Cartas de amor. Eso es lo primero que Lukas Bärfuss escribió. Fue cuando el escritor y dramaturgo suizo nacido en Thun en 1971 era un adolescente y vivía en la calle. Lo primero que había leído, también con pasión, fue una enciclopedia que recibió de… un muerto. Eso fue mucho antes, a los ocho años, cuando todavía su madre no se había ido de casa. ¿Cosas raras? Tal vez.
Bärfuss es novelista de culto y muy conocido como autor de obras teatrales. Escribe y habla en alemán. En Argentina, hace años que obras como La neurosis sexual de nuestros padres, La prueba o Petróleo, han sido traducidas y representadas. Y la editorial Adriana Hidalgo ya lleva publicadas tres de sus novelas, traducidas por Claudia Baricco: Cien días (2009), sobre un genocidio en Kigali, Ruanda, con un saldo de 800.000 personas asesinadas y la historia de un suizo, David Kohl, en medio de la masacre.
Koala (2016), sobre un suicidio: el del hermano del narrador (y el de Bärfuss en la vida real); y la flamante Halcón (2018), que el autor vino a presentar a Buenos Aires en el marco del ciclo Bärfuss Sudamérica, con idea y curaduría de Cecilia Bassano, y que incluyó un diálogo con el dramaturgo Mauricio Kartun en el teatro Cervantes, otro con la autora Claudia Piñeiro en torno a la nueva novela, y un Master Class de Dramaturgia.
La entrevista con Infobae Cultura ocurre en una oficina en la editorial Adriana Hidalgo, en la zona de Recoleta. Bärfuss es un hombre alto y flaco, amplia frente con entradas, y si hubiera un adjetivo que lo calificara a primera vista sería: ensimismado. Piensa cada pregunta y además de responder dibuja, imaginariamente, las respuestas con las manos sobre la superficie pulida de la mesa alrededor de la cual nos ubicamos. Traza líneas que se cruzan y se separan, marca círculos, elipses y rectángulos. Como si intentara armar una geometría de las palabras. Tal vez algo de eso ocurra con su escritura. O en realidad, lo contrario, porque su narrativa está llena de puntos de fuga, de líneas que se entrecruzan, se pierden y se retoman. Como el narrador en primera persona, que cede la palabra a su protagonista, se escabulle y vuelve. O no.
–Encontré que sus tres novelas tienen un yo narrador que les da la palabra a los personajes y luego se corre de la escena.
-Siempre necesitamos una excusa para poder conversar. Robinson Crusoe, antes de cruzar la isla no tenía ninguna razón para hablar porque estaba solo. Y lo que me interesa es cómo se modifica la historia de un personaje a través de la situación social. David Hohl, que en Cien días habla con sus amigos, no es totalmente sincero. Es que él tiene que encontrar una razón para todo lo que hizo en Ruanda. Y en un monólogo interior no necesitaría justificarse. En Koala el narrador desaparece como narrador de su propia historia. Su yo desaparece como narrador. Hasta que vuelve. Y eso refleja la situación histórica con respecto al suicidio. Porque si una persona de la familia se suicida, primero repercute en uno mismo. Para descubrir luego que no es una historia individual, sino que está inmerso en un contexto histórico. Y en Halcón es otra la situación con respecto al narrador. Porque es una historia que lo estuvo ocupando durante mucho tiempo al protagonista, Philip. Y la forma que cobra la historia en el libro viene porque Philip tiene que contarla. Pero la pregunta acerca de a quién le digo algo y cómo le digo eso a esta persona es constitutivo de todas las novelas.
–¿Este manejo del punto de vista del narrador tiene que ver con el hecho de que usted es autor teatral? Porque el autor teatral tiene que darle todo el tiempo la palabra a otros.
-No estoy seguro de que tenga que ver con escribir teatro. Pero sí tiene que ver con la literatura antes del surgimiento de la burguesía. La situación de una lectora con un libro es algo de la burguesía. Y la literatura es mucho más antigua que la sociedad burguesa. Antes, no había literatura sin una situación social. Alguien tenía que contar las historias frente a otros. Ese es mi punto de partida.
–En Koala y en Halcón hay líneas que se pierden y se retoman. En Koala, toda la reconstrucción de la vida y la persecución de los koalas por parte de los hombres se inserta en la historia principal del suicidio. Y en Halcón, la búsqueda de una mujer por parte del protagonista genera una expectativa muy fuerte y miedo, y eso de alguna manera se diluye.
