Pequeños gestos. La historia de la humanidad está compuesta por pequeños gestos imperceptibles, como gotas raras en un océano oscuro que gira alrededor del globo. Nadie repara en ellos porque son detalles que, tal vez, se visibilizan en su época, adquieren cierta relevancia, luego se borran en el devenir del tiempo. Marie-Guillemine Benoist fue una pintora que tuvo cierta proyección a principios del siglo XIX, aunque de ella hoy se sepa poco. Wikipedia tiene una entrada muy breve, incluso en su idioma original, el francés. Apenas unas líneas, apenas unos cuadros. ¿Quién fue, entonces, Benoist, gota mínima pero incandescente?
Nació hace exactamente 250 años, en un mundo muy distinto al que habitamos hoy. Basta con pensar que la París de 1768 estaba llena de esclavos. Ser negro, pobre o mujer implicaba estar atravesado por una inferioridad letal. Pero Marie-Guillemine Benoist era una de esas personas que pueden lidiar con la subordinación de género, que pueden quedarse en su casa sonriéndole a los hombres, aceptando con la más tierna pasividad su lugar decorativo. Sin embargo, algo en todo lo que conformó su identidad la delató inconforme, sagaz, crítica.
Se crió bajo el paraguas de, por así decirlo, una familia acomodada. No en los términos exagerados de un buen título nobiliario, sino más bien por la posición de su padre, René Delaville-Leroulx, un funcionario municipal de rango medio que, a diferencia del resto del mundo, gozaba de un buen sueldo y unas cuantas propiedades. Y eso venía de forma hereditaria, porque su bisabuelo fue Joseph Le Roux, alcalde de Nantes. Estamos hablando de una forma de concebir el mundo ligada, ya no al privilegio per se, sino más bien a una voluntad regida por la formación intelectual. En ese sentido, Marie-Guillemine Benoist entendió que una de las pocas formas que tenía para salir de la intrascendencia de ser una mujer invisible y mantenida era la destreza estética. Y en ese camino avanzó a paso firme.
A los 13 años empezó a estudiar pintura. Primero con Élisabeth Vigée Le Brun —la pintora francesa más famosa del siglo XVIII—, luego con Jacques-Louis David. Se exigió ser la mejor, buceó por las rigurosas aguas de la técnica clásica, pintó retratos y usó la luz como lo hicieron los grandes maestros. Mientras permanecía afilando sus pinceles, Europa recibía una de sus grandes transformaciones: la Revolución Francesa. Desde luego que ese acontecimiento no fue un simple viento que sopló a unos kilómetros de su puerta. Fue algo concreto y poderoso, algo que la conmovió.
Tenía 23 años cuando expuso por primera vez en en el Salón de París. Corría el año 1791 y su producción era notable. En esa época pintó una de sus mejores obras, quizás de la más declamativa. El título es La inocencia entre el vicio y la virtud. Hay un giro importante en la interpretación de personajes. Es un evocación mitológica donde Hércules tiene que decidir entre la virtud y el vicio. En el cuadro del pintor italiano Paolo Veronese de 1580, Hércules es, desde luego, varón, y abraza a la Virtud mientras el Vicio intenta agarrarlo con fuerza. Virtud y Vicio, en Veronese, son mujeres. Lo que hace Benoist es una destitución masculina para poner en el centro de la escena, en el protagonismo, a la mujer. El vicio, en este cuadro, es el hombre, y es quien intenta tomarla. Pero la virtud es mujer y es con quien finalmente su Hércules, que también es mujer, se queda.
¿Una mujer, reconvertida en heroína, que a otra mujer y rechaza a un hombre? ¿De dónde pudo haber salido una narrativa semejante? Un pequeño gesto feminista. De esto también se compone la historia.
Volvió a exponer en el Salón en 1800. Otro emblema: Retrato de una negra. La más emblemática de su carrera. Suscitó un gran enjambre de debates ideológicos varios años después. Por un lado, Hugh Honour lo celebró por su "imagen cálida y noble y humana", mientras que Griselda Pollock aseguró que se pone "vergonzosamente a su modelo negra, como en un bloque de subasta de esclavos, para servir a la causa de su propia creatividad". ¿Qué hay detrás de esta obra? ¿Cuál era el contexto y cuáles las condiciones de producción?
