toda aquella agitación a propósito de las navidades y de que eran fechas dedicadas a ellos. Después del día de Acción de Gracias, no podían escaparse; estaba establecido que no podían escaparse. Guirnaldas y adornos por todas partes, campanas repicando, árboles en el parque, Santa Claus en cada esquina y fotos en diarios y revistas, y en todas las paredes y las ventanas de la ciudad les anunciaban que los niños buenos tendrían cuanto quisieran. Aunque no supiesen leer, sabrían esto. Aunque fuesen ciegos. Estaba en la atmósfera que los pobres críos respiraban. Cada vez que salían de paseo, veían todos aquellos juguetes caros en los escaparates; escribían cartas a Santa Claus, y sus padres y madres les prometían echarlas al correo, y cuando los niños se habían ido a la cama, las quemaban en la estufa. Y al llegar la mañana de Navidad, ¿cómo explicarles, cómo decirles que Santa Claus solo visitaba a los niños ricos, que nada sabía de los niños buenos? ¿Cómo mirarlos a la cara, cuando todo lo que uno podía regalarles era un globo o una piruleta?
Al volver a casa unas cuantas noches atrás, Charlie había visto a una mujer y a una chiquilla que bajaban por la calle Cincuenta y nueve. La niña lloraba. Imaginó que estaba llorando, supo que estaba llorando, porque había visto en los escaparates todos los juguetes de las tiendas y no alcanzaba a comprender por qué ninguno era para ella. Imaginó que la madre era sirvienta, o quizá camarera, y las vio camino de vuelta a una habitación como la suya, con paredes verdes y sin calefacción, para cenar una sopa de lata el día de Nochebuena. Y vio luego cómo la niña colgaba en alguna parte sus raídos calcetines y se quedaba dormida, y vio a la madre buscando en su bolso algo que meter en los calcetines… El timbre del piso once interrumpió su ensoñación.
Subió; el señor y la señora Fuller estaban esperando. Cuando le desearon feliz Navidad, él dijo:
–Bueno, para mí no es precisamente fiesta, señora Fuller. La Navidad es un día triste cuando uno es pobre.
–¿Tiene usted hijos, Charlie? –preguntó ella. –Cuatro vivos –dijo él–. Dos en la tumba. –Se sintió abrumado por la majestad de su embuste–. La señora Leary está inválida –añadió.
–Qué triste, Charlie –lamentó la señora Fuller. Salió del ascensor cuando llegaron a la planta baja, y dio media vuelta–. Voy a darle algunos regalos para sus hijos, Charlie. Mi marido y yo vamos a hacer una visita, pero cuando volvamos le daremos algo para sus niños.
Él le dio las gracias. Luego llamaron del cuarto piso, y subió a recoger a los Weston.
–No es que sea un día festivo para mí –les dijo cuando le desearon feliz Navidad–. Es una fecha triste para los pobres. Ya ven, yo vivo solo en una pensión.
–Pobre Charlie –dijo la señora Weston–. Sé exactamente cómo se siente. Durante la guerra, cuando el señor Weston estaba lejos, yo pasé sola las navidades. No tuve comida navideña, ni árbol ni nada. Me preparé unos huevos revueltos, me senté y me eché a llorar.
Su marido, que ya estaba en el vestíbulo, la llamó impacientemente.
–Sé exactamente cómo se siente usted –declaró la señora Weston.
La mayoría de la gente que atravesó el vestíbulo llevaba paquetes envueltos en papel de colores y lucía sus mejores pieles y sus ropas nuevas.
Al mediodía, el olor de aves y caza había reemplazado al de beicon y café en el recinto del ascensor, y la casa, como una gigantesca y compleja granja, estaba ensimismada en la preparación de un festín doméstico. Todos los niños y las niñeras habían vuelto del parque. Abuelas y tías llegaban en enormes automóviles. La mayoría de la gente que atravesó el vestíbulo llevaba paquetes envueltos en papel de colores y lucía sus mejores pieles y sus ropas nuevas. Charlie siguió quejándose ante casi todos los inquilinos cuando estos le deseaban felices fiestas, ya en su papel de solterón solitario, ya representando a un pobre padre, según su talante, pero aquella efusión de melancolía y la compasión que suscitaba no lograron mejorarle el ánimo.
