Padre del Psicoanálisis. Así, con ambas palabras en mayúscula, se lo conoce a Sigmund Freud. Es más que una definición; se trata, también, de un modo de situarlo en la historia del pensamiento: el origen de esta práctica y teoría, de esta terapia y filosofía. ¿Qué queda de todo eso hoy?
Mucho. Del Psicoanálisis queda muchísimo. Pero empecemos por el principio. El germen de esta disciplina aparece en las sesiones que Freud mantenía con sus pacientes por casos de histeria. Corría el año 1892, hacía diez que se había graduado de médico. El estudio de la mente humana lo estaba llevando a lugares jamás explorados.
En aquellas terapias, estancado en tratamientos que no avanzaban, comenzó a indagar en un nuevo mecanismo: la asociación libre, que consta de, básicamente, verbalizar sin ningún tipo de censura las ocurrencias que pasan por la cabeza del paciente. No tenía que ver con la hipnosis ni la catarsis, sino que se trataba de, justamente, asociar libremente los conceptos, pasando por fantasías, sueños, sin mayor sugestión que la del propio deseo. Entonces destapó una olla.
Parece simple, pero realmente no lo es. Porque, mediante el lenguaje, Freud tajea el manto que envuelve al paciente permitiéndole conocer su propio dolor, sus síntomas, para que intente comprenderlo aprendiendo a la vez a convivir con ello. Aparece aquí, entonces, el concepto de inconsciente: un lugar psíquico en la mente humana donde se alojan los contenidos reprimidos, que pujan por salir. ¿Cómo convivir con aquello que está dentro nuestro, que desconocemos y cuando somos incapaces de manejar las formas en que se manifiesta? Freud, en este sentido, modifica la forma de pensar al hombre.
"El pensamiento occidental cambió a partir del descubrimiento freudiano. No se piensa igual después de Freud. Pero no sólo aquello que se piensa sino cómo se piensa, la propia forma de pensar fue afectada por Freud". La que habla es la psicoanalista y docente Alexandra Kohan.
Se refiere al descubrimiento freudiano, que "trae a escena el cuerpo de la histeria, con el que Freud se encuentra, como un cuerpo nuevo, un cuerpo que no estaba; el descubrimiento freudiano funda un cuerpo porque funda, a la vez, una lectura; funda una lectura de un cuerpo más allá de la norma médica, esa lectura hace fracasar el saber médico. Yo diría que lo que Freud hace es soltar los cuerpos que estaban amarrados a la univocidad del saber médico y los hace hablar. En ese sentido, hay toda una nueva concepción del síntoma. Un síntoma deja de ser algo a extirpar, algo concebido como un problema para pasar a ser una solución (de compromiso) ante un problema radical: hay algo entre el sujeto y el mundo que no tiende a la adaptación, hay algo en el sujeto que no tiende a su propio bien. Hay una inadecuación estructural entre el sujeto y el mundo. Y en 'mundo' pongamos todos los objetos con el que el sujeto pretende relacionarse", completa en diálogo con Infobae Cultura.
Quizás sea con la publicación de La interpretación de los sueños, en 1899, cuando la comunidad científica empieza a comprender mejor el trabajo que estaba realizando Freud. En ese libro parece inaugurarse el psicoanálisis como disciplina. Por eso, tres años después, recibe una condecoración sorpresiva. No le da demasiada importancia, pero es algo institucional, algo que trasciende, algo que lo sitúa de otro modo frente al afuera. Se trata del nombramiento imperial como "Profesor Extraordinario". En una carta a su colega Wilhelm Fliess le escribo con ironía: "Es como si de pronto el papel de la sexualidad fuera reconocido oficialmente por su Majestad". Porque si hay algo que prima en el psicoanálisis, en nuestras represiones, en nuestro deseo, es la sexualidad.
