Tom. –Tengo trucos en el bolsillo –y cosas bajo la manga– pero soy todo lo contrario del prestidigitador común. Éste les brinda a ustedes una ilusión con las apariencias de la verdad. Yo les doy la verdad con las gratas apariencias de la ilusión. Los llevo a una callejuela de Saint Louis…
(Comienzo de la pieza teatral El zoológico de cristal–, de Tennessee Wiliams, estrenada en el Playhouse Theatre de New York el 31 de marzo de 1945.
Los números abruman. Entre 1930 y 1945, Thomas Lanier Williams III –Columbus, Misisipi, 1911–New York, 1983–, llamado "Tennessee" por sus compañeros de escuela a raíz de su acento sureño y al origen de su familia, escribió diecinueve obras hasta 1944, y sesenta desde 1945 hasta poco antes de su muerte, aunque en las últimas treinta redujo su creación a historias de un solo acto. Pero sería injusto mutilar esa capacidad animal si no se mencionaran sus tres novelas, su decena de cuentos cortos y sus dos tomos de poemas.
Sin embargo, esa estadística merece ser iluminada por un potente juego de luces. Porque únicamente una fuerza sobrenatural pudo, en apenas diez años, llevar a los escenarios más notorios del mundo obras maestras como –además de El zoo…– Un tranvía llamado Deseo, Verano y humo, La gata sobre el tejado de zinc caliente, De repente, el último verano, Dulce pájaro de juventud, La rosa tatuada…
Explosiones de talento que no sólo coparon la línea de neón (los teatros de Broadway): también el ojo de Hollywood para convertirlas en cine, con primeras figuras –Paul Newman, Marlon Brando, Vivien Leigh, Liz Taylor, Katharine Hepburn, Monty Clift, Richard Burton– y directores de vara muy alta. No menos que Elia Kazan, Richard Brooks, Joseph Losey, Sidney Lumet, y el mismo Newman, que dirigió la acaso más perfecta versión en celuloide de El zoo… (1987), con Joanne Woodward, John Malkovich y Karen Allen.
T.W. construyó un mundo de desesperados, solitarios, atormentados, reprimidos, siempre fuera de lugar, añorando el pasado o en fuga hacia adelante respecto de un presente que no los comprende, y los asfixia.
Por caso, Amanda Wingfield, su hijo Tom y su hija Laura en su pequeño departamento de una callejuela de Saint Louis, pobres, sin marido ni padre ("un telefonista que se enamoró de la larga distancia y huyó de la ciudad. La última noticia que tuvimos de él fue una postal desde la costa de La Florida, con sólo dos palaras: 'Hola'y 'Adiós'" ).
Cruda y nostálgicamente autobiográfica, Williams, con el El zoo, logra su pieza más perfecta, emblemática y vigente: escrita hace 73 años, aún hoy (y en el futuro) merece desde puestas híper profesionales en teatros de larga historia… y también en aventuras "a la gorra" y actos de fin de curso en colleges y universidades.
Mecanismo de relojería, triste historia íntima de tres personajes más Jim, un invitado, "un joven convencionalmente guapo" según Williams, y la brillante traducción de León Mirlas en las remotas cuatro ediciones de Losada –1951 a 1959–. (Consejo: ¡buscarlas y conseguirlas!), es un reflejo de la fracturada familia del autor. Él, claro, es Tom: un poeta que trabaja en una zapatería. El padre fugitivo es Cornelius Williams, el verdadero padre de Tennessee, alcóholico. Amanda Wingfield es Edwina, su verdadera madre, una dama sureña culta, refinada y venida a menos, que vive entre el pasado opulento en una plantación ("algunas tardes recibía hasta diecisiete pretendientes, todos ellos adinerados jóvenes del Delta del Misisipi"), la pobreza de su departamento, y el drama de Laura, a la que una apenas perceptible renguera –una excusa que ampara su fragilidad– la empuja a refugiarse en una colección de animalitos de cristal. Transparentes y helados…
Laura, como Violet Venable (De repente, el último verano) encarnan un tormento que acosó a Williams toda su vida: su hermana Rose, esquizofrénica y paranoica, que escribió en su diario: "No te rías jamás de la locura: es peor que la muerte".
Rose murió en 1996 después de pasar medio siglo recluida en clínicas para enfermos mentales. El paso a la madurez sexual y, al mismo tiempo, la represión del deseo, los marcó a ambos hermanos: Rose murió virgen, y Tennessee, homosexual, tuvo su primera relación a los 25 años. Aunque su condición de gay fue siempre un secreto a voces en Broadway y Hollywood, no la confesó hasta 1973 y en su libro de memorias, editado por Bruguera. (Consejo: ¡excepcional! Conseguirlo)
Pero en cuanto a su hermana Rose y su locura (lo que él llamó "los pequeños diablos azules", aun le faltaba la peor de las pruebas. Porque después de tratamientos inútiles, sus padres aceptaron una atroz solución: la lobotomía, que la convirtió en un ser sin capacidad de comunicación ni conciencia de sí misma. Tennessee culpó a su madre, y con razón. Quince años después, el mundo de la psiquiatría calificó a esa práctica como "una barbarie".