Con la Revolución Francesa y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, llegó la abolición de la esclavitud. Fue en la Convención Nacional de 1794. El contexto era fortuito para hacer una obra de este calibre, aunque la sociedad —sobre todo la alta sociedad, donde acontecía este arte— aún estaba atada a sus prejuicios más conservadores. De hecho, dos años después de que Benoist presentara su Retrato de una negra, Napoleón restablece la esclavitud. Su abolición será definitiva recién en 1848, con lo cual estamos hablando de una libertad muy endeble.
El poder de este cuadro es trascendente. Basta con contemplarlo. Una mujer negra con un sólo pecho al descubierto —connotación de madre lactante— mira al espectador con una firmeza propia de la autodeterminación. Su mirada es desafiante, orgullosa. Los colores que la acompañan son, además de un blanco que enfatiza la libertad, detalles azules y rojos completando el símbolo de la revolución. Si esto no basta para percibir la posición antiesclavista y libertaria de Benoist, se puede agregar lo que bien señala Doris Y. Kadish: Jacques-Louis David, su gran maestro, era un ferviente partidario de la revolución. Evidentemente sus tardes enteras de trabajo en el taller estuvieron llenas de formación ideológica.
La lectura, entonces, que se ve en Retrato de una negra se bifurca en tres sentidos. En primer lugar, aparece eso que Carles Feixa Pàmpols llama transformar el estigma en bandera: intensifica el color oscuro de la piel de la modelo en contraste con el fondo y la ropa como forma de remarcar su disidencia étnica. Por otro lado, la emancipación de los esclavos está teñida por un fuerte componente de clase, con lo cual la lectura clasista está. Y en tercer lugar, y en concordancia con el resto de su obra, la mirada feminista es inevitable: porque la modelo es mujer y es madre, y en ese universo donde el patriarcado es un sistema mucho más represivo de que lo es hoy, Benoist pinta, como si de un manifiesto se tratase, a una mujer libre. Ni más ni menos.
Una obra feminista, clasista y antiracista. Eso construyó Benoist que, más tarde, abrió su taller para introducir mujeres a la pintura. Ese fue su gran aporte a este mundo roto.
Pero el mundo es injusto. Cualquiera que haya puesto un pie aquí lo sabe. Un año antes de ser proclamado Emperador de los Franceses, Napoleón Bonaparte le pide un retrato. ¿Cómo negársele? Marie-Guillemine Benoist estaba casada con Pierre-Vincent Benoist, un banquero y funcionario ascendente del nuevo Primer Imperio de Francia. Lo hizo, pintó a Napoleón, pero algo en ella se rompió. A partir de ahí, todas las banderas que levantó con alegría se rompieron. La posición de poder de su esposo no maridaba con su estética crítica y sensible. ¿Qué hacer entonces? Luego de largas noches de introspección, decidió, por el bien de su coherencia intelectual, dejar de pintar. Lo dice en una carta fechada el 1 de octubre de 1814: "Mi corazón sangró".
Pero la historia, ese gran océano azul que gira alrededor del globo, está formada por pequeñísimas gotas. Algunas de ellas, sólo algunas, luego de décadas y décadas de invisibilidad, vuelven con más fuerza que nunca. Retornan. Son pequeños gestos, como el feminismo germinal de Marie-Guillemine Benoist dos siglos atrás, que explican los complejos procesos históricos. Es cierto, el devenir del tiempo todo lo aplasta pero hay momentos en que aparecen giros magníficos y la esperanza resucita. Esta época de rebelión feminista no nació huérfana. Hay una inmensa cantidad de gente que luchó con firmeza desde los más ignotos lugares, gotas que se unen a través del tiempo y el espacio, una a una, y que pueden cambiar el color de todo este oscuro océano. Un océano que, algún día, será transparente.
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