No hay ningún mérito en nacer. En los últimos doscientos años, la población se septuplicó. ¿Cuántas seres humanos nacen por segundo? Cuatro, y mueren dos. Vamos camino a una lógica superpoblación y la pregunta, con las desigualdades que se acrecientan, es sobre cómo organizar políticamente este mundo para que sea un lugar mejor y más igualitario.
A fines del siglo XIX y a principios del XX existió una respuesta científica: socialismo. Hubo algunas experiencias aisladas hasta que las brillantes investigaciones de Karl Marx lograron darle un sustento racional y pormenorizado a la vieja idea de equidad. De todos los que continuaron su teoría profundizándola e intentando, con mayor o menor éxito, llevarla a la práctica —esto es: luchar por un mundo sin opresión—, se encuentra el filósofo italiano Antonio Gramsci.
La historia de Gramsci es un elogio de la voluntad. Hace falta dominar el arte de la perseverancia para reponerse ante tantas adversidades y sostener, con la más sólida determinación, una convicción: pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad… hasta vencer.
La cabeza de Dantón
Nació en Ales, Cerdeña, la región insular de Italia, en 1891, en una familia pobre, siendo el hijo del medio entre siete hermanos. Tuvo que trabajar desde muy pequeño y aprovechó becas para estudiar en la Universidad. Paso a paso, su vida avanzó mirando de cerca las miserias que sólo podían revertirse con política. Se afilia al Partido Socialista Italiano. Trabaja como periodista y se maravilla con el poder del lenguaje para desentramar una realidad que se nos muestra demasiado compleja. Funda el Partido Comunista Italiano y se vuelve un dirigente político emergente.
Gramsci estaba ahí, sobre una tarima, hablándole a la clase trabajadora, con el corazón en la mano. Ya todos lo conocían, era un hombre sincero, que no se perdía en el monólogo de su vida sino que —descataban quienes lo conocieron— escuchaba al otro. Por eso, al hablar en público, su figura generaba silencio y atención. Era un hombre sincero, de mirada directa, rulos rebeldes que no se dejaban engominar y bajito que nunca superó el metro y medio de altura. A los tres años, producto de una caída, su columna quedó dañada y le generó dificultades en el crecimiento. Aunque existe una posibilidad que haya tenido tuberculosis osteoarticular o lo que se conoce como Mal de Pott, algo que retomaría sobre el final de su vida.
"¿Cómo describir físicamente a Gramsci?", dijo Sandro Pertini cuando le preguntaron: "Imaginemos el cuerpo débil de un pigmeo, y sobre este cuerpo, la cabeza de Dantón".
Hay un diálogo que Odio a los indiferentes reproduce donde Gramsci y Mussolini discuten en la Cámara Italiana en 1925. Vale la pena:
—¡El partido comunista tiene menos miembros que el Partido Fascista Italiano! —grita quien entonces era el Presidente del Consejo de Ministros del Reino de Italia.
—Pero representa a la clase trabajadora —responde el diputado Gramsci.
—¡No la representa!
—El vuestro es un consenso obtenido con el palo —sentencia como si fuera una predicción: todo lo que vendrá después, no sólo en Italia, también en el resto de Europa, es más autoritarismo y persecución.
En el fondo, sentimientos
"Odio a los indiferentes. Creo, como Friedrich Hebbel, que 'vivir significa tomar partido'. No pueden existir quienes sean solamente hombres, extraños a la ciudad. Quien realmente vive no puede no ser ciudadano, no tomar partido. La indiferencia es apatía, es parasitismo, es cobardía, no es vida. Por eso odio a los indiferentes". Es un textual de Gramsci. Aparece en un libro que acaba de editar el sello Ariel bajo el título Odio a los indiferentes. Reúne discursos y escritos de alto valor intelectual.
