Llegué, por fin, al hotel Étoile. Un cartel en la puerta de entrada anunciaba que no había lugar, pero entré igual y pedí una habitación. Me dieron una en el piso diez; tiene vista al cementerio, una bañadera de mármol italiano, un escritorio Luis XVI, una cama ancha como una balsa y bombones envueltos en papel dorado incrustados sobre las almohadas como diamantes falsos en la nieve. Le dije al conserje que mi esposo llegaría con las valijas más tarde, pero mi esposo nunca llegará. No soy de mentirle a la gente en la cara pero esta es una situación de fuerza mayor.
Me registré bajo el nombre de fantasía de María Lydis. Nadie me pidió documento; de haberlo hecho, hubieran reconocido quizás a la crítica de arte que supe ser. Pero envuelta en este piojoso tapado negro de piel, quién sospecharía que durante un tiempo tuve una carrera en el mundo del arte, hasta cierto prestigio, diría, fundado en la ilusión de que una prosa sensible es sinónimo de temperamento honesto, que el estilo es el carácter.
Permaneceré confinada en mi «habitación imperial», así reza la placa de bronce en la puerta de nogal, y desde acá sacaré a la escritorzuela que todos llevamos dentro. Solo dejando salir lo que sé podré dar vuelta la página, empezar de cero. Me inspiré en un procedimiento del siglo XVII que aprendí en el Moll Flanders de Defoe; cuando en Inglaterra sentenciaban a alguien a la horca, le daban la posibilidad de contar su crimen.
No esperen nombres, estadísticas, fechas. Lo sólido se me escapa, solo queda entre mis dedos una atmósfera imprecisa, técnicamente soy una impresionista de la vieja escuela. Además, todos estos años en el mundo del arte me han vuelto un ser desconfiado. Sospecho en especial de los historia- dores que con sus datos precisos y notas heladas a pie de página ejercen sobre el lector una coerción siniestra. Le dicen: «Esto fue así.» A esta altura de mi vida yo aprecio las gentilezas, prefiero que me digan: «Supongamos que así sucedió.»
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Nací con la sonrisa torcida, la comisura derecha de mis labios se eleva más que la izquierda a causa de una debilidad muscular. La gente dice que ese defecto delata mi carácter ladino, como aquel hombre que era de los buenos pero luego se volvió ladrón porque sus hombros, al andar, tenían una lentitud felina. Cuando te dicen algo y te lo repiten y repiten, una se lo termina por creer. Hoy, si algo alcanza a definirme, es un estado de zozobra general. Muy temprano en la vida, por motivos que no vienen a cuento, dejé de albergar esperanzas sobre los hombres y las mujeres. De todas formas, estas últimas siempre me miraron con recelo. Hubo una sola que confió en mí, que me hizo sentir importante, y a la gente que nos hace eso uno le debe la vida.
Nos conocimos en la oficina de tasación del Banco Ciudad. Enriqueta había entrado ahí en los años sesenta con uno de los mejores promedios de la Escuela Nacional de Bellas Artes. Yo había entrado por acomodo, como se entraba en mi época.
Hacía cosa de dos años, en una reunión navideña, el tío Richard había dicho, con el vozarrón típico del ebrio que se empantana al hablar, que nada como un trabajo para encarrilar a la oveja negra de la familia; las frases hechas le iban bien a la inteligencia de mi tío. La verdad es que yo no buscaba establecerme, de hecho mi credo personal consistía en navegar derivando sin atarme a nada ni a nadie, pero mi entorno familiar me consideraba un caso perdido, alguien que en la vida, como mucho, podía algún día llegar a sobresalir cazando mariposas. No sé bien, pero por alguna razón acepté el desafío. Creo que acepté para que el tío Richard se callara de una buena vez. Así fue como, por una conversación de borrachines, tuve la suerte de que me mandaran a trabajar como esclava de Enriqueta Macedo.
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A las nueve de la mañana del primer lunes de enero atravesé la puerta de vidrio de la oficina de tasación del Banco Ciudad y me acerqué a la recepcionista que estaba detrás de un mostrador de vidrio. La chica no usaba corpiño, una batalla que había sido ganada hacía tiempo, y cuando le dije que la señorita Macedo me esperaba, hizo un gesto con los ojos que interpreté como «que te sea leve». Atravesé una segunda puerta de vidrio. Me llamó la atención cuánto uso le daban a ese material, quizás una alusión a la transparencia en las transacciones.
Supe que era ella sin necesidad de preguntar. Enriqueta Macedo era la perito autenticadora más reconocida del ambiente, una antigua gloria del mundo del arte, y estaba en cuclillas cuando entré a la sala, a punto de zambullirse dentro de un cuadro apoyado sobre la pared. Más que mirar parecía estar olfateándolo. Carraspeé tímidamente, como en las películas. Ella se levantó del piso con llamativa agilidad para una mujer mayor y levantó el mentón recordándome que me correspondía a mí acercarme (después me daría cuenta de que usaba esa pose altiva para disimular la papada). Vestía una camisa limón y un arrugado traje sastre gris acero. Por fuera era común, ligeramente ridícula si quieren, pero, como me daría cuenta más tarde, sus rasgos exteriores eran la contrapartida exacta de su mentalidad.
Me apuré a cruzar la sala. Sus ojos me escanearon como un tomógrafo de pies a cabeza. Como me era imposible sostenerle la mirada, miré sus zapatos, que no eran más que una cosa negra en el piso.
Y antes de que pudiera decir algo ella anunció:
–Espero que hayas hecho los deberes. Le di mi temblorosa sonrisa sesgada. Creo que mi asimetría le causó gracia o pena o alivio. Enriqueta largó un chasquido de conmiseración y me llevó hasta una mesa.
