Christina Lamb es un personaje único: alguien debería hacer la película de su vida. Desde hace más de treinta años trabaja como corresponsal extranjera para medios británicos; actualmente lo hace para el Sunday Times. Tiene una vasta trayectoria contado las realidades de distintos países de Asia y África. Ha recibido numerosos premios y distinciones, y en 2013 le fue concedida la Orden del Imperio Británico por sus contribuciones en el periodismo.
Es la coautora del libro Yo soy Malala, donde la joven ganadora del Premio Nobel de la Paz en 2014 contaba su historia y sus luchas por la igualdad de las mujeres en Pakistán. En los años 90, Lamb vivió en Río de Janeiro —visitó entonces varias veces la Argentina para entrevistar a las Abuelas de Plaza de Mayo— y se dice que Paulo Coelho se basó en ella para un personaje de El Zahir.
Autora de una docena de libros de investigación —y una obra de teatro que denuncia la decisión de Obama en cuanto a las intervenciones con drones—, su periplo comenzó en los 80, cuando, con apenas 21 años, viajó a Pakistán para reportar la realidad de aquel país mientras cruzaba la frontera y cubría las guerras civiles en Afganistán. Fue, de hecho, una de las primeras mujeres en desempeñarse como corresponsal de guerra del mundo: estuvo en Irak cuando cayó Sadam Husein, denunció los crímenes del dictador Robert Mugabe en Zimbabue, se enfrentó a los talibanes y a grupos extremistas africanos. A través de sus textos le dio voz a muchos oprimidos.
Cuesta creer que esta mujer de 53 años, dueña de unos ojos vivaces, una voz melodiosa y una sonrisa franca haya estado en situaciones tan comprometidas, pero varias veces se jugó la vida. La vez que estuvo más cerca de perderla fue cuando atentaron contra la líder Benazir Bhutto, quien, en 2007, regresaba al país tras ocho años de exilio. Lamb estaba en el ómnibus que llevaba a Bhutto en medio de una multitud cuando una bomba explotó en el vehículo: en aquel ataque murieron más de 150 personas. Fue un milagro que sobreviviera.
Lamb está en Buenos Aires invitada por el festival de no ficción Basado en Hechos Reales: el sábado a las 18.30 participará en un diálogo abierto con la periodista María O'Donnell. Mientras tanto, habló con Infobae Cultura sobre su vida, los límites de su profesión y las posibles causas de que la política global esté virando hacia la derecha —con Trump y Bolsonaro como ejemplos más significativos.
—En Operación Masacre, Rodolfo Walsh escribió que "si no hay justicia, que al menos se sepa la verdad". Quería preguntarle cómo resuena esta frase en su trabajo.
—Una de las razones por las que me convertí en corresponsal y escritora fue para resaltar la injusticia en diferentes lugares del mundo. Uno siempre piensa que su labor como periodista puede hacer una diferencia. Hay una periodista norteamericana que dice que la opinión pública es como un grupo de ángeles que vuela hacia donde se señalan injusticias y cambian las cosas. Por supuesto que es una desilusión cuando no pasa, pero uno tiene que seguir intentando.
—¿Alguna vez se sintió flaquear?
—El problema de exponer una verdad es que eso no siempre implica cambios. Pero uno no puede rendirse. Hubo un año en que me pasaron muchas cosas malas, fue entre 2006 y 2007: me emboscaron los talibanes en Afganistán, estuve en un hotel donde hubo un atentado suicida y estuve en el autobús de Benazir Bhutto cuando explotó. Las tres veces escapé por muy poco de morir. Luego del último, la noche que volví a Londres fui a una cena en honor a Beatriz Mtetwa, una valiente defensora de derechos humanos de Zimbabue. Y le dije: "Estoy pensando en renunciar, porque es peligroso y no hace la diferencia". Justamente en Zimbabue estábamos prohibidos los periodistas ingleses, así que íbamos de incógnito y poníamos en riesgo a cualquiera con el que habláramos. Escribíamos historias terribles sobre lo que Mugabe le hacía a la gente y nada cambiaba. Pero ella me dijo: "Si la gente como ustedes no cuenta lo que gente como nosotros hacemos, ¿cuál es el sentido de hacerlo?" Aunque sea un lugar común, dar testimonio sí cuenta.
La primera vez que fui a Afganistán estuve tres semanas antes de enviar mi historia: cuando lo hice sabía con profundidad cómo era la guerra. Ahora es más fácil que los periodistas manden información velozmente y se conviertan así en víctimas de la propaganda
—¿Es consciente del camino que abrió a otras mujeres periodistas en áreas que históricamente fueron ocupadas por hombres?
—Nunca lo pensé. Cuando empecé, no se me ocurría que hubiera pocas mujeres corresponsales de guerra. No lo pensaba, estaba muy metida en mi trabajo. Creo que es muy importante que las mujeres jóvenes puedan ver que otras que pudieron hacerlo y que es posible balancear la vida y la carrera. Yo, por ejemplo, soy madre: no hay que hacer una elección, se pueden combinar ambas.