El motor de todos los conflictos expuestos en su teatro está armado con piezas explosivas: los miedos, el sexo, el puritanismo, el alcohol, el dinero, el fracaso, la violencia, el rechazo a la realidad, la tiranía paterna, y la batalla eterna entre los débiles y los fuertes. Pero su trasfondo, su esencia, se remonta a la Guerra de Secesión, que enfrenta dos mundos antípodas: el viejo culto, refinado, rico, ¡esclavista!, y el nuevo norte del progreso indefinido (los inventos), el capitalismo, el pensamiento práctico, la inmigración. Todo lo que el sur considera bárbaro y vulgar… mientras agoniza.
Dos personajes femeninos son arquetipos de ese inevitable choque económico, cultural y de costumbres. Uno, Amanda Wingfield, entre dos fuegos: la nostalgia del pasado, el paisaje, la riqueza, la despreocupación, las infinitas conversaciones al atardecer, pero la necesidad de enfrentar la decadencia –su casi sórdido departamento– y luchar por la felicidad de sus hijos como puede. Pero es inútil: Tom huirá "todo lo lejos que me permita el sistema de transporte", se unirá a la marina mercante, y dejará atrás Saint Louis, la callejuela, todo, aunque de puerto en puerto lo acose el recuerdo de su hermana, oyendo eternamente unos gastados discos, y vigilando su zoológico de cristal…
El otro personaje es Blanche DuBois, de Un tranvía llamado Deseo, que no acepta el presente y termina en un manicomio, quebrada su psique, después de convivir con su hermana Stella y el marido, el tosco inmigrante polaco –inolvidable Marlon Brando– que se emborracha, juega al póker con sus ruidosos amigos, pelea con Stella (que ha dejado atrás el pasado sureño y acepta la nueva vida que le toca), porque al fin de cuentas ese obrero vulgar e ignorante es quien trabaja y lleva el pan a la mesa. Y además, en la cama parecen entenderse muy bien.
Otro personaje inolvidable es Maggie, de La gata en el tejado de cinc caliente. Acepta, para sobrevivir, la certeza de que Skipper, un joven deportista muerto, estaba enamorado de Brick Pollit, su marido… Y no sólo eso: también acepta vivir sofocada por una terrible familia, las borracheras de Brick, el dominio de Big Daddy, su suegro, y la cursilería y la codicia de sus cuñados… Situaciones que, metafóricamente, la empujan a vivir en constante alerta, inestabilidad, en guardia: exactamente como una gata sobre un tejado de cinc caliente.
Verano y humo y Dulce pájaro de juventud presentan reversiones, cambios de piel. En Verano…, Alma, la puritana y remilgada hija de un pastor evangélico, repudia la escandalosa conducta del médico John Buchanan, al que conoce de niña. Pero frente a una grave epidemia, el médico se convierte en héroe, y ella acaba acostándose con cuanto viajante llega al pueblo.
Y en Dulce pájaro…, Chance Wayne, joven y bello, se une a Alexandra del Lago, una gran estrella de cine…, en decadencia, como trampolín para triunfar en Hollywood. Y ella lo acepta para soportar su soledad, hasta que retorna al viejo éxito, y abandona al amante, que se derrumba.
Tennessee vivió, a veces en dúo con Truman Capote, una larga etapa de desenfreno sexual. Ambos vagaban por los peores barrios en busca de sexo ocasional con todo tipo de jóvenes marginales listos para "hacerlo" por dinero. Eso, hasta que en la primavera de 1973 conoció a Frank Merlo en el bar del hotel El Minzah, Tánger.
Frank era, según Tennessee, "un chico moro de grandes ojos negros. En ese momento yo fumaba cigarrillos rubios mentolados y tomaba vino blanco. Yo tenía sesenta y dos años, y él veinte". Y lo pareció un "ligue"… fue un amor para siempre. Se embarcaron en un viaje alrededor del mundo. Frank fue amante, secretario, enfermero, de todo. ¡Y fiel!
Poeta al fin –en todos sus textos hay memorables toques poéticos–, usa en sus memorias una especial figura para referirse a la culminación feliz de un acto sexual: "Y en ese momento cantó el ruiseñor".
Frank partió joven. Murió en 1963 en New York. Cáncer fulminante. Tenía 35 años. Tennessee cayó en una depresión profunda. Internado, salió y volvió a las viejas andadas: alcohol, pastillas para toda ocasión –euforia y caída–, taxis boy. El 25 de febrero de 1983, a sus 71 años, murió en New York, en su suite del hotel Elysée.
Muerte absurda: se ahogó con el tapón de un frasco de gotas para los ojos. Trató a abrirlo con los dientes. Según el informe forense, "el uso de fármacos y alcohol pudo haber contribuido a la muerte por la supresión de su reflejo nauseoso".
En esos últimos años, más que el caballero sureño Thomas Lanier Williams III, fue un atormentado personaje de Tennessee Williams.
Uno más.
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