Es tan buena esta novela que no sé por dónde empezar. Su autora, una escritora inglesa, una gloria secreta, tuvo la mala suerte de llamarse Elizabeth Taylor en los tiempos de oro de la diva de los ojos violetas. Desde hace tiempo que nuestra casi desconocida Elizabeth es, sin embargo, amada por grandes lectores y escritores, aunque sin lograr la popularidad merecida. Murió de cáncer en 1975 -había nacido en 1912- y lejos de todo paralelo con la diva que se convirtió en Cleopatra y que vivió un amor tormentoso con el gran actor Richard Burton, la Elizabeth escritora llegó a decir en una de las pocas entrevistas que dio -vivía bastante aislada, en la campiña y lejos de Londres, con su marido y sus dos hijos- que los argumentos se le ocurrían mientras planchaba. Una declaración acorde con su origen -padre agente de seguros, madre modista- y a su ideología política ligada alguna vez al partido comunista y, más tarde, a su consecuente militancia laborista.
Fue institutriz y bibliotecaria. Tenía 24 años cuando se casó con el pastelero John William Kendall Taylor y fue entonces cuando a la medida de su época debió abandonar su nombre de origen (Dorothy Betty Coles) para pasar a llamarse como la gran estrella del cine, que también era inglesa y que había nacido en 1911, por lo cual tenían prácticamente la misma edad. Amiga de distinguidas plumas como Robert Liddell e Ivy Compton-Burnett, la Taylor escritora fue considerada una autora extraordinaria por grandes nombres como Kingsley Amis y Antonia Fraser, al tiempo que su talento para el detalle y su capacidad narrativa hicieron que su escritura fuera comparada con la de Jane Austen. Pero la gran diva del mismo nombre tuvo una luz que impedía a todo el mundo ver más allá.
Su primera novela fue At Mrs. Lippincote´s (1945), a la que siguieron once novelas más y varios libros de cuentos. Cada tanto, durante todos estos años y seguramente luego del deslumbramiento de algún gran lector que llegaba a una de sus obras en inglés, alguna editorial se animaba a traducir sus obras al español, aunque ninguna logró ir más allá de la consabida confusión de hacer pensar a los lectores que la actriz de Quién le teme a Virginia Woolf ADEMÁS se dedicaba a la literatura.
Pero hoy somos afortunados y hay que celebrar. Prohibido morir aquí, considerada por The Guardian como una de las 100 mejores novelas en lengua inglesa, acaba de ser editada en español por la editorial argentina La bestia equilátera y se nos abre un tiempo de leer a una autora fabulosa (¿tendremos la fortuna de que la misma editorial publique más obras de E.T.?). La novela de la que hablamos -cuya cubierta es tan clásica como irresistible- cuenta la historia de una cofradía de ancianos que pasa su última temporada de relativa independencia viviendo en el hotel Claremont, de Londres. El Claremont es la antesala del geriátrico o de la muerte y ellos lo saben bien. Se trata de sus últimos años como personas capaces de manejarse con autonomía y todos son, naturalmente, personas poco atendidas por sus familiares directos, por lo que el desembarco en el hotel -que les ofrece tarifas bajas porque son huéspedes seguros aunque de alguna manera los desprecia- es un signo de ese abandono familiar.
El personaje principal de la novela es Mrs. Laura Palfrey, una viuda que sigue creyendo que su matrimonio de años con Alfred -con quien vivió en Birmania, donde el difunto trabajaba como administrador- fue perfecto. Al comienzo de la novela, la viuda acaba de llegar al Claremont, por lo que debe adaptarse a una nueva vida. A su alrededor, viejos y viejas satélites que viven sus últimos años con rutinas de escolares. Viejos que a su modo vuelven a ser niños ("a medida que envejecemos nos dedicamos a recibir y dejamos de dar. Dependemos de los demás para nuestros placeres y para todo lo demás"), mujeres que se masculinizan en la ancianidad (ella misma es descripta así por Taylor en las primeras páginas: "Habría podido ser un hombre apuesto y distinguido y, a veces, cuando se ponía un traje de noche, parecía un general ilustre disfrazado de mujer"), hombres que sobre el final en algún sentido se feminizan. Cuando nos vamos apagando, vamos perdiendo brillo y Taylor, una observadora feroz, presenta a sus personajes con una precisión no exenta de cierta delicada crueldad.