"Desde un comienzo a Freud se lo acusó de pansexualismo (ver la sexualidad en todas partes); sin embargo, eso es algo que ya la psiquiatría de la época había destacado —le dice el psicoanalista y escritor Luciano Lutereau a Infobae Cultura—. No hay más que recordar la obsesión del siglo XIX por el niño masturbador, el dispositivo de sexualidad que Foucault subrayó en el primero de los volúmenes sobre la cuestión y otros detalles. No obstante, Freud no fue un paladín de la sexualidad, sino quien destacó que no hay nada en la sexualidad que inscriba o establezca la diferencia sexuada: no hay pulsión oral de mujer, pulsión anal de varón, etc., es decir, para decirlo de un modo paradójico: no hay nada en la sexualidad que conduzca al sexo, ¡la sexualidad no tiene sexo! Este sí es el descubrimiento freudiano, el que levanta la hipoteca normativa en pleno siglo XIX, es decir, cuando la heterosexualidad se consagra como el paradigma de la orientación sexual".
Y continúa: "De este modo, Freud es un precedente indispensable del feminismo y de ciertas ideas que hoy parecen incluso planteadas contra el psicoanálisis: para Freud el sexo es performativo, esto es, depende de un acto que no se corresponde con la anatomía, una autorización de sexo que es singular. Por eso, como me gusta decir, el feminismo actual es el psicoanálisis por otros medios, aunque con una particularidad: en tanto método, el psicoanálisis no espera deconstruir a nadie con un discurso hiperbólico y súper moralista (como el de algunas proclamas feministas actuales), sino que no pide más que recostarse en un diván y ubicar el punto en que alguien se constituye como sujeto a partir de una misoginia constitutiva, asociada muchas veces a una homofobia defensiva".
"La noción de síntoma que hay en Freud es novedosa, inédita y no está en otro lugar, en otro discurso, salvo en el marxismo", agrega Alexandra Kohan. "Junto a la noción de síntoma —continúa la psicoanalista— se produce una novedosa noción de sujeto: con Freud el sujeto ya no puede gobernarse a sí mismo ni pensarse de manera directa, sin mediaciones, sin opacidades. Sería imposible el 'conócete a ti mismo'. El inconsciente hace de ese sujeto alguien extraño para sí mismo. Freud descentra el lugar de la conciencia cuando corre la razón hacia el inconsciente y produce lo que él mismo llama 'una herida narcisista'. Una más en la serie de Copérnico y de Darwin. No somos transparentes a nosotros mismos, no somos sujetos de la voluntad y, siendo un poco radical, diría que la única voluntad es la de la pulsión que, además, no es gobernada por el Yo. De modo tal que síntoma, sujeto y pulsión configuran un cuerpo nuevo que nos pone de frente a una opacidad ineluctable. Resumiría todo el descubrimiento freudiano en ese cuerpo nuevo y en una nueva manera de leer y de leernos".
El universo teórico de Freud incomodaba. De entrada, el nazismo lo consideró su enemigo. No era sólo por ser judío, la cosa iba más allá: el psicoanálisis invitaba a reflexionar, a cuestionar, a repensar el estatuto de nuestras ideas y creencias, y eso, al Tercer Reich, no le convenía. Sus hijos fueron perseguidos, y su hermanas, asesinadas en campos de concentración. Tuvo que irse de esta nueva Austria, anexada a la Alemania Nazi desde 1938. Consiguió asilo en Londres. Antes de irse, debió firmar una declaración —lo cuenta Mark Edmundson en su libro La muerte de Sigmund Freud— donde aseguraba que había sido bien tratado en su país. Lo hizo, y añadió, con una ironía que ya es una marca nítida de su personalidad, "encomiendo encarecidamente la Gestapo a cualquiera".
Al año siguiente, un 23 de septiembre de 1939, murió. No estaba en Viena como hubiese querido. Sino en Londres. Padecía cáncer de paladar y el dolor se había vuelto insoportable. Max Schur, su médico, le había hecho una promesa: cuando Freud lo dispusiese, le aplicaría sedantes hasta morir. Sabía que pronto vendría la agonía, y de ese sufrimiento final no quería saber nada. Fue así, entonces, que —por pedido expreso de Freud— recibió tres inyecciones de morfina y se despidió del mundo a los 83 años. Hoy, a 79 años exactos de la muerte de su creador, ¿qué queda del psicoanálisis y cuál es su vigencia? ¿Cómo se conjuga esta práctica —pero sobre todo esta teoría— en esta nueva época?
"El psicoanálisis fue resistido en todas las épocas", comenta Kohan. "Hoy es corrido por derecha por las neurociencias y por izquierda por ciertos estudios de género… algunos. Lo que creo es que el psicoanálisis está vivo en la medida en que somos muchísimos los que seguimos produciendo lecturas y no repitiéndolo como un dogma. Cuando Lacan produjo su 'retorno a Freud' llevó adelante una operación de lectura que sacó al texto freudiano de la letra muerta y la degradación de la que había sido objeto por parte de los post freudianos. Nuevamente, de lo que se trata es de leer, que es lo opuesto a dogmatizar", agrega y cita a Juan Bautista Ritvo, otro psicoanalista argentino: "Un dogma es un dogma porque está prohibido leerlo".
"El psicoanálisis atraviesa siempre momentos turbulentos. Como es una práctica que no es funcional al mercado, suele caer bajo sospecha —dice Luciano Lutereau—. Puede ponerse de moda eventualmente, pero dura sólo un ratito: el psicoanálisis incomoda, es algo que comprueba cualquier paciente después de algunas sesiones, cuando descubre que el análisis no lo victimiza, sino que interroga su complicidad con aquello de lo que sufre. El psicoanalista, en cambio, quizá ya no incomoda tanto; en particular hay una versión contemporánea del analista erudito, que sabe mucho de psicoanálisis, pero habla poco de su práctica y, por ejemplo, es un especialista capaz de decir lo que el psicoanálisis debe ser. Su alter ego es el psicoanalista que se considera el heredero del intelectual faro y le baja línea a la sociedad respecto de cómo vivir, tomar decisiones políticas, etc. Este es un síntoma compartido entre psicoanálisis y feminismo: así como un problema del feminismo suelen ser les feministas, el principal problema del psicoanálisis somos los psicoanalistas cuando queremos hacer mucho más que dedicarnos a nuestra tarea (analizar) y nos convertimos en educadores".
Por último, Alexandra Kohan concluye que, en definitiva, el psicoanálisis se conjuga leyendo el presente: "Los síntomas de cada época no están por fuera del malestar contemporáneo. Así como para Freud hubo una moral victoriana, cada época dicta la moral sexual y prescribe conductas sexuales, cada época tiene su erótica. Pero sería un lugar común creer que como vivimos en una época en la que casi todo está permitido, entonces no tendría porqué haber síntomas: la liberación sexual pudo haber traído algún alivio pero no la eliminación de la represión y el retorno de lo reprimido. Me parece que en la época de los discursos que subrayan la virtud de la transparencia, en la época de la fetichización del Yo, en la época en la que se pretende vivir sin pathos y en la que hay un empuje permanente a ser libres, a disfrutar de cualquier modo, a gozar sin límites; en la época del imperativo a no aburrirse, a no angustiarse, el psicoanálisis sigue incomodando ahí donde dice que hay un cuerpo que no es mío, un pathos ineliminable, una opacidad imposible de atravesar. Pero sigue incomodando, sobre todo, porque no promete la felicidad. Y es justamente ahí mismo donde yo leo el alivio que puede traernos el psicoanálisis. No el psicoanálisis en tanto teoría sino en tanto el encuentro contingente con un analista".
"Hay un rasgo que siempre admiré de Freud —concluye Lutereau—; que cuando le preguntaban sobre ciertos temas (muchos de ellos inquietantes) respondía como varón, como padre, como judío, etc. Admiro, entonces, que respondía con sus particularidades, cuando se trataba de una pregunta que excedía el dispositivo. Hablaba desde sus particularidades, llevándolas hacia una posición singular. No fue un profeta, tampoco un indiferente. Era un hombre comprometido, como varón, padre, judío y muchas cosas más. Que lo personal sea político no quiere decir que lo personal sea universalizado. Hablar en nombre del psicoanálisis, para opinar sobre ciertos temas (no vinculados a la práctica del psicoanálisis), es la infatuación mayor, de la que Freud siempre se cuidó. Porque Freud era varón, padre y judío, pero al menos no estaba tan loco como para creerse Freud".
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