Difícil decidir dónde comienza la historia del escocés William Lauder, el falsario más desgraciado de la historia de la literatura. De joven fue golpeado en la rodilla por una pelotita de golf, accidente que le costó una pierna y lo obligó a sufrir la interpolación de una pata de palo; ese, dicen los biógrafos psicologistas a falta de fecha de nacimiento, es el principio de su lamentable carrera. Pero tratándose de un hombre de letras, más atinado ubicar esta aurora con la publicación de su Poetarum Scotorum (1739), compilado que algún crítico calificó como "la última publicación seria de poesía escocesa en latín".
Por aquella época, los salmos bíblicos eran de lectura obligatoria en los colegios. La antología albergaba la traducción de los mismos realizada por Arthur Johnston, a quien Lauder quería imponer en desmedro de la ya canonizada de Buchanan. Haciéndose eco de sus razones, la Asamblea General de Escocia recomendó los salmos de Johnston en todas las grammar schools. El seguro rédito económico que Lauder podía esperar de este repentino padrinazgo se vio sin embargo entorpecido por la furiosa reacción de los seguidores de Buchanan; en menos de lo que se canta un salmo, el mundillo intelectual escocés se vio dividido entre johnstonianos y buchanianos. Durante esta bellum gramaticale, Lauder le dirige una carta a Alexander Pope con la esperanza de que el renombrado traductor de Homero, al inclinarse por Johnston, la dirimiese en su favor.
Es tópico de tragedia que una verdad dicha en estado de embriaguez dé comienzo a una infinita cadena de desgracias. Pope, ebrio de poesía, enroló en la última versión de su furibunda Dunciad (1742) —ininteligible sátira en verso acerca de la estupidez contemporánea— el siguiente dístico fatal: Sostenido por dos desiguales muletas Benson vino/El nombre de Milton en ésta, el de Johnston en aquélla.
Como explica el mismo Pope en una de las tantas notas al pie con que intentó desentrañar (o extender) las coyunturalísimas alusiones de su libro, el mencionado William Benson "se mostró apasionado por Johnston, de cuya traducción de los salmos editó unas muy finas versiones". Esas versiones fueron publicadas en Londres, pero llevaban el prólogo latino escrito por Lauder en Edimburgo, cabría agregar, pues aunque no figura en esa nota es un hecho que Lauder lo leyó.
También cabe sospechar que leyó en "muletas" una alusión (de muy mal gusto) a su mermada persona. "Desde ese couplet –escribiría más tarde Lauder– todas mis loas a Johnston se volvieron ridículas, y yo pasé a ser desprestigiado por forzar en las escuelas el estudio de un autor que el eminente Pope había desdeñado en favor de Milton." Feroz, oblicuo, el resentimiento de Lauder no se dirigió a Pope, sino a Milton, muerto hacía medio siglo y ya considerado el Homero de Inglaterra. Decidido a invertir toda su erudición en destruir la figura del divinizado poeta, Lauder partió hacia Londres.
En la capital, Lauder fue presentado al Dr. Johnson, el literato más reputados de su tiempo, a través del cual accedió a las páginas de la Gentleman´s Magazine, otra autoridad en materia de letras. En una serie de artículos publicados entre 1747 y 1748, Lauder fue desplegando allí su audaz tesis en contra del Paraíso Perdido, obra venerada por entonces como un himno nacional. Según su tesis, blasfema como pocas en la historia de la literatura, el libro de Milton era un plagio. Lauder no se limitaba a demostrar las semejanzas estructurales entre el poema mayor y otros menores que trataban la misma temática (la caída del hombre al comienzo de su historia), sino que denunciaba el robo puntual de varios trozos a autores desconocidos.
Cartas a favor y en contra encendieron la controversia. Poco tiempo bastó para que Lauder fuera centro de una nueva bellum gramaticale. Para saciar la creciente curiosidad del público por aquellos inconseguibles autores plagiados por Milton, Lauder propuso traducir algunos al inglés, a fin de demostrar que Milton "demolió otros edificios para embellecer el suyo propio". El proyecto, con todo, no pasó de esta etapa de planeamiento, reemplazado muy pronto por el opus magnum de Lauder.
Más o menos por la época en que el terremoto de Lisboa sacudió al mundo, nuestro héroe dio a luz su capital Ensayo sobre el uso y la imitación de los modernos por parte de Milton en su Paraíso Perdido (1749). El libro repite las denuncias ya publicadas en la Magazine y agrega otras, a cual más estremecedora. Para apreciar el revuelo que causaron estas revelaciones en el mundillo intelectual londinense, basta quizá con citar el asombroso título de cierto poema contemporáneo: Versos destinados a ser recitados en la apertura de la Free-Grammar School en Manchester cuando el cargo de plagio hecho por Lauder en contra de Milton ocupó a la opinión pública. Aprovechando el escándalo, Lauder propuso publicar cuatro volúmenes con las obras de los 26 autores (antes eran 18) plagiados por Milton. Pero la mentira, como infaliblemente propone el saber popular, y aunque en este caso sea de bastante mal gusto decirlo, tuvo patas cortas.