En el prólogo de esta edición, el escritor italiano David Bidussa: "La política nunca es sólo fuerza; también es autoridad. Y la autoridad de los 'sin poder' se llama inteligencia". ¿Qué significa odiar a los indiferentes y qué mecanismo intenta destrabar ahí? "Para Gramsci —escribe Bidussa—, el problema es cómo se traza una fuga que antes que nada significa rechazar la propensa aceptación pasiva de la realidad".
Justamente, si en algo creía este intelectual y dirigente italiano era que el mundo, así como se nos presenta, perjudica a la gran mayoría de las personas y son, justamente, esa personas las que deben transformarlo. "Nosotros sentimos el mundo; primero lo pensábamos, solamente", escribe en 1917, testimonio que recoge el libro. En el fondo, todo se trata de sentimientos.
Cuatro atentados para El Duce
Si de antagonismos se trata, el enemigo del pueblo italiano en la primera mitad del siglo XX tenía nombre y apellido: Benito Mussolini, El Duce, dictador, asesino y creador del fascismo, el movimiento nacionalista y totalitario que se extendió por toda Europa. El terror, en aquel entonces, llevaba su rostro.
Cuatro atentados sufrió Mussolini. El primero, 4 de noviembre de 1925, un diputado socialista masón apoyó un rifle austríaco sobre una ventana del hotel Dragoni y se dispuso a esperar que el dictador salga al balcón del palacio Chigi. Antes de apretar el gatillo, llegó la policía fascista italiana. El agresor se llamaba Tito Zaniboni y, al declarar, aseguró que su intención era "devolver el poder a las manos de Su Majestad el Rey". ¿Un socialista pro monarquía?
En el segundo, fechado el 7 de abril de 1926, una mujer irlandesa de cincuenta años llamada Violet Gibson que había tenido intentos de suicidio le disparó en Roma. Logró su cometido aunque muy tenuemente: apenas le rozó la nariz. Fue detenida, juzgada y declarada irresponsable por enfermedad mental. "Las balas pasan, pero Mussolini permanece", dijo El Duce cuando volvió a aparecer en público.
El tercero, 11 de septiembre, un joven anarquista llamado Gino Lucetti le arrojó una bomba que golpeó el techo del auto y cayó al suelo donde explotó. Hubo ocho heridos, ninguno era Mussolini. En el interrogatorio confesó que quería vengar los asesinatos que perpetraron los camisas negras —la milicia fascista— en Turín en diciembre de 1922.
El cuarto atentado fue bisagra. En la tarde boloñesa del 31 de octubre una bala pasa a unos centímetros del zapato del dictador. Los camisas negras se abalanzan sobre el agresor. Catorce puñaladas, balazos y estrangulamiento. El cuerpo, ya muerto, era de Anteo Zamboni, un joven de quince años de familia anarquista. Las investigaciones posteriores alumbraron nuevas hipótesis: una conspiración del fascismo para iniciar lo que efectivamente sucedió: la radicalización del fascismo.
La excusa funcionó a la mejor perfección. A partir de aquel hecho, Mussolini le pone punto final a la democracia: se disuelven los partidos políticos, se elimina la libertad de prensa y se persiguen opositores con una justicia diseña para ese mismo fin. El 8 de noviembre, junto a varios dirigentes más, Gramsci es arrestado. No sólo era el Secretario General del Partido Comunista Italiano, también era diputado en el parlamento del país. Lo acusan, sin demasiados argumentos, de actividad conspirativa, instigación a la guerra civil, apología del delito e incitación al odio de clase.
"Por veinte años debemos impedir a este cerebro funcionar", dice el ministerio público Michele Isgrò. Efectivamente esa pena le dan: veinte años, cuatro meses y cinco días. ¿Qué puede hacer un revolucionario con la llama de sus ideas en el más oscuro confinamiento? Pensar, reflexionar, escribir. Ahora, el mundo de Gramsci es el mundo del lenguaje.
