Claudia era linda, bah, no sé si era convencionalmente linda; recuerdo que era atractiva y que tenía un cuerpo armónico y hermoso. A ninguna de las mujeres grandes de mi entorno le quedaban los jeans piel de durazno como a ella: me gustaba mirarla, ver cómo caminaba y cómo se movía; tenía una delicadeza sensual, diría, algo que no la abandonaba ni siquiera cuando baldeaba la vereda o colgaba la ropa en el jardín de casa. Claudia no solo nos cuidaba y nos alimentaba sino que aportaba con sus relatos a nuestra educación sentimental y la teníamos tan cerca, tan cerca, que, a su manera, fue una escuela más para mi hermana y para mí. Dormía en un cuarto a unos metros del nuestro y estaba siempre al alcance de cualquier inquietud o pregunta que no nos animábamos a hacerle a mamá por pudor. No era una persona ilustrada sino una mujer que vivía, que tenía una vida por fuera de mi casa, y eso bastaba para que tuviera las herramientas para hablarnos desde el sentido común. A veces con eso alcanzaba. Y aún alcanza.
Ví Roma, del mexicano Alfonso Cuarón, en Netflix. Y a través del retrato en blanco y negro de la Colonia Roma de su infancia pude volver al San Justo de la mía, a 1971, a ese tiempo en el que con las chicas nos metíamos en el cine para ver tres o cuatro películas en continuado, comíamos helado en la heladería San Remo, mi madre nos buscaba a la salida de la escuela pública, todos hablábamos por teléfonos fijos e inseguros en su privacidad y en donde en familias como la mía -judíos de clase media, padre médico, madre ama de casa frustrada, irritable y dramáticamente pendiente del doctor y de su vida fuera del hogar- la empleada doméstica ocupaba un espacio clave no solo en las tareas de limpieza y cocina sino también en nuestra formación.
Había en mi casa, como en la de la familia de la señora Sofi (protagonizada por la actriz Marina de Tavira) de la película de Cuarón, una suerte de maternidad doble comando. Porque antes de Claudia fueron Mirtha, Mary y Consuelo y después de Claudia vinieron Francis, Marta, Lidia y otros nombres que seguramente quedaron velados por la historia pero que, a su modo, complementaron la educación deficitaria de mi madre, cuya profunda depresión no alcanzábamos a comprender entonces. Mamá pasaba en su cama demasiado tiempo, ella culpaba a la jaqueca y hoy sabemos que no era eso y que tampoco era pereza lo que la hundía cada día en ese colchón, pero entonces no lo sabíamos, no teníamos modo de saberlo.
Vi Roma, entonces, y vi una película que es una oda a la memoria y un homenaje a la belleza; un retorno a la historia en clave familiar y dramática, como es el tono de la vida de cada uno de nosotros. Leí -como suelo hacer- muchas críticas y notas sobre la película, un nuevo modelo de negocio en el que por primera vez un filme de estas características -León de Oro en Venecia, calificada como la película del año por la revista Time, más que posible ganadora del Oscar– se estrena simultáneamente en las salas y en la plataforma más exitosa de streaming. Y me gustó mucho algo que dijo el autor/director, cuando en una entrevista en Letras Libres explicó el modo en que eligió trabajar el relato autobiográfico, ese pasado en el que uno asistió a los hechos como un niño pero al que se decide volver ya como adulto: "Cuando abres una puerta en la memoria, aparece un corredor infinito lleno de puertas. Y detrás de cada puerta que abres hay otro corredor infinito lleno de puertas. Cada recuerdo te va llevando a otros. En vez de tratar de hacer una curaduría de recuerdos, fue casi una asociación libre e inconsciente", contó Cuarón, quien pensó gran parte de la película tirado sobre un sofá con los ojos cerrados y una libreta a mano.
Leí a varios críticos inteligentes preocupados por el exceso de melodrama en dos escenas puntuales, pero resaltando el arsenal estético de la película -la fotografía es también del mismo Cuarón- y también leí a otros impugnando en términos ideológicos el guión, que pone en escena a Cleo (protagonizada por Yalitza Aparicio, surgida de un exhaustivo casting), la mucama y niñera indígena, una mujer joven que ama con celo de madre a los cuatro hijos de su empleadora, en desmedro incluso de su propia maternidad. El cuestionamiento es que, precisamente, no hay cuestionamiento y que la lucha de clases no parece tener un lugar central en el ánimo de Cleo. Y no, no lo tiene. (Me gustaría aquí mismo poner el emoji ése que tiene los ojitos para arriba, lector: haga de cuenta que está, por favor)
Se trata, decía, de una casa de familia y aunque en el comienzo hay una figura paterna fantasmal y todopoderosa, la historia retrata un matriarcado compuesto por Sofía, madre de cuatro hijos, su madre, la abuela de los niños -un personaje típico de esa época, entre tosco y tierno-, Cleo y una amiga, quien también trabaja como doméstica en la casa, pero que tiene claramente menos compromiso afectivo con la familia que la emplea. Hay un hombre -un médico- que abandona su hogar y sus deberes y, en medio de la desolación y la vergüenza social, un conjunto de mujeres que toma las riendas de esa casa que, de un día para el otro, queda sin figura masculina dominante.
