Por Nadya Tolokonnikova
Cuando tenía catorce años, me presenté en el periódico local con un artículo bajo el brazo sobre la contaminación y el cambio climático. Allí me dijeron que era una nena muy bonita y que no escribía mal, pero que sería mejor que me limitara a hablar del zoológico. Cómo no, aquel artículo sobre los niveles catastróficos de contaminación de mi ciudad no llegó a publicarse nunca. En fin. He vivido muchas cosas desde entonces, como mi detención y los dos años que pasé en la cárcel, pero en el fondo no he cambiado nada. Sigo planteando preguntas incómodas, aquí, allá y en todas partes. Esas preguntas, aunque no obtengan siempre una respuesta, siempre me han llevado a la acción. Creo que he dedicado mi vida entera al activismo. Mis primeras veces no fueron más que chiquilinadas en las que participábamos mis amigas y yo. Empezamos a reclamar un espacio público y a colaborar en protestas políticas hace mucho, allá por el año 2007, cuando teníamos unos dieciséis o diecisiete años y dábamos un poco de risa. Fundamos Pussy Riot en octubre de 2011, pero antes nos pasamos cinco años durante los que no dejamos de estudiar y practicar el activismo con todo, cinco años aprendiendo a escapar de la policía, a crear arte sin dinero, a saltar vallas y a fabricar bombas molotov.
Nací unos días antes de la caída del Muro de Berlín. En ese momento se creía que, eliminada ya la contradicción entre socialismo y capitalismo, por fin íbamos a vivir en paz… Más bien, y como hemos visto, la desigualdad ha crecido hasta unos niveles astronómicos, las oligarquías de todo el mundo se han hecho con el poder, la educación y la salud pública están en peligro y nos enfrentamos a una hecatombe ecológica probablemente irreversible.
Cuando Trump ganó las elecciones a la presidencia, hubo mucha gente que no lo podía creer. En realidad, ese 8 de noviembre de 2016 fue el día en que se vino abajo el concepto del contrato social, la idea de que podíamos vivir en paz sin ensuciarnos las manos con la política, de que bastaba con votar una vez cada cuatro años para proteger nuestras libertades (o no votar en absoluto: estar por encima de la política). Esa creencia —la de que las instituciones estaban ahí para cuidarnos y velar por nosotros, y de que no teníamos que preocuparnos por protegerlas de la corrupción, los grupos de presión, los monopolios, ni por el control de empresas y gobiernos sobre nuestros datos personales— se rompió en mil pedazos. Delegábamos la lucha política igual que delegábamos los trabajos peor remunerados y las guerras.
Los sistemas actuales no han logrado responder las preguntas de la ciudadanía, de modo que la gente ha empezado a buscar respuestas fuera del espectro político predominante. Sin embargo, de ese descontento se están aprovechando grupos políticos de extrema derecha, xenófobos, oportunistas, corruptos y cínicos. Los mismos que ayudaron a crear y exacerbar el problema son los que vienen ahora a ofrecernos la salvación. Es su modus operandi. Se trata de la misma estrategia de recortar los fondos de un programa u organismo oficial del que quieran librarse y mostrar luego su ineficiencia resultante como prueba de que debe desmantelarse.
Si la agresión nacionalista, el cierre de fronteras y el excepcionalismo de todo tipo fueran prácticas beneficiosas para la sociedad, Corea del Norte sería el país más próspero del planeta. Pero aunque no hayan funcionado nunca, la gente sigue creyéndolo. Así es como se explica el éxito de Trump, el Brexit, Le Pen, Orbán y demás. En Rusia, el presidente Putin tira de los mismos hilos: explota el complejo de furia, el sufrimiento y el empobrecimiento del pueblo ruso provocados por la crisis económica, la privatización maquiavélica y la liberalización salvaje que tuvo lugar en los años noventa.
No soy presidenta ni congresista, no tengo mucho dinero ni poder, pero usaré mi voz para decir humildemente que, tras repasar la historia del siglo XX, tanto el nacionalismo como el excepcionalismo me producen bastante repugnancia.