-Me gusta tomar caminos divergentes. Muchas veces cuando vuelvo a casa busco un camino diferente. Esos momentos en los que uno cruza por el mismo lugar, pero todo se ve diferente, son momentos de gran conciencia. Ese es el problema de Halcón: todas las historias están conectadas entre sí. Y a menudo suceden sincrónicamente. La historia no es la unión entre un acontecimiento y el otro, sino que los sucesos se separan y se vuelven a encontrar una y otra vez. Y todavía no hemos encontrado formas de representarlo en literatura. Leemos cronológicamente, eso es una limitación.
–En un momento de la novela Philip pierde un zapato y lo reemplaza por una pantufla. ¿Hay algo simbólico en ese pie descalzo, en esa pantufla de peluche?
-Entiendo esa pregunta desde una lectora, pero no me hago esa pregunta como escritor. Yo solo me pregunto cómo se ve. Si vuelvo a ese momento en el libro, tengo una imagen muy concreta de esa canasta donde están esas pantuflas y sé cómo se ve el negocio, la ventana con el gato de la fortuna que mueve el brazo, sé exactamente el camino que hace Philip saltando en una pata porque perdió el zapato, estoy completamente en la situación. Sé que él pertenece ahí. Yo lo escribí. Lo imaginé. Tengo una conciencia y esa conciencia es de una experiencia vivencial. Y tengo que llevarlo a un sistema abstracto para que usted como lectora lo descifre en una imagen concreta que usted crea. Igual ahí no hay símbolos.
–Pero esa pérdida cambia la historia.
-Si usted está en la calle, hay algo que no debería perder y son los zapatos. Puede perder la campera, el cinturón, hasta plata, pero en invierno, cuando hace frío, sin zapatos, resulta muy vulnerable. Eso tiene que ver con mi experiencia real, no es teórico. He visto personas con pantuflas de peluche. No solamente es la ropa que hace a las personas, son los zapatos. Uno reconoce a las personas por sus zapatos.
–¿Le pasó de perder los zapatos cuando vivió en la calle?
-Una vez perdí todo. Tota la ropa, porque me fui a nadar y cuando salí no había nada. Y también vi amigos que vendían sus zapatos porque necesitaban plata. Vi lo que sucede por andar con zapatos mojados en la calle. Porque la mayor parte del calor del cuerpo está en la cabeza, y le siguen los pies. Es el punto por el cual siempre están conectados. Uno no puede meter los pies en los bolsillos. Por eso cuando uno vive en la calle, tiene que proteger los pies.
–Tal vez por eso esa situación es tan realista en el libro. ¿Por qué vivió en la calle?
-Hay muchas razones. Una es que mi mamá se fue y el hogar materno desapareció. Estuve un par de semanas solo y después me echaron porque no pagué el alquiler. Entonces quedé en la calle. Después hubo una etapa en la que intenté vivir en casa de algunas personas bienintencionadas, pero ya era tan salvaje que no me lo banqué. Tenía la sensación de que la libertad y la seguridad no iban de la mano. Y creo que ese es el problema con las y los jóvenes en las calles. Uno le toma el gusto demasiado temprano al sabor de la libertad. Y no se puede compensar con la seguridad en esa etapa de la vida.
–¿Es común que haya jóvenes en las calles en Suiza?
-En realidad, no. El Estado siempre busca sacar a las personas de la calle. Ese fue siempre mi problema: ¿cómo puedo hacer que la policía no me vea?
–¿Y cómo hizo?
-Siempre fui muy amable. Intenté evitar ciertas personas. Muy temprano me di cuenta de que no tenía que tomar drogas. Si no, hubiera muerto en un par de semanas. Y encontré lugares buenos donde refugiarme, como la biblioteca pública. Ahí hace calor, hay libros y baños.
–¿En las bibliotecas nació la pasión por la literatura?
-No, eso fue mucho antes. A los ocho años. Fue por un muerto. Yo estaba dando vueltas con mi perro, y había una empresa de mudanza que limpiaba la casa de alguien que había muerto. Me ofrecieron una caja con libros. Yo pensé: ¿por qué no? Había una enciclopedia de 25 tomos. Eso fue una revelación. Por un tiempo no hice otra cosa que leer la enciclopedia. En mi casa no había libros por fuera de La Biblia.
–¿Cuándo empezó a escribir?