El personaje de Cleo está basado en Libo, la mujer que trabajaba décadas atrás en la casa del propio Cuarón y que lo crió y es posible adivinar al director en el personaje del más pequeño de los hijos de la señora Sofi, el rubiecito que más habla con Cleo, el que tiene más dependencia de ella, el que imagina en sus juegos su futuro como un pasado ("Cuando yo era grande…", se le escucha decir).
Cleo limpia, lava, cocina, alimenta, canta, hace dormir, abraza, contiene a los niños en momentos de tensión. Cleo ve todo, ve incluso más allá de lo que debería. Su expresión contenida, su voz susurrada, se complementa con unos ojos oscuros y vibrantes que dicen mucho más que todas las palabras, aquellas que pronuncia en español y también las que intercambia en mixteco con su amiga y compañera de trabajo. Esclavizada modelo siglo XX, Cleo también recibe "atenciones" propias del cama adentro en una casa pudiente y si bien es un cercano objeto de la irritabilidad de la señora de la casa, que de buenas a primeras se queda sin la foto de familia perfecta en tiempos en los que el divorcio era una mancha social, también funciona como un fraternal espejo de su sufrimiento. "No importa lo que te digan, (las mujeres) siempre estamos solas", le dice en un momento la patrona a su empleada, quien también sufre el castigo de una soledad inesperada. Y es en ese momento de la historia, cuando los libros quedan en el piso porque uno de sus habitantes se va con sus bibliotecas a cuestas, que la cuerda de esa casa, de esa familia y de esas vidas se sostiene por la fuerza de las manos de mujeres que se asisten unas a otras.
Roma es un clima, un modo de vestir, un elenco de frívolos en año nuevo arrojando baldecitos de agua a un incendio en un bosque con una copa en la mano y es música de época (por ahí en un momento se escucha aquel "Espera un poco, un poquito más", de La nave del olvido, canción estrella de un festival de la canción del 69 ). Y también es una infancia latinoamericana acomodada en un contexto de violencia urbana, cuando aún después de la masacre de Tlatelolco del 68 los estudiantes mexicanos seguían tomando las calles, reclamando la liberación de presos políticos y más presupuesto para Educación. De hecho, una de las escenas más potentes, angustiosas y memorables de la película de Cuarón reproduce las corridas y la violencia de lo que la historia llamó "El halconazo" o "La matanza del jueves de Corpus", aquel 10 de junio de 1971 en el que la represión a los jóvenes estudiantes fue "tercerizada" por el gobierno y los agresores eran los Halcones, fuerzas parapoliciales integradas por militares y jóvenes reclutados en barriadas marginales y violentas.
No hubo Halconazo en San Justo -disculpen, vuelvo a mí-, pero sí hubo al igual que en la historia de Cuarón violencia y crímenes políticos en mi barrio, como el asesinato de un ex ministro del Interior en un restaurante que nos sumió a los vecinos en la perplejidad y el pánico. Vivíamos nuestra infancia y adolescencia en medio de las balas y las ejecuciones en plena calle o en terrenos baldíos: nos educábamos, crecíamos, amábamos y leíamos mientras al otro lado de la puerta la violencia nos llevaba puestos. Quiero ser franca: no lo pensaba así entonces, cuando mi mayor preocupación era qué me iba a poner para el cumpleaños de alguna compañera o cómo iba a responderle alguna maldad a otra, mientras Claudia, o Marta, o Lidia me ayudaban a pensar argumentos, al tiempo que hacían las camas, preparaban las milanesas o baldeaban el patio. Mirar el pasado con ojos mayores cambia la perspectiva. En el medio, y hace tiempo, hubo un fin de la inocencia para todos.
Roma es una película hermosa de toda hermosura, con un blanco y negro que remite a la memoria de algunas generaciones y también a algunos clásicos del cine anteriores a nuestra época que muchos veíamos fascinados por televisión y, más tarde, ya adolescentes, en los ciclos de cine de algunas cinematecas.
Roma es una casa de barrio acomodado con un garage en el que el perro hacía caca y el auto enorme entraba con fórceps. Un garage en donde mamá y los chicos salían cada noche a recibir al hombre de la casa, a quien esperaban con ansiedad para que contara cómo era la vida ahí afuera mientras la mesa esperaba ya servida y, sobre alguna hornalla, una cacerola echaba el humo delicioso de alguna comida casera. Roma es sobre todo una nostalgia perfumada, una memoria en sordina y una herida abierta que hace muchos años se disfraza de cicatriz para permitirnos seguir vivos.
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