Con lenguaje se teje la revolución
"Las palabras eran todo y tenían que hacerlo todo", escribió Martín Kohan en su libro 1917 al referirse a esta etapa de Gramsci, la de la cárcel, años duros y solitarios, cuando, escribe y escribe intentando acercarse a "ese mundo que el lenguaje no puede llegar a tocar". En 1926, año en que fue detenido para luego iniciar el derrotero carcelario por Roma, Ustica, Milán y finalmente Turi, nace su segundo hijo, Giuliano, y el primero, Delio, tenía apenas dos años. Ese aislamiento familiar fue —¿para quién no lo sería, acaso?— profundamente doloroso.
Tuvo que aprender a forjar una relación a la distancia, a través de cartas. También con su esposa, Julia Schucht, con quien se casó en 1923. ¿Qué era Julia para Gramsci? En una carta se lo dice así: "Entraste en mi vida y me diste el amor y eso que siempre me había faltado y que me hacía malo y opaco". El amor, para un revolucionario como Gramsci, lo era todo: un combustible sensible que le daba la fortaleza que el realismo mundano quitaba. Quizás ahí radique también su perseverancia, su determinación, su optimismo de la voluntad.
Fue entonces que el preso Nº 7047 de la Casa Penal Especial de Turi logró sobrevivir en base al lenguaje. De la biblioteca de la cárcel a la celda, iba y venía, leía y escribía. Esa era su forma de decir: no pienso rendirme. La gran obra gramsciana es póstuma: los 32 Cuadernos de cárcel, 2848 páginas de una poderosa densidad conceptual escritas entre febrero de 1929 y agosto de 1935, fueron entregados a su cuñada Tatiana Schucht y, tras una larga revisión en la que se decidió dividirlos por volúmenes, publicados entre 1948 y 1951.
Allí, en estos textos, expone uno de los grandes legados del neomarxismo, el concepto de hegemonía cultural. La relación entre la clase dominante (la burguesía) y la clase dominada (el proletariado) se sostiene sin demasiados temblores a partir de los valores de verdad y las formas culturales de su reproducción. Ya no sólo, asegura Gramsci, desde la política y de la economía, también desde la cultura. Además del control social, está el control ideológico.
¿Por qué las familias trabajadoras de Argentina, por ejemplo, que ganan menos de $24.241 —según el Indec, hoy, ese es el límite de la pobreza—, no se rebelan contra un sistema que los empobrece mes a mes? Esta pregunta, que en décadas anteriores podía ser incluso más alarmante, abrió toda una serie de debates intelectuales dentro del marxismo para echar un poco de luz sobre los mecanismos que hacen de la opinión de la clase dominante la opinión única y universal.
Lo cierto es que a esta idea, como tantas otras, Gramsci la escribió desde la cárcel, sentado contra la pared, apoyando el cuaderno sobre sus piernas, mirando fijo las hojas, el movimiento frenético de su mano, la tinta e intentando no levantar la vista ya que, desde luego, sólo había muros y barrotes de metal.
Hasta vencer
La vida es finita y, sobre todo, injusta. Eso Gramsci lo sabía, ¡vaya si lo sabía! Por eso su dedicación a la política, a la reflexión, a la familia, incluso estando recluido de todo lo que lo necesitaba y el fascismo le había prohibido.
Aún así, escribió y escribió, hasta que su cuerpo empezó a fallar. Aquella tuberculosis vertebral deriva en arteriosclerosis y en una imprevista hemorragia. Corre el año 1933 y, afuera, su madre muere y sus camaradas luchan por su libertad. Mussolini rechaza la petición de libertad condicional y permanece en la cárcel hasta que en 1935 lo transfieren a la clínica Quisisana de Roma. Su salud empeora: se le suman hipertensión y gota. Finalmente deja de escribir.
Cuando logra la libertad, el 21 de abril de 1937, ya es tarde. Seis días después, con apenas 46 años, una hemorragia cerebral lo arranca del mundo para siempre. No, no logró su objetivo. En Italia no triunfó el socialismo, de hecho todo lo contrario, y poco a poco el mundo se fue volviendo un lugar más oscuro.
Dejó su obra, sí, una obra enorme y astuta, y una metodología: pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad… hasta vencer.
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