-Con la escritura empecé cuando me enamoré de una mujer. Y el primer género fueron cartas de amor. Tenía 17 años. Fueron muchas cartas. Hace un tiempo tuve la oportunidad de volver a leerlas y hablan de todo menos de ella. Hace poco la vi.
–¿Y a su madre la vio, volvió?
-Nunca. Tuve que ganarme mi plata. Por eso tuve varios oficios, porque tenía que mantenerme. Escribir teatro fue un medio para publicar mi literatura. Pude fundar un grupo de teatro. Y al mismo tiempo me permitía seguir estando en la calle, donde viví desde los 15 hasta los 21. A los 21 me dieron un puesto como librero y fue un momento muy decisivo en mi vida. No tenía ninguna formación. Y justo vi que se requería un empleado en la parte de comics en esa librería, la más grande en Suiza. Y mi jefe me contrató no sé por qué. Tal vez porque me veía como una figura de comic. Fue una gran suerte. Porque pude tener por primera vez un trabajo soportable. Pude aprender mucho de las nuevas artes, culturalmente fue muy interesante.
–Siempre que se habla de un escritor suizo, hay alguna referencia a la perfección suiza, a la relojería suiza. ¿Es una imagen que se tiene de los suizos?
-(Risas) Sí, es un problema argentino. Para ser honesto, la perfección en el arte no me gusta. Más me interesa el envión. No creo en las historias demasiado perfectas; solamente lo muerto es perfecto. Todo lo que vive tiene imperfecciones, errores. Y ahora me pasa que tengo dos intereses contrapuestos. Tengo un ideal del arte perfecta, que me gustaría controlar. Pero tengo la certeza de que, si lo llego a controlar, deja de ser arte. El arte surge del hecho de que no pueda controlarlo. Y quiero correr este límite. Por ejemplo, tomemos la imagen del equilibrista. Ahí hay dos cuestiones. Primero, qué tan alta está colgada la cuerda y qué tan fina es. Mientras más alta y más delgada, más miedo. Si tengo 30 cm de distancia del suelo y la cuerda es ancha, a nadie le interesa. Por eso trato de colgar la cuerda más fina posible lo más lejos del sueño que pueda. Siempre con el objetivo de no caer. Si me caigo, está demasiado delgada. Y trato de correr este límite.
–Es la tercera vez que viene a la Argentina. Hace años que se estrenan obras suyas con buena repercusión. Es un escritor de culto. ¿Cómo vive este vínculo?
-Es un milagro, un regalo que no merezco. Es por un grupo de personas que vieron algo en mi trabajo. Cecilia Bassano pertenece a ese grupo (N de la R: Cecilia no solo es la curadora del ciclo y traductora de obras de teatro de Bärfuss, sino que oficia de intérprete en la entrevista). Esta maravillosa editorial. Por supuesto, los lectores y espectadores de estas obras. No puedo decir a qué se debe. Pero para mí hay una conexión subterránea. Porque hay pocos escritores que me hayan influenciado más que Borges. Y El Sur, la historia de Juan Dahlmann. Lo leí por primera vez en una pequeña ciudad a la que me mudé cuando quise convertirme en escritor, a los 23 años. Y aún hoy intento desentrañar ese acertijo. Y es la pregunta acerca del tiempo. El Sur es un cuento muy simple. El problema es que uno no sabe dónde comienza la historia. Hay una narrativa desordenada, no podemos decir qué pasó antes y qué pasó después. Borges muestra algo que para la literatura impresa es constitutivo. Y es el hecho de que un libro no es un fenómeno temporal sino espacial. Un libro es una cosa en el espacio. El tiempo que está contenido en este libro requiere de las convenciones que tenemos acerca de cómo contamos esta historia. Todos los momentos de conciencia de nuestra cabeza solo conocen el presente. De eso se trata el cuento de Borges. Y Halcón es una paráfrasis de El Sur.
–En enero se estrena en Argentina una nueva obra suya, La señora Schmidt. ¿Puede adelantar algo?
-Es la historia de un hombre que vive como mujer en una sociedad liberal. No tiene problemas con eso. A la esposa le parece bien y en el trabajo tiene toda la comprensión. Y todo cambia cuando esta mujer, que en realidad es un hombre, se saca la ropa de mujer y como hombre tiene mucho éxito. La empresa no quiere que vuelva a ser mujer. Para hacerla corta, se trata de cómo el capitalismo neoliberal influye sobre la cuestión de género. Es una comedia que surge de una tragedia personal.
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