—¿Cómo acomoda su vida familiar? ¿Cuándo ve a su familia?
—Además del trabajo periodístico escribo libros, por lo que entonces paso bastante tiempo en casa. Pero es cierto que a veces paso mucho tiempo afuera. Las primeras palabras de mi hijo fueron "Bye bye", y de chiquito solía decir que yo vivía en un avión: la gente creía que era azafata. Es difícil estar mucho tiempo afuera, pero luego paso mucho tiempo en casa. Y además trabajo en casa. Tengo amigos que tienen puestos en un banco o en una oficina y duermen en sus casas todas las noches, pero salen muy temprano y llegan muy tarde, con lo que no ven mucho a sus hijos. Yo, por lo menos, tengo esos períodos en que estoy con ellos.
—Hay un concepto de Michael Walzer sobre guerras justas e injustas. Él no habla de guerras legítimas o necesarias, sino que se pregunta si hay guerras moralmente defendibles. ¿Hay alguna guerra justa en la actualidad?
—Cualquiera que haya vivido una guerra sabe lo malo que es y que deben hacerse todos los esfuerzos necesarios para encontrar otra manera de resolver los problemas. Generalmente, la gente que piensa que la guerra es buena nunca estuvo en una: la guerra es terrible. En los últimos 17 años, desde el 11 de septiembre de 2001, cubrí varias. Estuve en Irak, que fue una guerra por motivos políticos basada en información falsa; fui muy infeliz allí. Cuando cayó Sadam, la gente celebraba el fin de la guerra cuando estaba muy claro que era el comienzo de los problemas. La de Afganistán, donde pasé mucho más tiempo, fue más fácil de entender porque era diferente a Irak y EE.UU. entró con el apoyo internacional. Llevaban años de guerra civil y la gente realmente creía que los extranjeros iban a resolver los problemas. Tristemente, no lo hicieron.
“De chiquito mi hijo solía decir que yo vivía en un avión: la gente creía que era azafata”
—¿Cómo fue el impacto cultural de internet en Afganistán?
—Hoy mucha gente tiene teléfonos celulares en Afganistán, incluso quienes viven en zonas remotas. Unos años atrás estuve en un pueblo muy pobre y, mientras hablaba con los hombres más viejos del lugar, sonó un teléfono. Me sorprendió que en un lugar tan remoto hubiera un teléfono celular y pregunté cuántos tenían uno y resultó que todos tenían. Y todos tenían una cuenta en Facebook, lo mismo que sus mujeres. Me dijeron que gracias a los teléfonos habían cambiado la forma de vender su mercancía, porque antes llegaba alguien a comprarle y ellos cobraban lo que les ofrecían. Ahora, gracias a los teléfonos, podían llamar a los mercados y saber cuánto valía su producción. Por otro lado, gracias al uso de los teléfonos podían ver cómo es la vida afuera de Afganistán. Eso podría ser algo bueno porque pueden darse cuenta de cómo podrían mejorar su situación, pero a la vez, lo que está sucediendo es que muchos jóvenes se van del país. Hoy, el segundo mayor contingente de refugiados del mundo es de afganos.
—Al informar sobre una guerra, ¿cómo se evita caer en la propaganda de gobierno?
—Es una pregunta importante. Yo siempre trato de estar con la gente de la calle. No me gusta estar rodeada de militares. A veces no hay otra manera, pero si uno recibe la información de ellos y depende de ellos para sobrevivir, hay un montón de cuestiones morales que intervienen en la cobertura. Es mejor ser independiente y ser libre para encontrar la mayor cantidad de fuentes. Lo que sucede, y es importante dejarlo en claro, es que uno no ve más que una foto muy pequeña de una guerra, lo que no necesariamente puede extrapolarse a todo el país. Una de las cosas que cambió mucho con internet y los teléfonos móviles es que se puede mandar un texto desde una montaña de Pakistán o desde el desierto de Irak. Eso que es un beneficio en términos de logística conlleva el peligro de que tal vez escribas demasiado pronto, antes de saber realmente qué está pasando. La primera vez que fui a Afganistán estuve tres semanas antes de enviar mi historia: cuando lo hice sabía con profundidad cómo era la guerra. Ahora es más fácil que los periodistas manden información velozmente y se conviertan así en víctimas de la propaganda. En Irak, los militares estadounidenses deliberadamente entregaban propaganda a algunos periodistas y sus historias se convirtieron en grandes cuestiones que después se comprobó que no eran verdad.
—¿Es cierto que su hijo y su marido veían la caravana de Benazir Bhutto cuando explotó el autobús y su hijo preguntó si usted había muerto?