A la una y media llamaron del piso nueve, y al subir encontró al señor DePaul, que, de pie en la puerta de su piso, sostenía una coctelera y un vaso.
–Un pequeño brindis navideño, Charlie –dijo, y le sirvió una copa. Después apareció una sirvienta con una bandeja de platos cubiertos, y la señora DePaul salió del cuarto de estar.
–Feliz Navidad, Charlie –le deseó–. Le dije a mi marido que trinchara pronto el pavo para que usted pudiera probarlo, ¿sabe? No puse el postre en la bandeja porque tuve miedo de que se derritiera, así que cuando vayamos a tomarlo ya le avisaremos.
–¿Y qué es una Navidad sin regalos? –dijo el señor DePaul, y sacó del recibidor una caja grande y plana que colocó encima de los platos cubiertos.
–Ustedes hacen que este día me parezca un auténtico día de Navidad –dijo Charlie. Las lágrimas le asomaban a los ojos–. Gracias, gracias.
–¡Feliz Navidad! ¡Felices fiestas! –exclamaron los otros, y vieron cómo Charlie se llevaba su comida y su regalo al ascensor. Guardó ambas cosas en el vestidor cuando llegó abajo. En la bandeja había un plato de sopa, un pescado con salsa y una ración de pavo. Sonó otro timbre, pero antes de contestar abrió la caja que le habían regalado y vio que contenía una bata. La generosidad de los DePaul y la bebida que había ingerido empezaban a hacerle efecto, y subió lleno de júbilo a la planta doce. La sirvienta de la señora Gadshill lo esperaba en la puerta con una bandeja, y a su espalda estaba la anciana.
–¡Felices navidades, Charlie! –le dijo. Él se lo agradeció y de nuevo le afluyeron las lágrimas. Al bajar tomó un sorbo del vaso de jerez que había en la bandeja. La aportación de la señora Gadshill era un plato combinado. Comió con los dedos la chuleta de cordero. Sonaba el timbre otra vez; se limpió la cara con una servilleta de papel y subió a la planta once.
–Feliz Navidad, Charlie –dijo la señora Fuller, que estaba en la puerta con los brazos llenos de paquetes envueltos en papel de regalo, como en un anuncio comercial.
El señor Fuller, a su lado, rodeaba con el brazo a su mujer, y ambos parecían a punto de echarse a llorar.
–Aquí tiene algunas cosas para llevar a sus hijos –dijo el señor Fuller–. Y esto es para la señora Leary, y esto otro para usted. Y si quiere llevarlo todo al ascensor, dentro de un minuto le tendremos preparada su comida. Charlie llevó todos los obsequios al ascensor y regresó en busca de la bandeja.
–¡Felices fiestas, Charlie! –exclamó el matrimonio cuando él cerró la puerta.
Guardó la comida y los regalos en el vestidor y abrió el paquete que iba a su nombre. Dentro había una cartera de piel de cocodrilo con las iniciales del señor Fuller en la esquina. La bandeja contenía también pavo; comió con los dedos un pedazo de carne y lo estaba regando con bebida cuando sonó el timbre. Subió de nuevo. Esta vez eran los Weston.
–¡Feliz Navidad, Charlie! –le dijeron, y lo invitaron a un ponche de huevo, le ofrecieron pavo y le entregaron un regalo.
El presente era también una bata. Luego llamaron del siete, y él subió y le dieron más comida y más obsequios. Sonó el timbre del catorce, y cuando llegó arriba vio en el recibidor a la señora Hewing, vestida con una especie de salto de cama, llevando un par de botas de montar en una mano y varias corbatas en la otra. Había estado llorando y bebiendo.
–Felices fiestas, Charlie –le deseó tiernamente–. Quería regalarle algo, he pensado en ello toda la mañana, he revuelto todo el apartamento y estas son las únicas cosas útiles para un hombre que he podido encontrar. Es lo único que dejó el señor Brewer. Me figuro que las botas no le sirven para nada, pero ¿por qué no se queda con las corbatas?