Ahora más que nunca, ha llegado el momento de recuperar el poder de manos de los políticos, los oligarcas y los intereses ocultos que nos han puesto en esta tesitura. Es la hora de que dejemos de comportarnos como si fuéramos la única especie que habita en la Tierra. No parece que nos espere un futuro color de rosa, ni progresista, ni nada bueno. Las cosas pueden empeorar.
En mi país no han dejado de empeorar desde 2012, el año en que metieron a las Pussy Riot entre rejas y Putin fue reelegido presidente por tercera vez. Desde luego, las Pussy Riot tuvimos mucha suerte al no ser olvidadas y abandonadas tras los muros de la cárcel. Todos los policías que hablaron con nosotras después de nuestra detención nos recomendaban que: a) nos rindiéramos, b) nos calláramos y c) declarásemos nuestro amor incondicional hacia Vladímir Putin. "A nadie le importa lo que sea de ustedes; morirán en prisión y nadie lo sabrá nunca", "No seas tonta: di que quieres a Putin". Sin embargo, nosotras insistimos en que no, y muchos nos apoyaron por nuestra terquedad.
Con frecuencia me siento culpable por todo el apoyo que recibimos. Fue algo increíble. Hay muchas cárceles políticas en nuestro país, y la situación no hace sino agravarse con el tiempo. Los demás casos no atraen la atención mediática que sin duda merecen. Por desgracia, las condenas a los activistas políticos se perciben como algo normal entre la opinión pública. Cuando las pesadillas suceden todos los días, la gente deja de reaccionar. Es el triunfo de la apatía y la indiferencia.
Los contratiempos y los fracasos no son motivo suficiente para renunciar al activismo. Sí, es cierto que los cambios sociopolíticos no se producen de forma lineal, y hay veces en las que hay que luchar durante años para obtener el más mínimo resultado. No obstante, en otras ocasiones se pueden derrumbar montañas en segundos. En el fondo, nunca se sabe. Yo prefiero seguir intentándolo, con humildad, pero también con perseverancia.
SOMOS SUPERPODERES
Últimamente se habla mucho de Rusia en Estados Unidos, pero son pocos los que saben cómo es Rusia en realidad. ¿Qué diferencia hay entre un país tan bello y lleno de gente maravillosa, creativa y comprometida y su gobierno cleptocrático? Muchos se preguntan cómo será vivir bajo el yugo de una figura misógina y autoritaria, dotada de un poder casi absoluto. Yo podría darles algunas pistas acerca de cómo es ese mundo.
La relación entre Rusia y Estados Unidos es un completo desastre. Y yo, sin embargo, como si padeciera de una extraña compulsión masoquista, disfruto de mis viajes a la sombra de ambos imperios. Mi existencia tiene lugar en algún punto entre esos dos gigantes. No soy partidaria de las fronteras (ni ellas lo son de mí). Sé que el poder radica en la unión interseccional, inclusiva e internacional de aquellos a quienes les importan más las personas que el capital o la posición económica.
Somos algo más que átomos, separados unos de otros y asustados por la televisión y la desconfianza mutua, encerrados en las celdas de nuestras casas y nuestros iPhone, descargando nuestra ira y nuestro resentimiento contra nosotros mismos y los demás. Pero ¿quién querría vivir en un mundo en el que todo está a la venta y no queda lugar para el bien común? Algunos aborrecemos esa actitud cínica y estamos dispuestos a luchar para defendernos. Además, no solo resistimos, también respondemos y nos adelantamos. Vivimos el momento de acuerdo con nuestros valores. Cuando busco las palabras para hablar de un enfoque más holístico de la política mundial y propongo iniciar un debate sobre el futuro del planeta en lugar de sobre las ambiciones y la riqueza de los estados, resulta inevitable que mucha gente me considere una ingenua de ideas utópicas. Durante un tiempo creí que ello se debía a mis escasas dotes comunicativas, y es posible que esa sea una parte del problema, pero en el fondo considero que ese fracaso de la palabra es un síntoma de algo más grande. Nunca hemos llegado a desarrollar un lenguaje con el que discutir sobre el bienestar de la Tierra en su conjunto. Categorizamos a las personas por su procedencia, sin referirnos a ellas como una parte más de toda la especie humana.