–No dejes que mis chicanas te amedrenten. Tengo este maldito carácter pendenciero. Por ahora empezá leyendo los secretos de la familia.
Eran veinte carpetas negras que guardaban, como una levita que intenta esconder una panza demasiado grande, todos los recibos por los cuadros dejados en depósito en los últimos meses. Los miré durante un rato, era un papeleo inagotable, y cuando me cansé de fingir interés, me resigné a mi suerte. Ya me acostumbraré, me dije. Es notable la rapidez con que nos acostumbramos a todo.
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A los veinticinco años había aterrizado en la oficina de tasación más importante del país: el sitio que definía despóticamente el precio y la autenticidad de las pinturas que circulaban en el mercado, tomaba empeños y servía de depósito cuando una pintura entraba en litigio. Si de afuera sonaba atractivo, por dentro era un lugar oscuramente gubernamental, deprimente y gris.
A veces, una sensación difusa de angustia me agarraba adentro de ese antro rodeada de empleados que solo discutían de ganancias y hablaban en una lengua extranjera que yo entendía pero no podía seguir, como si comprendiera cada palabra por separado pero la frase se me escapara. Pronto, para consolidar mi posición dentro de esa familia que idolatraba el dinero, me inventé una virtud dudosa: lo desprecié.
Solo Enriqueta parecía entender mi asfixia moral. Han pasado tantos años que es difícil hacerle completa justicia a esta mujer, pero digamos que en ella encontré esa gracia que me parecía tan rarificada a mi alrededor.
Era ella el tipo de mujer a quien los años le sientan bien. Debía pensar: La vejez, ¡uf!, por fin ha llegado. En invierno usaba un tapado negro de piel que parecía de perro sarnoso. Era un abrigo decrépito pero mantenía el calor, que era lo que le importaba a su dueña. Se la veía entrar por la puerta de la oficina arrastrando tras ella un aire de severidad divina producto quizás de su largo trato con obras de arte. «Estas pinturas, como las montañas, nos sobrevivirán a todos», decía, y miraba a su alrededor.
Enriqueta no guardaba nociones románticas sobre las personas, pero creía en el arte con una fe al límite de lo esotérico. Aunque hablaba poco de eso, ella parecía venir de una civilización más antigua que no necesitaba poner todo en palabras. Su despacho era sobrio, con sillones tapizados en cuero auténtico y reproducciones enmarcadas de William Blake. «Mi única religión», me dijo Enriqueta la primera vez que entré y las miré de lejos. «Acercate, podrían, pero no muerden.» Eran los grabados de El paraíso perdido. Las escenas del infierno me parecieron infinitamente superiores a las del cielo, pero no dije nada. Aún no sabía que tener una opinión propia podía ser un valor en sí mismo. Llegaría un día en el que me pagarían por opinar.
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Había un aire de misterio en el despacho de Enriqueta, era el tipo de habitación que bien podría haber tenido una puerta falsa disimulada con lomos de libros. Detrás de un escritorio, su cabeza asomaba entre una pila de catálogos de arte que la protegían del mundo como un círculo de carretas de los indios. De dónde venía no quedaba claro. Nunca hablaba de su familia salvo para recordar a un bisabuelo que había sido devorado por los náufragos de La balsa de la Medusa. Y excepto por ese honorable detalle genealógico se movía por la vida como si estuviera sola.
Era severa y fría, la gente de la oficina, personas corrientes por no decir mediocres, la consideraban un ser pomposo; sin embargo, yo la quise instantáneamente. Y no solo porque trabajar con ella era afilar mi mente, sino por- que tenía una cualidad que hacía imposible no considerarla algo distinto a un monstruo de clase superior. Enriqueta era rara, pero no quiero decir raro en el mal sentido de la palabra. Era una iniciada, eso la distinguía del resto de los mortales. Poseía «el ojo de halcón» que en el mundo del arte, como «el ojo clínico» en medicina, es un talento en extinción. Ella podía ver a través de una pintura, podía entender su matriz. Tenía un don innato para descomponer una imagen en su cabeza y volverla a armar como un fabricante suizo frente a una pieza de relojería y, como buena ludita que también era, rechazaba de plano cualquier avance tecnológico en materia de autentificación de obra; solo confiaba en una linterna que emitía una tenue radiación azul y entraba en la palma de su mano. «La luz negra», la llaman en la jerga forense. Los policías científicos la usan para detectar la sangre, el semen, la saliva y el sudor del asesino, pero lo que los peritos de arte buscan con esa luz son los agregados de último momento en una pintura. Según Enriqueta, ese aparatito era toda la tecnología que se necesitaba para estudiar en profundidad un cuadro. Todo lo demás lo ponía uno.
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¿Cuánto tardaría una mujer como Enriqueta en desenmascararme?, ¿un mes? ¿una semana? Quizás con unos minutos le bastaría. Pero, contra todo pronóstico, el juicio que se formó de mí debió de haber sido satisfactorio porque me adoptó enseguida y, antes de que me diera cuenta, me había elegido como su heredera.
–Haceme caso, acá adentro no muestres entusiasmo por nada – me dijo Enriqueta a los pocos días de conocerme–. No des a conocer el metal de tu voz y esta gente te dejará tranquila.
Para inculcarme el ánimo imperturbable usaba como ejemplo la historia de Anaxágoras, quien, al recibir la noticia de la muerte de su hijo, exclamó: «Sciebam me genuisse mortalem» («Sabía que había engendrado un mor- tal»). Pero estoy segura de que esta disposición hacia la ataraxia que levantaba como bandera filosófica no era una inclinación natural. Yo creo que era su sistema defensivo contra la vida.
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