Charlie las aceptó, le dio las gracias y volvió precipitadamente al ascensor, porque el timbre había sonado ya tres veces.
Tenía batas, corbatas, gemelos, calcetines y pañuelos, y uno de los inquilinos le había preguntado su talla y después le había regalado tres camisas verdes
Hacia las tres de la tarde, Charlie tenía catorce bandejas de comida esparcidas por la mesa y por el suelo del vestidor, y los timbres seguían sonando. Cuando empezaba a probar un plato, tenía que subir y recoger otro, y en mitad del buey asado de los Parsons tuvo que dejarlo para ir a buscar el postre del matrimonio DePaul. Dejó cerrada la puerta del vestidor, porque intuía que un acto de caridad era exclusivo y que a cada uno de sus amigos le habría disgustado descubrir que no eran ellos los únicos que trataban de aliviar su soledad. Había pavo, ganso, pollo, faisán, pichón y urogallo. Había trucha y salmón, escalopas a la crema, langosta, ostras, cangrejo, salmonete y almejas. Había pudín de ciruela, bizcocho con frutas, crema batida, trozos de helado derretido, tartas de varias capas, torten, éclairs y dos porciones de crema bávara. Tenía batas, corbatas, gemelos, calcetines y pañuelos, y uno de los inquilinos le había preguntado su talla y después le había regalado tres camisas verdes. Había una tetera de cristal, llena –según rezaba la etiqueta– de miel de jazmín, cuatro botellas de loción para después del afeitado, varios sujetalibros de alabastro y una docena de cuchillos de carne. La avalancha de caridad que Charlie había precipitado llenaba el vestidor y a ratos lo hacía sentirse inseguro, como si hubiera abierto un manantial del corazón femenino que fuese a enterrarlo vivo bajo una montaña de comida y batas. No había hecho notables progresos en la ingestión de los platos, porque todas las raciones eran anormalmente grandes, como si los donantes hubieran pensado que la soledad genera un apetito descomunal. Tampoco había abierto ninguno de los regalos para sus hijos imaginarios, pero se había bebido todo lo que le habían dado, y en derredor yacían los posos de martinis, manhattans, old-fashioneds, cócteles de champán con zumo de frambuesas, ponches, bronxes y sidecars.
Le ardía la cara. Amaba al mundo y el mundo lo amaba a él. Al recordar su vida, la veía bajo una luz rica y maravillosa, rebosante de asombrosas experiencias y amigos excepcionales. Pensó que su trabajo de ascensorista –surcar de arriba abajo cientos de metros de peligroso espacio– requería el nervio y el intelecto de un hombre-pájaro. Todas las limitaciones de su vida, las paredes verdes de su habitación, los meses de desempleo, se desvanecieron. Nadie pulsó el timbre, pero entró en el ascensor y lo disparó a toda velocidad hasta el ático para descender de nuevo y volver a subir otra vez, a fin de poner a prueba su maravilloso dominio del espacio.
Sonó el timbre del doce mientras él viajaba, y se detuvo en el piso el tiempo necesario para recoger a la señora Gadshill. Cuando la caja inició el descenso, él soltó los mandos, en un paroxismo de júbilo, y gritó:
–¡Ajústese el cinturón de seguridad, señora! ¡Vamos a hacer una acrobacia aérea!
La pasajera chilló. Después, por alguna razón, se sentó en el suelo del ascensor. ¿Por qué la mujer estaba tan pálida?, se preguntó Charlie. ¿Por qué se había sentado en el suelo? Ella soltó otro chillido. Charlie hizo que la caja se posase suavemente e incluso, a su juicio, hábilmente, y abrió la puerta.
–Siento haberla asustado, señora Gadshill –dijo mansamente–. Estaba bromeando.
Ella gritó de nuevo. A continuación, salió al vestíbulo llamando a gritos al superintendente.