No hace falta recordar que hemos sobrevivido a la crisis de los misiles en Cuba y a muchas debacles más. Y sin embargo, ahora volvemos sin chistar al antiguo paradigma de la Guerra Fría. El Boletín de los Científicos Atómicos ha fijado la hora del Reloj del Apocalipsis a dos minutos de la medianoche. Las amenazas globales son peores ahora que cuando se produjo la Iniciativa de Defensa Estratégica de Estados Unidos en los años ochenta. Y nosotros, encantados de volver a echarle la culpa a nuestros contrarios, el enemigo externo.
Cuando dos personas luchan durante mucho tiempo, acaban pareciéndose la una a la otra. Imitas a tu rival, por lo que es posible que antes o después termines siendo indistinguible de él. Se trata de un eterno juego de espejos.
Si tu oponente es una persona de grandes cualidades, puede que sea bueno y todo, pero cuando se trata de una guerra entre imperios, el resultado suele ser funesto.
Cuando Putin tiene que introducir alguna ley nueva y repulsiva, antes menciona las prácticas estadounidenses. Cuando permite que la policía rusa actúe con violencia, con muchísima violencia, frente a los manifestantes, siempre te dicen la misma cantinela: "¿De qué se quejan? En Estados Unidos ya los habrían matado por protestar tanto". Si defiendo la reforma carcelaria de Rusia y afirmo que ningún ser humano debería ser torturado ni privado de atención médica, me responden: "¡Piensa en Guantánamo, allí es mucho peor!". Cuando Putin invierte más dinero en el complejo industrial y militar en vez de cuidar de una estructura que se desmorona, exclama: "¡Fíjense en lo que hace la OTAN! ¡Fíjense en los drones! ¡Fíjense en los bombardeos en Irak!". Y es cierto, terroríficamente cierto. No obstante, creo que la pregunta que hay que hacerse aquí es la siguiente: ¿quién tomó la decisión de copiar lo peor de los demás, y en qué momento?
Cuando mi gobierno contrata a matones para que me ataquen y me quemen los ojos con un producto químico verdoso (cosa que hacen), lo que escucho es: a) eres una perra antirrusa, b) tu objetivo es destruir Rusia, c) te está pagando Hillary, d) vete a Estados Unidos. Y cuando algún estadounidense cuestiona el poder y las bases de la versión oficial, se lo tilda de antiamericano. Como indica (y sabe bien) Noam Chomsky: "Igual que en la Unión Soviética, donde el antisovietismo estaba considerado el peor de todos los crímenes, Estados Unidos es la única sociedad libre en la que existe tal concepto. El americanismo, el antiamericanismo y la ausencia de americanismo son nociones que combinan bien con la "armonía" y la idea de librarse de los intrusos".
El panorama es desolador. Nos inclina a pensar que la política es aburrida e inútil, y que no vale la pena comprometerse porque nunca cambiaremos nada. Sin embargo, yo digo que lo intentemos. Solo tenemos que hablar del tema como personas. Es muy sencillo: salud, educación, acceso a la información sin censuras. Dejen de gastar nuestros recursos en drones, misiles balísticos intercontinentales y servicios de inteligencia con tendencias voyeuristas. Paguen a los trabajadores, porque no somos esclavos. Estamos hablando de derechos, no de privilegios. Todo esto se puede conseguir: el cambio es mucho más factible de lo que nos han hecho creer.
Putin sigue en el poder, pero no porque todo el mundo esté contento con su forma de gobernar. Nos damos cuenta de que somos cada vez más pobres mientras que él y sus compinches se enriquecen día a día. Pero (y siempre hay un pero) ¿qué podemos hacer? No tenemos el poder para cambiar las cosas, o eso nos dicen.
Si tuviera que señalar a nuestro peor enemigo, diría que es la apatía. Si no viviéramos atrapados en la idea de que nada puede cambiar, podríamos conseguir resultados fantásticos.
