Hasta hace pocos años, a los intelectuales franceses se los identificaba por el color de su ideología. En las últimas semanas, sin embargo, desde que comenzó la protesta de los "chalecos amarillos", desaparecieron los matices del espectro cromático. La crisis social más grave que conoció el país desde la rebelión juvenil de mayo de 1968, provocó —al menos en la superficie— un extraño mimetismo: son todos amarillos. En todo lo demás, están divididos y enfrentados como siempre.
Por diversas razones, ningún intelectual se atrevió a denunciar ese movimiento heteróclito que no tiene ideología, no reconoce líderes ni organizadores, se moviliza únicamente a través de las redes sociales, niega legitimidad a los partidos políticos tradicionales y desconfía de los sindicatos, se reivindica exclusivamente ciudadano y su plataforma se limita a medio centenar de exigencias enunciadas en un documento de tres páginas.
La historiadora Marion Fontaine fue la primera en reconocer la dificultad que se advierte entre los investigadores, que oscilan entre la empatía con los manifestantes, la aversión ideológica y el rechazo de las viejas categorías.
"¿Quién puede oponerse al reclamo de una clase social sumergida, que representa 20% de la población y solo reclama mejores condiciones de vida?", reconoció el sociólogo Michel Wieviorka.
La respuesta a ese interrogante fue aportada en parte por filósofos tan diferentes como Michel Onfray, Jean-Claude Michéa y Alain Finkielkraut, que coinciden asombrosamente en apoyar a los "chalecos amarillos" en nombre de la "decencia ordinaria", ese concepto acuñado por George Orwell que se ha puesto de moda en la intelligentsia mediática francesa.
Los tres admiten la necesidad de defender la "cólera popular legítima" de una rebelión que "expresa, de manera muy digna, su exasperación, su agotamiento y su desamparo", según Finkielkraut. El académico, que en los últimos años asumió posiciones extremadamente polémicas contra el "comunitarismo" y el peligro de islamización, ahora criticó severamente la actitud de la "clase dominante, que reaccionó por la negación o el desprecio: no existe y, si existe, procede del populismo".
Esos "abandonados de la globalización feliz y olvidados del progresismo que formaban el ángulo muerto de la diversidad triunfante, nos recuerdan su presencia y se colocan chalecos amarillos para que los veamos y para decirnos: existimos", agregó.
Propiciando una visión "libertaria de izquierda" contra la "izquierda liberal", Onfray recuerda el modelo de las revueltas campesinas que sacudieron el país a través de los siglos y el "socialismo libertario" del XIX", y se ubica junto al "pueblo invisible".
En una carta abierta, confesó que esta rebelión le place porque "muestra que, lejos de una clase política que solo se representa a sí misma, en Francia existe gente que comprendió que había una alternativa a esta democracia representativa que divide el mundo en dos […] entre quienes ejercen el poder y quienes lo padecen, poco importa si son de izquierda o de derecha".
Jean-Claude Michéa, que vive recluido como un ermitaño en una granja, decidió salir de su reserva habitual para colocarse "junto a los de abajo", que tienen "suficiente conciencia revolucionaria para rehusarse a tener que elegir entre explotadores de izquierda y explotadores de derecha".
Frecuentemente descrito como un pensador social-libertario, profesor de filosofía, el autor de Nuestro enemigo, el capital profetiza que "la cólera [del movimiento] no disminuirá simplemente porque los de abajo no pueden más y no quieren más. ¡El pueblo está definitivamente en marcha!"
"Nunca en mi vida conocí un movimiento que tuviera el apoyo de 84% de los franceses", advirtió al filósofo Luc Ferry, ex ministro de Educación de Nicolas Sarkozy. Su exhortación estaba claramente dirigida al sector de los intelectuales que comenzó a tomar distancias con el movimiento, acusándolo de anti-democrático, populista e incluso lo comparó con la "peste parda" hitleriana.
Uno de los destinatarios de la advertencia era el ultra-mediático filósofo Bernard-Henri Levy o BHL, como lo llaman familiarmente sus amigos y admiradores. El ex profeta de los "nuevos filósofos", que fue uno de los primeros en denunciar los totalitarismos soviético y maoísta, había definido la actual rebelión de los "chalecos amarillos" como un "momento poujadista" (ver abajo). En un artículo publicado en la revista La règle du jeu (La regla de juego), BHL opuso "los que tienen memoria" de las rebeliones fascinantes que "unen a los rojos con los pardos" a quienes "no la tienen" o eligieron olvidar.
En otro artículo, publicado en el semanario Le Point, argumentó que los "chalecos amarillos" aún deben "realizar muchos esfuerzos, si dura, para ser verdaderamente democráticos". BHL percibe una proximidad entre los "chalecos amarillos" y los "chalecos pardos" [hitlerianos] que le recuerda la "cólera de las ligas fascistas de los años 1930".
"Estamos frente a élites elitistas, completamente divorciadas del mundo", se enfadó Luc Ferry. "Hablar de peste parda es vergonzoso, una tontería y un insulto. Hay que cesar de decir cualquier cosa sobre los años 30", concluyó.
