"Tenés que arriesgarte para contar. Yo no soy un adicto al riesgo, absolutamente no. Pero es la regla número uno. Estás ahí, escribís. No estás ahí, no escribís". La idea de periodismo de Domenico Quirico es, después de todo, simple. Y sin embargo parecería que son cada vez menos quienes la comparten. "Hoy el periodista no camina más, se convirtió en un animal sedentario", lamenta. "Es más parecido a un técnico informático que extrae información de esa mina gigante que es internet para hacer un rejunte. Pero no es así que el periodismo nació y produjo sus mejores cosas", reflexiona.
Corresponsal de guerra del diario La Stampa de Turín, Quirico es una de las voces más respetadas del periodismo italiano. Desde hace tres décadas cubre con un estilo inconfundible las crisis y las guerras de África y Medio Oriente. En sus crónicas y libros contó conflictos en lugares como Ruanda, Congo, Somalía, Mali, Libia. Cruzó el Mediterráneo a bordo de un barco de migrantes y se hundió con ellos antes de ser rescatado. En 2011 unos bandidos lo raptaron en Libia y asesinaron a su chofer. En 2013, durante su cuarto viaje a Siria, volvió a ser secuestrado por un grupo rebelde. El cautiverio duró 5 meses: 152 días en los que fue torturado y pasó por dos simulacros de ejecuciones.
Eso no le impidió volver, tiempo después, al lugar de su secuestro. "Ahí entendí que seguía teniendo la capacidad de escribir una crónica desde ese sitio en el que había pasado por una experiencia bastante terminal, única, de secuestro, de vivir con yihadistas. Y esto me permitió seguir, y después volver a otros lugares", dice en esta entrevista con Infobae Cultura en el marco de su participación en el festival de no ficción Basado en Hechos Reales, que concluyó el sábado en Buenos Aires.
— ¿Cómo se convierte uno en corresponsal de guerra?
— Es una pregunta difícil. Ante todo hay que tener algo que muchos periodistas no tienen: la curiosidad de ir a ver las cosas en el lugar en el que ocurren. Yo cuando fui a Siria pensaba que tendría mucha más competencia de periodistas jóvenes que querían ir a contar la historia del siglo XXI. En cambio, excepto algunos freelance, no había nadie.
—¿Cuál es su método de trabajo en las zonas de crisis?
— No uso ningún método. En primer lugar evito cuidadosamente prepararme demasiado. Obviamente hay conocimiento, porque son zonas de las que me ocupo normalmente. Busco evitar documentarme porque no quiero llegar a un lugar condicionado por la mirada de otro. Quiero ser completamente libre respecto a la realidad que me rodea. Tampoco tomo apuntes. Hago funcionar solo la memoria, como un tamiz. Lo importante queda en la memoria, lo que no es importante se va. Y después busco ir lo más a fondo posible.
— ¿Cómo se mueve para llegar a los lugares donde ocurre el conflicto?
—La primera vez que fui a Siria ni siquiera había estado como turista. La frontera estaba cerrada, era imposible llegar a Aleppo. Fui a la frontera turca y me fui a los bares con peor reputación para buscar a algún contrabandista que trabajara en la frontera. Encontré uno, le pagué y me llevó. Conocía la zona, los campos minados. Yo, como digo en uno de mis libros, "me tiro al pozo".
Yo creo en un periodismo de testimonio, de vida vivida, de compartir los sentimientos y los miedos de las personas que conocí. Yo tengo que convertirme en ellos para poder escribir
— Es un método que expone a riesgos.
— Estas son las reglas del juego. Si querés ocuparte de guerras y revoluciones, no podés pensar que porque llevas escrito "prensa" no te involucran. Estás involucrado, yo busco estar involucrado. Porque solo así me gano el derecho de escribir. Yo creo en un periodismo de testimonio, de vida vivida, de compartir los sentimientos y los miedos de las personas que conocí. Yo tengo que convertirme en ellos para poder escribir. Si hago una historia de migración tengo que estar con ellos sobre el barco. Para entender su alma, tengo que estar ahí. Tener los mismos miedos. Y tengo que arriesgarme. Si no, hago otro trabajo. Es una elección. No hay un tercer camino.
— Muchos periodistas que trabajan en zonas de riesgo pierden la vida.
— Lo que salva a este oficio de las acusaciones, muchas veces fundadas, de superficialidad y parcialidad y lo convierte en algo que tiene el derecho de existir es que hay gente que murió por dar testimonio. En Siria, México, Chechenia, Colombia, no tenés un salvoconducto. Tenés que arriesgarte para contar. Con todo esto yo no soy un adicto al riesgo, absolutamente no. Pero es la regla número uno. Estás ahí, escribís. No estás ahí, no escribís.
— También estuvo varias veces cerca de la muerte. Durante su cautiverio en Siria pasó por dos simulacros de ejecuciones. ¿Qué recuerda de esos momentos?