El superintendente del inmueble despidió en el acto a Charlie, y ocupó el puesto de este en el ascensor. La noticia de que se había quedado sin empleo escoció a Charlie durante un minuto. Era su primer contacto del día con la mezquindad humana. Se sentó en el vestidor y empezó a roer un mondadientes. El efecto de las bebidas empezaba a abandonarlo, y aun cuando no había cesado todavía, preveía una sobriedad fatal. El exceso de comida y regalos comenzó a provocarle una sensación de culpabilidad y desprecio por sí mismo. Lamentó amargamente haber mentido con respecto a sus imaginarios hijos. Era un solterón con necesidades bastante elementales. Había abusado de la bondad de los inquilinos. Era despreciable.
Darse cuenta de que él se hallaba en condiciones de dar, de hacer dichoso al prójimo sin el menor esfuerzo, le devolvió la sobriedad.
Entonces, mientras desfilaba por su pensamiento una secuencia de ideas ebrias, evocó la nítida silueta de su casera y de sus tres hijos flacuchos. Pudo imaginárselos sentados en el sótano. La alegría de la Navidad no había existido para ellos. La escena le llegó al alma. Darse cuenta de que él se hallaba en condiciones de dar, de hacer dichoso al prójimo sin el menor esfuerzo, le devolvió la sobriedad. Cogió un gran saco de arpillera que se usaba para la recogida de basuras y empezó a llenarlo, primero con sus propios regalos y luego con los obsequios para los niños que no tenía. Procedió con la prisa de un hombre cuyo tren se acerca a la estación, porque apenas era capaz de esperar el momento en que aquellas largas caras se iluminasen cuando él cruzara la puerta. Se cambió de ropa y, espoleado por una desconocida y prodigiosa sensación de poderío, se echó el saco al hombro como un Santa Claus cualquiera, salió por la puerta trasera y se dirigió en taxi a la zona baja del East Side.
La patrona y sus hijos acababan de comerse el pavo que les había enviado el Club Demócrata local, y estaban ahítos e incómodos cuando Charlie empezó a aporrear la puerta y a gritar: «¡Feliz Navidad!». Arrastró el saco tras él y derramó por el suelo los regalos de los niños. Había muñecas y juguetes musicales, cubos, costureros, un traje de indio y un telar, y tuvo la impresión de que, en efecto, como había esperado, su llegada disipaba la melancolía reinante. Una vez abierta la mitad de los regalos, dio un albornoz a la patrona y subió a su cuarto a examinar las cosas con que le habían obsequiado.
Ahora bien, los hijos de la casera habían recibido tantos regalos antes de que llegase Charlie que estaban confusos con aquella avalancha; la patrona, guiada por una intuitiva comprensión de la naturaleza de la caridad, les permitió abrir varios paquetes mientras Charlie estaba en la habitación, pero luego se interpuso entre los niños y los obsequios que quedaban sin abrir.
–Eh, chicos, ya tenéis bastante –dijo–. Ya habéis recibido vuestros regalos. Mirad todas las cosas que os han dado. Fijaos, ni siquiera habéis tenido tiempo de jugar con la mitad. Mary Anne, ni has mirado esa muñeca que te dio el Cuerpo de Bomberos. Sería una hermosa acción coger todo esto que sobra y llevarlo a esa pobre gente de Hudson Street: a los Deckker. No habrán tenido regalos.
Un aura beatífica iluminó la cara de la casera cuando advirtió que podía dar, podía ser heraldo de alegría, mano salvadora en un caso de mayor necesidad que el suyo, y, al igual que la señora DePaul y la señora Weston, al igual que el propio Charlie y la señora Deckker, que a su vez habría de pensar posteriormente en los pobres Shannon, se dejó invadir primero por el amor, luego por la caridad y finalmente por una sensación de poder.
–Vamos, niños, ayudadme a recoger todo esto. Deprisa, vamos, deprisa –dijo, porque ya había oscurecido y sabía que estamos obligados mutuamente a una benevolencia dispendiosa un solo y único día, y que ese día concreto estaba casi a punto de acabar.
Estaba cansada, pero no podía quedarse tranquila, no podía descansar.
*Gentileza de editorial Penguin Random House
SEGUIR LEYENDO: