El 22 de julio de 2011, un terrorista solitario de ultraderecha llamado Anders Behring Breivik, realizó dos atentados en Noruega: primero hizo estallar una camioneta llena de explosivos a metros de la sede del gobierno nacional en Oslo y luego cruzó a Utøya, una pequeña isla donde alrededor de 600 jóvenes estaban de camping. Armado hasta los dientes, durante una hora y media los persiguió a disparos.
Rodeado por la policía, se entregó sin resistencia. En el atentado de Oslo murieron ocho personas y en la isla de Utøya, 69 personas, la enorme mayoría de ellos jóvenes de 17 y 18 años de edad. Las reivindicaciones de Breivik tenían que ver con el crecimiento de la inmigración en Noruega y eran, básicamente, un compilado de consignas racistas.
22 de julio es una producción de Netflix dirigida por Paul Greengrass, conocido por su participación dirigiendo varias películas de la saga de Jason Bourne. El estilo de cámara en mano, montaje rápido y narración tensa y firme le viene de perillas para contar casos reales. Ya lo hizo en United 93, una asombrosa y casi insoportable recreación del vuelo secuestrado que terminó estrellándose en Pensilvania el día de la caída de las Torres Gemelas, y en Capitán Philips, el relato de un secuestro de un barco comercial por parte de piratas del mar, interpretado por Tom Hanks.
Sin embargo, en una decisión muy interesante y productiva, Greengrass reserva al comienzo de la película esa sapiencia para el efecto realista en las escenas de acción, para los minutos demenciales y aterradores en la isla de Utøya. La mayor parte del relato, de un tono más intimista, está concentrado en el juicio posterior a Breivik y en el proceso de recuperación de una de las víctimas.
Se podría decir que uno de los temas de 22 de julio, quizás el más importante, es el de la toma de responsabilidades. Luego de los episodios de la isla, los momentos más dramáticos de la película provienen de cuando cada uno de los personajes tiene que asumir su deber. El abogado defensor elegido por el propio Breivik se encuentra con que tiene que asumir la carga de su profesión aunque su cliente le provoque repulsa.
La víctima que apenas puede caminar entiende que su deber es testificar delante de su verdugo y extrema su recuperación para llegar al juicio entero y andando. El Primer Ministro y el Jefe de Policía tienen que enfrentarse con el informe que dirá si las autoridades habían actuado como correspondía ante una amenaza terrorista. Y, en un giro significativo del juicio, el propio Breivik descarta la demencia como argumento de defensa y asume una defensa política. Nazi y repugnante pero asumiendo el hecho.
La sociedad que 22 de julio describe parece estar a años luz de Latinoamérica. El episodio lógicamente, provocó una tremenda conmoción en Noruega y buena parte de la película se centra en los intentos en suturar esa herida. Lo que se ve es una sociedad extremadamente formal, en donde la ley impera y es la zona exclusiva de resolución de conflictos. (Esa contención extrema, claro, tiene su contraparte: la aparición de personajes como Anders Breivik, con su carga de sociopatía violenta, quizás expresando una válvula de escape.)
Una escena en particular sorprende la sensibilidad del espectador: cuando el Primer Ministro se reúne con los vecinos, les explica que el Estado tenía responsabilidad en la falta de previsión y le ofrece su dolor y sus disculpas. Los familiares de las víctimas le responden que no tienen dudas de que el responsable era el terrorista. Hay una empatía mutua, hay un intento deliberado de ambas posiciones de no sacar una ventaja circunstancial de una tragedia que nos resulta extraña, utópica.
Revisando el episodio histórico, más allá de lo que cuenta la película, como resultado del informe, el Jefe de Policía presentó su renuncia. El Primer Ministro se mantuvo a cargo y posteriormente fue secretario general de la OTAN.
La película triunfa al lograr representar que los daños de un acto de esta magnitud excede largamente la cifra de muertos y heridos, que sus secuelas, tanto físicas como psíquicas, perduran en el tiempo sin terminar de desaparecer definitivamente.
22 de julio reúne en un poco más de dos horas la posibilidad de profundizar en un episodio muy dramático pero menos conocido entre nosotros que otros atentados terroristas y reflexionar acerca del rol que la Justicia juega en la resolución de conflictos públicos de esta índole.
*22 de julio, dirigida por Paul Greengrass, 143', está disponible en la plataforma Netflix.
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