Por John Cheever
![Ilustración: Juan Pablo Martínez](https://www.infobae.com/resizer/v2/https%3A%2F%2Fs3.amazonaws.com%2Farc-wordpress-client-uploads%2Finfobae-wp%2Fwp-content%2Fuploads%2F2018%2F11%2F08172747%2FJohn-Cheever-Ok.jpg?auth=8b8e6546547da679b1a20170a331f0a5f56020019951ad2388d656caea04bbf8&smart=true&width=350&height=467&quality=85)
Hacía dos años que la gente lo sabía, pero en el invierno fue obvio. La hilandería estaba parada y las grandes ruedas yacían inmóviles contra los techos. Los telares bloqueaban el suelo como maquinaria en desuso en un viejo teatro de ópera. Sobre los pisos, las vigas y los flancos de acero brillante, la neblina del tejido estaba cubierta de polvo igual que nieve vieja.
La casa en la que vivíamos se hallaba sobre una colina empinada; desde ahí veíamos la salina y el río que avanzaba, alto y gris, en dirección al mar. Era invierno pero no había caído nieve, y durante toda una temporada los caminos estuvieron polvorientos y los árboles sin hojas bajo el cielo cargado. Pero el cielo cargado y los caminos polvorientos duraron tanto como tres semanas, y para cuando llegó la primavera era difícil recordar la nieve, así de poca había caído.
La ciudad oscura se levantaba desde el río y las agujas de madera de la iglesia, todo el invierno, se erguían contra el cielo como dedos enormes. Desde nuestra ventana podíamos ver los pilotes de la colina emerger del río y las casas sucias hostigadas por el humo, sonrojadas bajo la luz del sol. Hacía casi un año que se sabía, y la gente había hablado de un invierno seco. Ya era primavera. El río corría alto hacia el océano. Las grandes ruedas de la maquinaria seguían esperando contra el techo. Las chimeneas redondas se hincaban en el cielo vacío sin su oscuro plumaje de humo.
Nuestra habitación estaba en el cuarto piso de una construcción alta, de ladrillos. La gran mayoría de la gente no podía pagar el alquiler y la dueña, con sus reclamos, volvía miserable el silencio. En el tercer piso había un hombre que tenía trabajo: ganaba diez dólares a la semana. De noche lo veíamos sentado en el borde de su cama, mirando lentamente el cuarto vacío a su alrededor. La dueña se ponía a llorar cuando lo veía, le decía que ella necesitaba comer y que él debía pagar el alquiler. Que iba a tener que pagar su alquiler. La cara del hombre era cuadrada y tenía el cabello rígido como madera barata. Tendrá que pagar el alquiler, gritaba la dueña desde el pequeño rellano delante de su puerta. Él la miraba y cerraba la puerta suavemente. Le pagaré la semana que viene. Su mente estaba aturdida con la imposibilidad de la deuda. Con el rostro quebrado de la dueña que le reclamaba a los gritos que pagara el alquiler.
Nosotros no pagábamos el alquiler desde hacía tres semanas, pero cuando se trataba de dos personas la cosa era diferente. Hacía ya un mes que habíamos despachado nuestros libros en unas cajas grandes. Es algo que no habríamos querido hacer, pero hasta en aquel edificio de ladrillos la gente ya no era la de antes. La dueña se habría quedado con nuestros libros y nuestra máquina de escribir y los habría vendido. Ni siquiera los cigarrillos se salvaban, si los dejabas un minuto sobre la mesa.
A un viejo de la planta baja lo habían despedido de la hilandería hacía ya seis meses. Al principio no había soportado estar ocioso y se levantaba todas las mañanas para cruzar el río e ir a buscar trabajo en la ciudad. Cuando descubrió que no había, siguió levantándose a la mañana y salía a caminar por la ciudad durante todo el día, y de noche volvía a cruzar el gran río, conversando con los hombres que tenían trabajo. Eso es lo que había hecho durante dos meses, hasta que se cayó y se lastimó una pierna. Para cuando su pierna estuvo curada, había perdido todo deseo de caminar. Solo salía de su habitación para ir a comprar alimentos y volver para comerlos. Era obvio que, cuando las ruedas empezaran a girar y las largas hebras temblaran con el movimiento brusco, él no regresaría. Vivía en su habitación, salía a comprar comida y se metía ahí otra vez. Nadie sabía lo que hacía, todo el día en su habitación. Ni siquiera se lo oía moverse.