Lo que nos hace falta es confiar en que las instituciones puedan funcionar mejor, y en que seamos nosotros quienes lo logremos. El pueblo ignora el enorme poder que tiene y que por algún motivo no usa.
El artista y escritor Václav Havel pasó cinco años en un campamento de prisioneros soviético en castigo por sus opiniones políticas, aunque más adelante se convirtió en presidente de Checoslovaquia tras la caída de la URSS. En 1978 Havel escribió una obra brillante e inspiradora llamada El poder de los sin poder, un ensayo que llegó a mi vida como un milagro.
Después de condenarme a dos años de cárcel, me llevaron a uno de los campos de trabajos forzados más duros de toda Rusia: Mordovia. Tras un solo mes de penurias en aquel lugar (cuando aún tenía por delante más de un año y medio de cárcel), me volví apática y apagada. Habían quebrado mi espíritu. Me volví obediente a causa de los abusos constantes, el trauma y la presión psicológica. "¿Qué puedo hacer contra esta maquinaria totalitaria —pensaba—, aislada de todos mis amigos y compañeros, sola sin remedio, sin posibilidad alguna de escapar?" Estaba en manos de los amos de la prisión, quienes no se hacían responsables de las lesiones o la muerte de los prisioneros. Éramos literalmente suyos, sus esclavos mudos, entes desechables, sombras sonámbulas de lo que fueron seres humanos.
Pero soy una mujer con suerte, porque descubrí El poder de los sin poder. Lo leí a escondidas de los guardias de la prisión y lloré de alegría. Aquellas lágrimas me devolvieron el valor y la confianza. No estamos rotos hasta que nos dejamos romper.
Havel escribió: "En el sistema postotalitario está inscrita la implicación de todo hombre en la estructura del poder, no para que tome conciencia de su identidad humana, sino para que renuncie a ella en favor de la "identidad del sistema", esto es, para que se convierta en un soporte más de "autocinesis", un siervo de su autofinalidad.
"Pero no solo esto: también para que con su unión contribuya a la creación de una norma común y ejerza presión sobre sus conciudadanos. Y esto no basta: también para que se habitúe a esta unión, se identifique con ella, viéndola como algo natural y esencial y pueda así al final llegar —por sí solo— a considerar desvincularse de esa unión como una anormalidad, una afrenta, un ataque a sí mismo, como "excluirse de la sociedad". De este modo arrastra a todos a la propia estructura del poder y los convierte en el instrumento del totalitarismo recíproco, del "autototalitarismo" social".
Las palabras son poderosas: el ensayo de Havel ejerció una profunda influencia en la Europa del Este. Zbigniew Bujak, activista del sindicato polaco Solidaridad, comentó al respecto: "El ensayo nos llegó a la fábrica Ursus en 1979, en un momento en el que nos sentíamos totalmente derrotados. Inspirados por el KOR [el Comité de Defensa de los Trabajadores polaco], habíamos estado discutiendo entre nosotros, hablando con los obreros, participando en reuniones públicas, intentando contar la verdad sobre la fábrica, el país y la política. Llegó un punto en que la gente pensaba que nos habíamos vuelto locos. ¿Por qué lo hacíamos? ¿Por qué nos arriesgábamos tanto? Al no ver resultados tangibles ni inmediatos, empezamos a dudar de la utilidad de nuestros actos. ¿Acaso debíamos probar con otros métodos, otras maneras? Entonces apareció el ensayo de Havel. Su lectura nos proporcionó las bases teóricas con las que sustentar nuestras actividades. Nos levantó el ánimo, no nos dimos por vencidos y, un año después, en agosto de 1980, quedó claro que el aparato del Partido y la dirección de la fábrica nos tenían miedo. Éramos importantes".
Cuando nos fallen las fuerzas, busquemos las palabras que nos inspiren. Así pues, no olvides que el poder está en tus manos y ten fe en ti. Juntos, como comunidad o como movimiento, podemos hacer milagros (y los haremos).
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