En 2016 la sociedad colombiana asistió conmovida a un crimen atroz: la violación y asesinato de una niña de siete años por parte de un miembro de las clases elevadas de esa nación. Pero no solamente se conmovió sino que se movilizó masivamente: decenas de miles de personas salieron a las calles para evitar que Rafael Uribe Noriega, un arquitecto cuya familia pertenece a la élite colombiana y que tiene lazos con el poder político, aprovechara su condición de clase para que su crimen quedara impune. El 4 de diciembre de 2016 había conducido una lujosa camioneta hacia un barrio pobre de las afueras, había entablado conversación con Yuliana Samboní, de siete años, y su primo y había secuestrado con violencia a la niña antes de emprender la fuga a toda velocidad. El cuerpo de la niña fue encontrado en un departamento del arquitecto con signos inequívocos de violación, tortura y muerte. Uribe Noguera había ido a internarse a una clínica por una supuesta sobredosis, pero fue detenido y la justicia lo condenó a 58 años de cárcel, que cumple en un penal de alta seguridad.
El crimen también conmovió a la novelista Laura Restrepo, quien tomó como excusa el brutal homicidio para escribir un texto trepidante que describe a un grupo de amigos, los Tutti-frutti, miembros de un sector social opulento que querría gozar, como privilegio, de una libertad semejante a la impunidad. Infobae Cultura entrevistó por correo electrónico a la escritora colombiana Restrepo, que vive en España, sobre su última novela, Los divinos (Alfaguara).
–Antes que nada, quería decirle que su novela corta el aliento desde el momento en que se la toma para leer. Quizás el ritmo de ese monólogo trepidante tenga que ver con esa lectura y, por eso, quisiera comenzar preguntándole por alguna cuestión formal. El lenguaje del texto mixtura una oralidad muy contemporánea con citas eruditas y referencias pop. Se trata de una novela muy actual por su temática, ¿también intentó dar con esa contemporaneidad mediante el uso de la lengua?
–Me digo a mí misma que llevo ya tantos años en esto de la escritura –y en esto de la vida, dicho sea de paso, porque marco un buen pocotón de años-, que me ha llegado el momento de escribir como me dé la gana. Como me salga de las entrañas, dejando de lado la preocupación por las lindes de los géneros, por las convenciones narrativas, por los requisitos que te pone el mercado a la hora de ubicarte en tal o cual renglón de las ventas, o de planificar sus promociones. ¿Novela corta o relato largo? Lo que sea, lo que el lector considere que tiene entre manos, lo que permita tener con él o con ella una comunicación vital, directa. ¿Ficción, no ficción, imaginación, realidad, biografía, autoficción, posverdad? ¿Literatura o ensayo? Lo que sea. Todo junto o revuelto, según viniera la mano: lo que me importaba era el puente que se pudiera establecer entre escritura y lectura. La coherencia que buscaba en Los Divinos era la que el propio texto parecía ir exigiendo por sí mismo, según sus propios requerimientos de ritmo, de tono, de intensidad, de textura. Quise prescindir de toda arandela que impidiera la comunicación directa y fluida con el lector, como si más que de un libro, se tratara de una conversación, o mejor una discusión, a fondo, sobrecogedora, tremenda, y en la medida de lo posible, descarnada y honesta.
-¿Al ser una noticia tan conmocionante, sintió que eso podía ayudar a conseguirlo?
-El tema mismo era tan trepidante, que así lo exigía. Unos personajes –los cinco Tutti Fruttis-, en realidad tan distintos a mí, tan provenientes de las antípodas, parecían imponerme su propia lógica, su visión del mundo, sus apetencias. ¿Era posible prescindir de imposiciones que les impidieran a ellos, a los personajes, respirar en el texto, apropiárselo, llevarlo por los caminos escabrosos que ellos mismos escogían, sin que yo me interpusiera, o pretendiera orientarlos, o si quiera interpretarlos? Esa fue la apuesta. Me preguntas por la temporalidad. Creo que ese aspecto quedó decidido al utilizar la primera persona. De principio a fin, la historia es contada en primera persona por el Hobbit, un tipo introvertido, un cusumbo-solo, como decimos los colombianos, ya de por sí sumergido en su pequeño apartamento, recluido allí con sus comics, sus videos, su Juego de Tronos, sus discos de Metálica, como en una especie de cueva, y con una noción muy particular, o muy borrosa, del tiempo. Para el Hobbit no cuentan los relojes. Fíjate que él mismo cuenta que su vividero solo tiene ventanas a un patio interior, de tal manera que ni siquiera la luz del sol lo orienta verdaderamente sobre qué hora puede ser del día o de la noche. Se trata además de un narrador que acaba de pasar por una experiencia tan atroz, que le cuesta recuperar la marcha de su propia vida. Así suele pasar con estas experiencias de violencia extrema: hacen que se diluya la intimidad, que la cotidianidad quede dinamitada, que exploten los vínculos con las demás personas. Quise que la temporalidad en la novela reflejara el tiempo sin tiempo del propio Hobbit, su sensación de andar perdido, de andar buscando el hilo que le permita retomar una trayectoria.
–La tapa y la contratapa anuncian el momento del crimen y es entonces un ascenso hacia ese punto de la novela mediante esa voz y esas voces. Cuando ese momento llega, la voz cambia. La lengua de esos personajes masculinos queda, quizás, en suspenso para dar paso a otra que mira a la víctima por varias páginas muy emotivas. ¿Es una lengua más femenina o, tal vez, universal?
–Yo te diría que pese al cambio de tono que con razón detectas, sigue siendo la voz del mismo Hobbit la que escuchas, en la medida en que ese personaje cambia, o va cambiando, al caer en cuenta de la atrocidad del crimen que ha cometido uno de sus íntimos amigos. A medida que reconoce hasta qué punto él también, el propio Hobbit, está involucrado y forma parte de ese escenario de insoportable violencia contra la criatura más inocente y más indefensa. Trabajar ese cambio de tono en la voz del Hobbit fue tal vez la parte más difícil en la escritura. Mira, el personaje del Hobbit venía hablándome al oído a borbotones, no se callaba ni siquiera para dejarme dormir. Cuando por fin me acostaba, ya agotada de escribir todo el día, su voz seguía llegándome al oído como una catarata, y me obligaba a levantarme para tomar nota, como si se tratara de un dictado. A toda hora me resonaba en la cabeza ese tono socarrón suyo, ese sentidito del humor tan demoledor y tan bogotano, esa voz dual de quien no sabes si está divertido o aterrado. Es algo que conozco bien, porque como te digo, es muy bogotano eso de recurrir al pinchazo sentimental, a través del humor, a la hora de hablar de las cosas más espantosas. Lo burletero como expresión de escepticismo, o si se quiere de indiferencia, de rechazo al compromiso. Como si el humor te permitiera tomar distancia, o actuara inclusive como auto defensa: si te burlas del horror, tal vez puedas neutralizarlo, o al menos ignorarlo.
-¿Entonces cómo se define el tono?
-Al llegar al capítulo de la niña ese tono tenía que cambiar. No iba más. Aún a un pichón de cínico como es el Hobbit, a partir de ahí la socarronería ya no le funcionaba. La tragedia de la niña es para el Hobbit un golpe brutal contra la realidad. Le obliga a abrir los ojos, a mirar distinto, a hablar de otra manera. No creo que otro tanto suceda con el personaje de Tarabeo, que ya no es pichón de cínico, sino cínico a carta cabal. La soberbia de Tarabeo no la derrumba nada ni nadie. En cambio, otro de los personajes sufre una trasformación aún más fuerte que la del propio Hobbit: se trata del Píldora. No vamos aquí a introducir un spoiler revelando qué pasa con el Píldora, pero tú que ya leíste la novela, estás al tanto del giro drástico que los acontecimientos toman para él, al no lograr sobreponerse a la contradicción entre el sentimiento de culpa que el asesinato de la niña le produce, y el compromiso de fidelidad y complicidad que tiene con el asesino.
–Su novela retrata a un grupo que pertenece a una casta social elevada, una élite dentro de esa élite y una dinámica que conduce al crimen. ¿Considera, en este punto, que se podría pensar su texto como una denuncia social?
–No sé. No creo. No tengo fe en las denuncias sociales, y menos a través de la literatura. Este libro lo escribí en caliente, y aunque se trata de un texto de ficción, los acontecimientos reales que lo suscitaron estaban muy recientes y me tenían trastornada. Escribí con angustia, volando de la ira. Necesitaba entender, explicarme a mí misma cómo era posible que siguiéramos viviendo en sociedades tan inclementes, tan egoístas, tan brutales por despectivas. Me atormentaba la propia complicidad en este estado de cosas. Supongo que la denuncia social la haces cuando te diriges a los demás, y en cambio este libro lo escribía más bien para mí misma, como con urgencia de gritar. No quiere decir que no le trabajara duro a la forma, a la técnica. Al contrario, a eso le metí el hombro con toda premeditación. Ira, sí, y quizá grito también, pero contenidos, encausados, para que la escritura no se quedara en simple estallido.
–Hay una víctima que es de un sector social pauperizado, y mujer, y niña: una vulnerabilidad tras otra. Por eso se dan cita dos polos opuestos unidos por el crimen, uno de los polos victimario, el otro víctima. ¿Reproduce su novela una oposición social existente? ¿Qué rol tiene la mujer en todo esto?
-La niña es la víctima absoluta, ante la cual no hay atenuante que valga. En estas sociedades actuales, que siguen siendo básicamente patriarcales, existe la tendencia muy ruin, en casos de violación, a echarle la culpa a la víctima y no al victimario. La propia Justicia sigue este patrón, al partir de la base de que algo hizo la mujer para provocar la violación. Basta con mirar cómo en el mundo entero se desestiman las denuncias de violencia de género. La cadena de humillaciones por la que pasa la denunciante, la recurrencia de indultos para el violador. En el caso real al que indirectamente se refiere Los Divinos, la total indefensión de la víctima no daba lugar a este tipo de subterfugios. La Niña, pobre, indígena, de familia desplazada por la violencia, habitante de un arrabal, de apenas siete años y para rematar mujer, encarnaba a la víctima absoluta, el chivo expiatorio por excelencia, la demostración extrema e incuestionable de lo expuesta que está la mujer ante la prepotencia machista.
-¿Cómo reaccionó la sociedad colombiana ante el hecho real?
-En la vida real una multitud de gente se volcó esa tarde a las calles tras el crimen, dispuesta a no retirarse mientras no se capturara al culpable y no se lo sepultara en lo más profundo de una cárcel. La indignación era tal, que si la justicia no actuaba, hasta el propio gobierno del país podría tambalear. La diferencia abismal entre los privilegios del victimario y la indefensión de la víctima exacerbaba la sensación de injusticia, la comprobación de un viejo dicho, muy sentido en país desde hace décadas, según el cual "la justicia es para los de ruana", siendo la ruana la prenda tradicional de los pobres. En determinado momento, ya hacia el final, el Hobbit dice "este crimen se impone como un espejo, y el monstruo que allí se refleja tiene la cara del país entero". Yo creo lo mismo que el Hobbit. O a lo mejor, en esa frase que él pronuncia, estaba hablando más bien yo.
–La mujer y la lucha por sus derechos es un tema de la más grande actualidad, ¿cómo ve la situación en Colombia, Argentina y lo que conoce del mundo en este sentido?
