Ah, los amores imposibles: ¿acaso existe alguien en el mundo que no se vea tentado por los inigualables latidos de los corazones tormentosos? No hablo de nuestras experiencias y de lo que vivimos día a día sino de aquellas historias que, desde el arte, nos revelan otros mundos posibles, tan atractivos como traumáticos. Una muerte prematura, un sistema político opresivo, adicciones, un exilio durísimo, celos enfermizos, la enfermedad mental: todos elementos que pueden cruzarse para impedir un amor y para astillar las almas. De todo esto tratan un libro y una película que son belleza y desolación en estado puro.
Cold War o cuando el amor no puede con la Historia
Me pasa que cuando me gusta algo (un libro, una pintura, una película), me transformo en una enciclopedista intensa que busca toda la información posible sobre la obra como para prolongar el efecto de fascinación y también para terminar de entender/disfrutar de ella. Eso me pasó con Cold War, la notable película en blanco y negro del polaco Pavel Pawlikowski -quien se alzó con el premio al mejor director en el último Festival de Cannes y es el director de Ida, ganadora de un Oscar a mejor film extranjero- y que es posiblemente una de las mejores películas que vi en estos años.
Año 1949, en Polonia. En pleno vigor del estalinismo, Wiktor (Tom Kot) es un músico que recluta jóvenes por los pueblos para llevar la raíz de la música y la danza local a los escenarios nacionales e internacionales. En uno de esos pueblos conoce y se enamora de Zula (Joanna Kulig, en una caracterización que por momentos hace recordar la belleza extrema de Gena Rowlands), una muchacha bonita y talentosa con un pasado oscuro, quien ha estado en prisión por atacar a su padre. Cuando Wiktor le pregunta qué sucedió, ella responde con precisión: "Me confundió con mi madre y usé un cuchillo que tenía para que entendiera la diferencia".
Lo que sigue es la historia de una pasión desesperada en un contexto sombrío, en un tiempo y una cultura en los que la delación era un principio social y la obediencia debida al partido comunista dominaba cualquier clase de relación humana. A lo largo de 15 años, Wiktor y Zula se seguirán buscando -y dañando- obsesivamente en diferentes escenarios (Francia, Croacia, Alemania), aún sabiendo que no tienen chance de construir un futuro en común.
El relato -basado en la historia de los padres del director, cuya relación fue un desastre y cuyos nombres reales son los de los personajes- está colmado de blancos, como si Pawlicovski hubiera buscado ofrecer un fresco de postales apasionadas y sombrías que todo el tiempo echan a rodar preguntas. El espectador solo sabe lo que pasa cuando están juntos; lo que sucede en los intervalos de separación es un enigma que solo se repone vagamente a través de alguna imagen, algún personaje, alguna sutileza deslizada al pasar. Entre una y otra escena -entre una y otra postal amarga-, el fundido a negro puede leerse como un signo de la oscuridad del vínculo entre un hombre y una mujer que no pueden estar juntos pero tampoco admiten una vida separados.
A lo largo de Cold War, Wiktor es puro sufrimiento mientras Zula es el grado cero de la angustia. Los años que pasan (en el medio hay paseos románticos por el Sena, humo y alcohol en clubes nocturnos, pero también prisiones y clandestinidad dolorosa) los muestran cada vez más lejos de la dicha y más cerca del tormento. Todo es pura soledad aún en los momentos en que están juntos. La escena de Zula subiéndose a la barra del night club para bailar salvajemente Rock Around the Clock de Bill Haley es un escándalo de belleza y desasosiego.
La música es una herramienta clave en el argumento y también en la construcción narrativa de esta película que es un regalo inusual de estética y talento. Son, también, arenas movedizas del dolor: difícil no sucumbir al encanto de la canción folclórica que Zula, ya en París, traduce al lenguaje del jazz. Difícil no terminar tarareando con un nudo en el pecho su doloroso "oy, oy, oy".
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Sylvia: una memoria del padecimiento amoroso
No conocía al autor, no conocía al libro: debo admitir que lo primero que me atrajo fue el título con nombre de mujer y, luego, una contratapa que anunciaba una relación tempestuosa y trágica. Imposible no caer seducido por esa promesa de "amour fou".