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La gente había aceptado un invierno seco, con muy poco dinero y nada para comer. Ya había ocurrido antes. Como había llegado, el invierno había vuelto a partir. Las fábricas seguían vacías. El río seguía corriendo pero no había humo sobre la ciudad. La mitad de la población seguía desocupada. El río y las estaciones llegaban y partían pero la maquinaria permanecía quieta y no sabíamos cuándo se pondría otra vez en movimiento.
En el norte, grandes barcos vacíos descansaban en los puertos a la espera de alguna carga. Fondeados lejos de los muelles, se mecían en la corriente. Los habíamos visto en verano, y si volvíamos en primavera, sabíamos que seguirían allí. Enormes masas de acero y vidrio rolando en la marea y aguardando una carga. No sería esta primavera, y quizás ni siquiera en verano. Los barcos seguirían a la espera en el puerto, descansando con una luz encendida en el anochecer cálido y oscuro.
Si la gente había hablado de un invierno seco y lo había vivido así, nadie hablaba de la primavera. No tenían razón alguna para mencionar la primavera. Las fábricas seguían inactivas. Los barcos estaban vacíos en los puertos del norte y seguía habiendo muy poco dinero y nada para comer. Los trabajadores del este habían protestado y los tambores y los piquetes y el sonido de las protestas entre la llovizna se oían como truenos más allá de las colinas. La iglesia le había puesto freno. La iglesia lo había calmado pero no había detenido aquel tronar. Los trabajadores seguían descontentos y bajo la llovizna se acordaron de su queja y del sonido de sus tambores. Eran pocos los que podían olvidar el sonido de la Internacional y aunque en el este las ruedas se habían puesto otra vez en movimiento, se movían bajo un patrón desconocido. Ellas esperaban unas manos que las conocieran y que supieran cómo controlar sus palancas.
Desde nuestra ventana veíamos venir la primavera porque nosotros teníamos mucho tiempo. Al principio era el aire delicado y el hedor dulzón de los toneles de aceite que venía del otro lado del río. Luego los árboles se cubrían del polvo de los nuevos capullos y los viejos jardines eran desechados y el río acarreaba ramitas brillantes y desperdicios liberados por el deshielo. El cielo estaba cargado como si fuese carne; no cabía ninguna duda de que era primavera. Podíamos verlo claramente en las colinas donde el hielo se fundía, en el vivo dolor de la tierra agrietada. Y las ruedas seguían sin moverse y los telares estaban quietos como bailarines nerviosos y había muy poca gente que quisiera hablar de la primavera debido a todas estas cosas.
En Boston la gente adinerada estaba nerviosa. Era la primavera pero eso no cambiaba nada. La posibilidad de tener que soportar otra temporada así los aterraba. Porque se les había hecho muy ardua, todo ese invierno, la lucha por hallar los placeres de los inviernos pasados. La gente adinerada de Boston tenía hábitos de caballeros a la antigua. Las ruinas de una raza difunta. Habría sido un error acusarlos de injusticia. No sabían adaptarse a las nuevas condiciones. Tanteaban nerviosamente, manejando unas exigencias enormes que les habían caído entre las manos. Y los demás esperaban que abandonasen. Tal vez las máquinas volverían a arrancar más cerca del verano, pero seguirían siendo controladas por extraños. Tal vez funcionarían durante todo un año mientras la agitación siguiera tronando detrás de las colinas. Eso ya sería algo. Nadie que hubiese visto a las cosas llegar y a las cosas partir podía dudarlo. Mirábamos pasar la primavera como una gran marejada que se alzara desde el río y bañara las colinas.
El domingo apareció Paul en su coche nuevo y brillante y nos llevó a la granja. Paul era próspero, sus negocios marchaban bien. Nos mostró lo rápido que era su auto y las espléndidas rueditas que giraban debajo del capó. Luego bordeamos las largas planicies que atraviesa el camino campestre y giramos en la enorme entrada de grava. La gran finca pintada de blanco con el río a su izquierda y los huertos que llegaban hasta el río no habían cambiado. Mani salió a la puerta con un largo y pálido vestido y nos llevó a su jardín de flores. Los retoños amarillos se abrían paso con firmeza en la tierra dura. Mani maldijo por lo bajo y dijo que era primavera. El cielo estaba cargado. Los pájaros lo atravesaban como a una alta bóveda. Al otro lado del río las hilanderías estaban quietas y los barcos se movían en la corriente esperando una carga. Mani dijo que era primavera otra vez y apagó el cigarrillo en el borde del jardín. Es primavera otra vez, dijo Mani.
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