-Últimamente he recorrido varios países con la promoción de Los Divinos, un libro que se presta para sacar a luz ese debate. Mira, en todos lados cunde la alarma, y prolifera la movilización contra la agresión sexual a la mujer. Te pongo por ejemplo el Perú. Desde el primer momento lo noté. Al aterrizar en el aeropuerto de Lima, vi grandes carteles con las fotos de niñas, denunciando su desaparición. Al preguntar por qué tantas, me informaron que las venían secuestrando para llevarlas a los burdeles de la selva. Aquí en España, donde he vivido estos últimos años, ha sido un escándalo nacional el caso de La Manada, cinco muchachos que violaron en grupo a una chica durante la fiesta de los San Fermines, en Pamplona. Los tipos grabaron la violación con los móviles, en medio de una chacota grotesca y de los comentarios más obscenos, y lo difundieron por whatsapp entre sus amistades. La muchacha demandó pero los tipos al final salieron libres. Según el veredicto, no se trataba de violación porque "no había evidencia de penetración". Uno de los jueces inclusive dijo a los medios que al fin y al cabo la muchacha andaba de jarana, y que por los sonidos que emitía, se notaba que incluso había gozado. Te imaginarás la oleada de indignación y de rabia que produjo el caso, que destapó el terrible atraso y el sello machista que en ese campo prima en la justicia española. Y aun así, los de la Manada nunca fueron condenados. Y así por el estilo, por doquiera que he ido. A veces parecería que la proliferación de violaciones y crímenes de género contra niñas y mujeres se debe a que ahora hay más denuncias y se conocen más. Sin embargo, he escuchado a más de una experta en el tema que opina que vivimos una suerte de revancha machista ante la oposición activa de las mujeres.
–En su novela cita que el más normal es el más monstruoso, y que monstruo viene de mostrar. ¿Mostrar al monstruo puede ayudar a terminar con él, a superarlo?
–Los Divinos es una novela de ficción, ya lo hemos dicho, pero de todas maneras tiene, aquí y allá, ciertos toques tomados del caso real. Por ejemplo, unas declaraciones del director del Instituto colombiano de Medicina Legal, quien dijo que no le gustaba que al asesino le dijeran monstruo, el apelativo con que los medios estaban aludiendo a él. Lo más atroz –dijo el director-, es que quien cometió esta atrocidad no es un monstruo, sino un ser humano. Cuando lo escuché, pensé que tenía toda la razón. Aunque la palabra monstruo suene fuerte, al fin y al cabo significa algún tipo de indulto, o justificación; tácitamente implica que el victimario se comporta así porque no es humano, es un monstruo, no pertenece a nuestra vida cotidiana, es una aberración, alguien que proviene de otra esfera de la realidad. Las palabras del Director apuntan hacia otro lado. Señalan que el hombre que raptó, torturó, violó y asesinó a la niña de siete años es un ser común y corriente, de buen recibo en su propio medio. Más aún, es un tipo bien plantado, seductor, educado, simpático, privilegiado en todo sentido, gran deportista, profesional exitoso. Estamos ante la banalidad del mal, de la que hablara Hanna Arendt. Michel Tournier dice lo siguiente: "¿Para empezar, qué es un monstruo? Ya la etimología nos reserva una sorpresa un tanto pavorosa: monstruo viene de mostrar".
-Ese es el epígrafe de su novela
-Sí. Tomé esas palabras como epígrafe para Los Divinos. Pensé: si lo monstruoso es lo que se ve, lo evidente, la noticia amarillista, yo quiero que esta novela se centre en lo que no se ve. En la cotidianeidad de estos muchachos, en sus relaciones aparentemente normales con las distintas mujeres de sus vidas: sus hermanas, sus novias, las empleadas del servicio doméstico, las prostitutas que frecuentan, sus secretarias, su esposa, sus amantes. A todas ellas, los Tutti Frutti les aplican, de una manera u otra, un trato despectivo y perverso, pero dentro de los márgenes de lo socialmente "aceptado". O sea, lo que pasa desapercibido precisamente porque es muy común: el desprecio, la prepotencia, la arrogancia, la cosificación, la matonería. Quise que la novela partiera de esta cadena de maldades supuestamente menores, o "aceptables", hasta llegar a la maldad extrema e "inaceptable". En el trato machista, no es tan insondable como se pretende el paso de la maldad menor, a la maldad mayor. Y en cualquier caso, el victimario no sale de la nada. Todo psicópata tiene detrás una psique colectiva que lo cobija, y todo sociópata cuenta con el caldo de cultivo de un cierto tipo de sociedad.
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