— Lo más terrible no es la idea de estar por morir, sino la idea de que hay alguien que te está matando y se ríe. Que usa tu angustia para su placer. Esto te provoca un sentimiento muy complejo, desde la rabia total y absoluta, que roza el odio, hasta el miedo más banal que te provoca saber que esa persona en un minuto te hará volar los sesos. La falsa ejecución es algo tremendo. Ver a la persona que te está por matar que prolonga el tiempo para ver tu miedo. Vi muchas cosas bestiales en mi carrera, pero nunca había vivido algo así. Me di cuenta de que el hombre es absolutamente malo. Esto es terrible. Da más impresión eso que la idea de que vas a morir, algo que de alguna manera ya había aceptado desde el comienzo de esa historia.
— Y sin embargo ha dicho que no guarda rencor hacia sus captores. ¿Cómo es posible?
—Es una forma de supervivencia. El vínculo del odio es un vínculo eterno, mucho más que el del amor. Odiar a alguien te vincula a una cadena que no podés romper más. Solo con un fuerte acto de voluntad tras haber sufrido lo que te podría llevar al odio podés liberarte. Es la única manera para no convertirte en su prisionero para siempre.
— Hay quienes podrían considerarlo falso buenismo.
—Yo no hago esto porque soy una persona buena. Al contrario, me considero una persona muy mala. Yo no quiero ganarme el Paraíso, no lo hago por bondad. No me interesa presentarme ante San Pedro y decir: yo no odiaba a mis enemigos. Me parece algo propio de la catequesis, infantil. Lo hago porque si yo odio pertenezco a otro, y yo no quiero pertenecer a otros. Además, después los vi muertos.
— ¿Qué sintió?
—Digamos que tenía muchas cosas para decirles que no pude decirles.
—Después de todo lo que le pasó, ¿cómo tomó su familia su decisión de regresar a Siria? En El país del mal (el libro sobre esa experiencia) algunas de las páginas más desgarradoras son aquellas en las que expresa su dolor y remordimiento por causarles sufrimiento a su esposa y sus hijas.
— Esta es una consideración tremenda. Yo, que voy por el mundo para contar el dolor de los otros, me di cuenta de que le provocaba dolor a quien tenía cerca. Esta es una contradicción aterradora y para mí fue la constatación más terrible. Pero no tiene solución, sino a través de la renuncia. Hay un elemento narcisístico sutil y terrible, que es olvidarte quién sos. Decir: tengo que ir ahí, ¿por qué me miran o están tristes cuando me voy? Y esa es una gran culpa, una culpa de narcisismo. Existe en este trabajo, así como existe el sentido de la traición cuando te vas del lugar que cubriste, en el que la masacre sigue y te vas porque tenés esa posibilidad que los que viven allí no tienen.
—¿Qué le quedó a nivel de emociones de la experiencia de cruzar el Mediterráneo a bordo de un barco junto a los migrantes?
— Me quedaron seis años de continuos viajes con los migrantes y la constatación amarga de que todo lo que escribí -yo y muchos otros- no sirvió para nada. Contar quiénes realmente eran ellos más allá de la retórica racista y el miedo no sirvió para nada, salvo para aumentar los votos de los partidos racistas, no sólo en Italia sino en los otros países también. Europa está enferma de este racismo que es considerado una especie de segunda piel. Por eso digo que nuestra función de testigos fue inútil. Por eso también digo que la manera en la que escribimos no funciona más. Nosotros contamos su sufrimiento y tuvimos como resultado que Salvini es de hecho el primer ministro de Italia, Orban en Hungría, en Alemania crece la extrema derecha, Le Pen podría ganar las próximas elecciones.
—Más de una vez ha dicho y escrito que abrirle las puertas a los inmigrantes es algo que tenemos que hacer para nosotros más que para ellos. ¿Qué quiere decir?
—Nuestra identidad es haber inventado los derechos humanos. Del hombre por ser hombre, no por ser francés, blanco, negro, rico o pobre. Cada hombre tiene derechos: de ser libre, moverse, escribir. En el momento en que negamos con nuestras acciones eso, nos anulamos. Es una forma de eutanasia política. Perdemos nuestro derecho de existir en el siglo XXI. Occidente es eso. El lugar en el que cada hombre tiene un derecho. Es el único lugar en el mundo en el que eso está escrito en la Constitución. Cada hombre que llega adquiere automáticamente derechos que son iguales a los míos. Nosotros ahora estamos haciendo al revés. Esa es la negación de lo que es Occidente.
—Pero todo indica que el mundo está yendo hacia esa dirección. ¿Es una batalla perdida?
— Yo creo que hoy nuestra tarea como periodistas es ser los "guardianes del templo". Es decir, reafirmar todos los días como una cantilena esta idea de Occidente. Pasará un año, pasarán diez años y lo que contamos va a quedar ahí para volver a comenzar. Esta es la memoria. Esta es la tarea de los periodistas. Reafirmar estas cosas con obstinación, aún cuando nadie te dice bravo, aún cuando nadie te acompaña. Aparentemente nos están ganando por goleada. Pero se necesita a alguien que lo siga repitiendo. Y quién sino los diarios, los escritores. Los diarios están ahí todos los días para presidir las buenas razones, las buenas ideas. Para que no llegue el silencio. El arma principal de estas malas ideas es el silencio de los demás. La resignación, la tristeza. Decir: para qué. Y en cambio no. Hay que repetirlo. Como una oración.
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