La irrupción de la juventud en este club de muy mayores opera como una luz vital de ilusión, aunque es una luz que se enciende pocas veces y por poco tiempo… Es el caso de Ludo, un joven con problemas de dinero que pretende convertirse en escritor y que conoce por accidente -esto es literal- a Mrs. Palfrey, a quien asiste y de quien se ocupa, por lo que la anciana le termina otorgando el lugar de su nieto, Desmond, el joven ingrato que nunca tiene tiempo para visitarla. Mrs. Palfrey y Ludo hacen un buen pacto para disfrazar la soledad, otro de los grandes temas de la novela que tuvo su versión cinematográfica en el 2005, con la gran Joan Plowright como la protagonista.
Escrita en 1971, Prohibido morir aquí –el título original es Mrs. Palfrey at the Claremont– es una novela de clima y de personajes, con un narrador que acompaña a Mrs. Palfrey pero que se hace el tiempo para seguir también al resto de los protagonistas, todos seres retratados con una sensibilidad exquisita y con una calidad inusual para el retrato. Cada uno de ellos tiene sus rituales, macerados con los años y muchas veces convertidos en muecas, como la costumbre de Mr. Osmond -un anciano conservador y xenófobo- de enviar cartas de lectores a los periódicos. El paso del tiempo en el estribo de la vida también se mide diferente: "A medida que envejecía, miraba con mayor frecuencia el reloj y siempre era más temprano de lo que creía. En su juventud era siempre más tarde".
Un detalle interesante, casi un chisme: una de las ancianas vecinas de Mrs. Palfrey es Mrs. Burton, una persona aficionada en exceso al alcohol ("tenía la cara arruinada: llena de bolsas, papadas y surcos profundos, como la ladera de una montaña luego de un alud"). Algún crítico llegó a escribir que tal vez el nombre -Mrs. Burton- fue un venenoso bautismo en homenaje a la verdadera Elizabeth Taylor. Y es que debe haber sido durísimo compartir el nombre con alguien tan famoso. El resentimiento debía aflorar seguido, pero sobre todo cuando recibía cartas de admiradores que, pensando que ella era la célebre actriz, le pedían fotos suyas en bikini. "Mi marido piensa que debería enviárselas y dejarlos perplejos", contó en una entrevista. "El problema es que no tengo bikini", ironizó.
Un dato final de esos que muchas veces dejamos pasar por pereza o tal vez porque no es tan frecuente hallar motivos para resaltarlo. La traducción de Prohibido morir aquí de Ernesto Montequín es tan pero tan buena que dan ganas de salir a abrazarlo. La suya es una traducción elegante y argentina, heredera de la mejor tradición de pares locales como Pepe Bianco o Enrique Pezzoni.
Pertenezco al club de los que piensan que en la vejez recibimos algo de lo que dimos antes. Prefiero pensar que lo que vemos sobre el final -aún en su crueldad- tiene que ver con una respuesta de los que nos suceden y no con la ingratitud natural de los seres humanos: el egoísmo temprano puede tener costos, aunque no lo sabremos hasta que llegue el momento en que alguien deba ocuparse de nosotros, como nosotros lo hicimos en su momento. Prohibido morir aquí se ocupa desde la literatura de ese tiempo de decadencia y crepúsculo en el que las cartas ya están echadas y lo hace con una historia y unos personajes inolvidables. Una novela con título de policial y corazón de gran historia de todos los tiempos.
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