No había engaño en ese anuncio: una vez adentro me encontré con una intensa y durísima historia de amor entre dos judíos neuróticos de Nueva York en los 60; un romance tormentoso entre una estudiante de Letras clásicas destinada a padecer y un joven escritor que se gana la vida como profesor de literatura mientras busca contener la locura de su mujer en pequeños departamentos más parecidos a un placard que a un hogar, en el contexto de un Estados Unidos efervescente de arte, de ideas y de ambiciones de futuro.
"Casi todos nuestros amigos eran judíos negros, homosexuales, más o menos adictos a las drogas, muy inteligentes, muy nerviosos o una combinación de dos o tres de esas cosas". Nina Simone y Thelonius Monk tocaban a unas cuadras y "Elvis Prestley y Allen Ginsberg eran los reyes de los sentimientos". El amor y la muerte eran el tópico y esto se veía en el cine, donde tenían éxito películas como Orfeo Negro o Hiroshima, mon amour. Ir al cine después de las peleas era como ir a la iglesia, dice el narrador en un momento.
Sylvia, de Leonard Michaels (1933-2003) es una autobiografía -el género no se llamaba entonces "autoficción " o "literatura del yo" sino memoire– de calidad sublime, trabajada por su autor a lo largo de 30 años. De hecho, mientras vivía esta historia abrumadora con su primera esposa, Michaels apenas tomaba notas en unos diarios íntimos pero no pensaba todavía en escribir sobre su vida privada. Pudo hacerlo recién en los años 90 y hay fragmentos de aquellos diarios del desahogo reproducidos en el libro. Se trata de frases de profunda infelicidad: "Ya no quiero seguir amándola. Es demasiado difícil" o "No me volveré loco: yo, no. Una cordura absurda me sostiene. Soy una persona corriente. No sé latín ni griego. Lo único que sé es trabajar". O "Estoy sin trabajo, sin trabajo, sin trabajo. No he publicado nada. No tengo nada que decir. Estoy casado con una loca".
Sylvia Bloch es joven, brillante y sufriente. Viene de una historia familiar difícil y su inestabilidad emocional la hace tan atractiva como imposible de acompañar. En medio de ese "te amo, te odio, dame más", no puede disfrutar su talento ni le permite al hombre que la ama disfrutar nada de lo que viven. Se piensa fea, se piensa poca cosa, nada es suficiente para colmar tanta insatisfacción. "Daría 30 puntos de mi coeficiente intelectual por una nariz más corta", se queja. "Tenía pesadillas y oía voces burlonas, como si la muerte de sus padres la hubiera vuelto despreciable", cuenta muchos años después el narrador.
Todo entre ellos es pasión, locura y daño. Él se enamora de ella en cuanto la ve, la conoce en la casa de una amiga en común, en el centro del Greenwich Village. Ella se está peinando y lo ignora planificadamente. "El cepillo estuvo bajando y saliendo de su pelo hasta que ella dejó de repente de cepillárselo, entró en el cuarto de estar, se dejó caer sobre el sofá, se recostó en la pared de ladrillo y se abandonó totalmente. Después, sus ojos, tras un flequillo largo y negro, se movieron y me miró. La cuestión de qué hacer con mi vida en los cuatro años siguientes quedó resuelta".
La muchacha es pura angustia y posesividad; él vive esa intensidad casi con resignación. La violencia se instala entre ellos y se gana un espacio como un miembro más de esa pareja. El infierno está con nosotros. El infierno está en nosotros, parece decir el narrador, aunque aclara que hubo también en esos años momentos claros y luminosos pero son más difíciles de evocar. "Sylvia podía estar alegre y divertida, pero resulta más fácil recordar los malos momentos. Eran más sensacionales; también resulta menos doloroso ahora que el recuerdo de lo que me gustaba…".
Historia de un romance maldito, Sylvia es amor y platos rotos, sexo salvaje y pastillas de Seconal. Así chiquito como se ve, se trata de un gran libro publicado por Libros del Asteroide, una excelente recuperación de una obra poco conocida en el mundo de habla hispana que cuenta, además, con el acompañamiento de un texto iluminador de Alan Pauls cuya lectura recomiendo fervorosamente, aunque con una salvedad. Creo que el texto debió ir como posfacio y no como prólogo y, por eso, la sugerencia es que lean sin falta ese artículo de Pauls pero recién después de leer el volcánico e inolvidable relato de Michaels.
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