—No exactamente. Yo estuve durante horas en el autobús de Benazir Bhutto y había llamado a casa para decirles que podían verme por televisión, porque había muchas cámaras en la calle. Entonces, cuando sucedió la explosión, me preocupó que lo hubieran visto porque sabía que el momento en que pasó fue exactamente a la hora de los programas de noticias que veíamos en Inglaterra. Afortunadamente no lo estaban viendo y pude llamarlos rápidamente, pero mi mayor preocupación fue que hubieran visto que algo me había pasado.
“Cuando conocí a Malala quedé completamente cautivada. Es impresionante”
—Usted escribió libros junto con Malala Yousafzai y la refugiada siria Nujeen Mustafá: ¿cómo fue darle voz?
—Nunca había escrito libros así antes de Malala. Me veo como alguien que cuenta una historia que le da una plataforma al lector. Sucedió que me preguntaron si me interesaba escribir la historia de Malala y, si bien ella me interesaba mucho, no sabía si iba a poder escribirla. Ella tenía 16 años, no sabía cómo iba a hacer para escribir con esa voz. Pero cuando la conocí quedé completamente cautivada. Es impresionante. Poder contar su historia y abogar por la educación a nivel global me conmovió.
—¿Ya entonces había ganado el Nobel de la Paz?
—Lo ganó al año siguiente. De hecho, estábamos en medio el libro y empezó a correr el rumor de que lo iba a ganar, lo que me preocupó mucho porque sentí que iba a ser imposible seguir escribiendo. Malala es maravillosa y la visita gente de todo el mundo, pero al comienzo fue muy difícil para ella. La familia tuvo que dejar todo en Pakistán; la madre no hablaba inglés, tuvo que hacerse cargo de dos hermanos pequeños. Si ganaba el Nobel ese año habría tenido tanta atención que le hubiera resultado muy difícil de sobrellevar. El año siguiente supo manejarlo mejor.
—¿Y con Nujeen?
—Nujeen es maravillosa. Yo cubrí la crisis de los refugiados. En 2015, más de un millón de personas entró a Europa y todo el mundo cayó en pánico. Me fascinó cómo hacían ese viaje: cómo sabían por dónde ir, con qué convoy cruzar Macedonia y Croacia; había una logística armada y a través de grupos de Facebook intercambiaban información sobre dónde tomar barcos para cruzar de Turquía a Grecia. Pero es muy difícil llegar al lector en Inglaterra si uno habla de un movimiento masivo de personas; en cambio, si se encuentra una persona, la historia puede ser más convocante. Me encontraba en la frontera entre Hungría y Serbia cuando alguien me contó que había una chica siria en una silla de ruedas que hablaba inglés fluido y quería ser astronauta. Me pareció un hallazgo. Quise conocerla y resultó ser Nujeen. Hablaba en un inglés absolutamente fluido que aprendió literalmente viendo telenovelas estadounidenses, porque nunca fue a la escuela. No podía ir porque no podía caminar. Era autodidacta y sabía cuestiones que iban desde el arte romano hasta la teoría de las cuerdas. Era una persona increíble. Era una gran persona que me ayudó a contar la crisis de los refugiados.
—Dado que usted vivió en Río de Janeiro, ¿qué opina de la elección de Bolsonaro?
—Estuve en Brasil durante la campaña. Tengo que decir que estoy absolutamente shockeada con lo que pasó. Cuando estuve en agosto la gente estaba totalmente hastiada luego de años del PT: de la economía que estaba mal, de la situación criminal —hubo 16.000 asesinatos el año pasado—, de la corrupción con Lava Jato. La gente estaba hastiada y necesitaba un cambio. Pero encuentro difícil que se haya elegido a alguien como Bolsonaro, con lo que dice, con el discurso sobre indígenas, mujeres y homosexuales. Es aterrador ese discurso. No es el Brasil que recuerdo. Brasil era un lugar más inclusivo. Sin embargo, es un fenómeno que se da alrededor del mundo. Los países están partidos: mi propio país, con el Brexit, quedó extremadamente dividido y es muy difícil encontrar el camino del medio. Los dos lados sienten una gran intolerancia por el otro.
—Hay diarios extranjeros —recuerdo uno de Canadá— en donde se critica a Bolsonaro por pertenecer a la extrema derecha, pero a la vez se lo ve con buenos ojos porque puede fomentar vínculos y negocios con esos países.
—A Bolsonaro le dicen "el Trump de los trópicos". Dice cosas parecidas, pero más extremas que Trump. Creo que lo que pasa en Estados Unidos, donde el líder más poderoso del mundo miente regularmente, envía mensajes racistas y ataca a las mujeres, es un ejemplo que puede seguir el resto del mundo. Trump todavía tiene mucho apoyo y le va bien con la economía, así que, aunque diga esas cosas terribles y sea un mal ejemplo, no representa un costo para la gente. Es posible que en Brasil pase algo similar. Sólo espero que Bolsonaro, al momento de asumir se vuelva un poco más pragmático, trate de dirigir el país y mantenga unida a la gente.
Fotos: Dino Calvo
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