El agente del bien fue John Douglas, más tarde conocido como "el azote de los impostores", aunque también de él se malicia que no hizo más que reproducir descubrimientos ajenos. En un panfleto publicado en 1750, Douglas demostró que los versos miltonianos encontrados por Lauder en oscuros autores del siglo XVI y XVII eran en verdad interpolaciones perpetradas por el mismo Lauder en esos autores. Para ello se había valido, no de sus habilidades como versificador latino, lo que al menos le hubiese conferido cierta elegancia a su fechoría, sino de una traducción al latín del Paraíso Perdido. De los pretendidos latrocinios de Milton la única víctima había sido Milton, a través de uno de sus traductores.
La indignación fue general; Londres se convirtió en un infierno que no admitía más de un huésped: Lauder. Arreciaron las sátiras sobre su persona; no es hiperbólico suponer que sufriera ataques verbales o incluso físicos en la vía pública. Sin embargo, el primero en reaccionar no fue él, sino el Dr. Johnson. El lector recordará su aún hoy discutida participación como promotor en toda esta farsa; sus enemigos, que no eran pocos, también.
Para salir del ruedo, le dictó a Lauder una confesión, obra maestra de la retórica dieciochesca que hoy se puede consultar en sus Complete Works. Entre la redacción y la imprenta, Lauder agregó un postcriptum en donde clamaba haber hecho lo que hizo con el único fin de mofarse de los devotos de Milton. "Pues si hubiera sido mi designio engañar al público, hubiera elegido autores cuyas obras posiblemente no serían encontradas hasta que el mundo expire en la conflagración final". Como se echa de ver, la confesión terminó tomando visos de apología. Comienza así la historia de las razones que movieron a Lauder a esta aventura.
¿Por qué hizo Lauder lo que hizo? Ya hemos dado algunas respuestas; hay otras. La más convincente dice que era un fanático jacobino luchando por la restauración; las más divertidas son las que dio él mismo. Dijo que su tesis era correcta pero que se vio obligado a cometer algunas interpolaciones para hacerla más espectacular; dijo que la culpa era del Dr. Johnson, quien lo había instigado a presentar todo el Ensayo como una mentira "en términos mucho más sumisos y abyectos de lo que requería la naturaleza de la ofensa"; dijo que los editores de su Ensayo elidieron cierto prólogo en el que todo quedaba explicado; dijo lo del dístico de Pope y dijo lo de la mofa a los admiradores de Milton; dijo, al fin, que cometió la felonía con el solo objeto de que fuera descubierta. Para comprender esta última estrategia es preciso remontarnos al siglo XVII.
En 1649, acusado de alta traición a la patria, Carlos I, seguidor de Jacobo I, fue aliviado de su cabeza. Menos de un mes más tarde, apareció su famoso Eikon Basilike (La imagen del Rey), famoso porque ya desde ese mismo año se habló de que no era suyo. Algunas ediciones de esta piadosa profesión de fe albergaban un trozo de la Arcadia de Sir Philip Sidney, novela pastoril de imbatible paganismo. En su Eikonoklastes (El iconoclasta), Milton hace referencia a este plagio para desprestigiar la obra entera.
Lauder contraataca (Carlos I reivindicado,1754): "A fin de arruinar la reputación del Rey Carlos I, Milton robó un rezo de la Arcadia y obligó al editor del Eikon a añadirlo a la producción de Su Majestad, después de lo cual reclamó para el rey el pecado que él mismo había cometido. Como Milton supo adquirir un inmenso renombre con la publicación de un poema para cuya manufactura se dejó asistir por escritos ajenos, yo imaginé que no podía castigar de forma más idónea su acción, ni ofrecer a la gente una idea más precisa de su naturaleza, sino copiando su digno ejemplo y revelando a la humanidad lo odioso de un proceder que en Milton es virtud, y en mí, condena."
La lógica de Lauder, conocida como falacia de afirmación del consecuente, sería la siguiente: si yo me valgo de textos fraguados para denostar a un autor, cualquiera que denosta a un autor se está valiendo de textos fraguados. En este nuevo libro, la nómina de los autores supuestamente plagiados por Milton asciende a 97; la trascendencia de semejante acusación, demás esta decirlo, fue nula. Arrancado de las dichosas sendas de los hombres, Lauder abraza el exilio: exhausto, exánime, desolado, caído.
El fin de la historia lo quiere en Barbados, donde quiso fundar una Grammar School pero fracasó, donde tuvo una hija de la que abusaba. "Llevaba el infierno dentro de sí ─se lee en el Paraíso Perdido─ y a su alrededor, y cambiando de lugar no podía huir de este infierno ni un paso más que de su propio ser". Murió en 1771, miserablemente.
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