Las persistentes advertencias de Ferry apuntaban también a un icono de mayo de 1968: Daniel Cohn-Bendit, alineado desde hace años en una corriente ecolo-liberal-libertaria, fue uno de los primeros intelectuales en no dejarse deslumbrar por los reflejos fluorescentes de los "chalecos amarillos". Ese movimiento, a su juicio, "no es revolucionario y, por el contrario, contiene los gérmenes de una deriva autoritaria". En 1968, recordó, "combatíamos a un general en el poder [Charles de Gaulle]. Hoy, los "chalecos amarillos" reclaman un general en el poder".
El "momento poujadista" detectado por BHL también se contrapuso al "momento populista" que diagnosticó la filósofa belga Chantal Mouffe, viuda del teórico argentino Ernesto Laclau. Partidaria de la ex presidenta argentina Cristina Kirchner y ahora cercana al partido Francia Insumisa de Jean-Luc Mélenchon, Mouffe estimó que los "chalecos amarillos" encarnaban el surgimiento de una "nueva frontera" del conflicto político.
El historiador Pierre Rosanvallon, generalmente definido como un social-demócrata, se mantuvo deliberadamente alejado de esos debates. Pero rescató un aspecto particularmente positivo porque desmiente la supuesta muerte de los intelectuales. "Los últimos debates prueban que el mundo intelectual aún está vivo en Francia", proclamó en un breve tweet en lugar de escribir miles de palabras en una revista teórica. "Todavía se mueve", sentenció.
Ese diagnóstico no satisfizo a todo el mundo. Numerosos teóricos comienzan a preguntarse si, además de estar vivos, los intelectuales no están aislados en medio del cuerpo social.
"¿Cómo saber lo que piensan las clases populares sin compartir su condición?", se alarmó el filósofo Raphaël Glucksmann, una de las nuevas vedettes mediáticas de Francia gracias a las múltiples apariciones por televisión y al impacto que tuvo la reciente aparición de su libro Los hijos del vacío. Junto con el economista Thomas Porcher, el abogado Jérôme Karsenti y el geógrafo Olivier Dubuquoy, Glucksmann —hijo del desaparecido "nuevo filósofo" André Glucksmann— busca además bajar de la torre de marfil en la que están encerrados los hombres que piensan el país, pero viven lejos de la realidad.
Los nuevos intelectuales franceses saben que, en una época, Victor Hugo y Alphonse de Lamartine eran figuras adoradas por la conciencia ciudadana, o el teórico Auguste Blanqui era aclamado por los sublevados de la Comuna. Cuando Jean-Paul Sartre, Raymond Aron o Albert Camus abrían la boca, ocupaban la primera plana de los diarios. Hoy, en cambio, los intelectuales se precipitan a los programas de debate por televisión, pero sus ideas no tienen audiencia.
El problema, a lo mejor, reside en que el intelectual francés está vivo —como dice Rosanvallon—, pero tal vez en estado de muerte clínica porque nadie lo sabe. Y cuando habla, su mensaje es inaudible.
¿Un momento poujadista?
Por el carácter espontáneo que tuvo el estallido del movimiento de los "chalecos amarillos", algunos intelectuales compararon esa movilización con el poujadismo, que tuvo una gran influencia en los años 50 en Francia. Esa corriente, creada por Pierre Poujade a partir de una rebelión anti-fiscal, está considerado como una de las expresiones clásicas de protesta de la clase media.
Algunos sociólogos definen ahora a Poujade como un precursor del populismo y, por extensión, del progresivo avance de la extrema derecha en Francia. A título de ejemplo, recuerdan que Jean-Marie Le Pen, fundador del Frente Nacional (FN) de extrema derecha, hizo sus primeras armas en el poujadismo e incluso en 1956 ganó un escaño de diputado en nombre de ese partido.
El término poujadismo se utiliza ahora para calificar los movimientos juzgados "corporatistas reaccionarios" o las actitudes o posiciones políticas consideradas demagógicas. El filósofo Bernard-Henri Lévy definió la actual rebelión como un "momento poujadista".
La nueva frontera populista
La polarización entre "los de arriba" y "los de abajo" que traduce el movimiento de los "chalecos amarillos", representa la "construcción de una nueva frontera" del conflicto político, según la filósofa política belga Chantal Mouffe.
Esa demarcación "es el resultado de la emergencia de toda una serie de resistencias a 30 años de hegemonía neoliberal que instauraron una post-democracia que se caracteriza por la crisis de la representación política y la crisis del sistema económico liberal", afirmó en un artículo publicado en el diario de izquierda Libération.
Los "ciudadanos tienen el sentimiento de no tener verdadera opción entre las diferentes propuestas políticas […] y se preguntan por qué votar. Es un movimiento de fondo común a toda Europa Occidental". Chatal Mouffe define ese fenómeno como la "ilusión del consenso". Los individuos tienen la impresión de haber sido olvidados y quieren ser escuchados". Eso explica la importancia de las emociones en política, argumenta.
Para responder a esa demanda, propone constituir un "populismo de izquierda" como "estrategia de construcción discursiva de una nueva frontera política" entre el pueblo y la oligarquía.
El movimiento de los "chalecos amarillos" muestra claramente que las demandas de ese pueblo son heterogéneas. Pero su unidad "está garantizada por su identificación a una concepción democrática radical de la ciudadanía".
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