Samuel Ireland, artista mediocre y anticuario compulsivo del siglo XVIII, tuvo dos hijos. Al primero le puso su nombre, Samuel, y al segundo el nombre de su adorado Shakespeare, William. El primogénito murió de niño, y desde entonces el padre llamó al hijo sobreviviente con el nombre del hijo muerto.
Despojado de su trono de único heredero por un hermano aliado con el padre, William alias Sam ─espectro de su hermano difunto (espectro de su padre)─ tuvo una infancia de fantasma: como a Thomas Chatterton su madre, su padre lo consideraba poco menos que un débil mental. Dos circunstancias marcaron su educación: su amor no correspondido por su padre Samuel, y el amor no correspondido del padre Samuel por Shakespeare.
"Daría todos los libros raros de mi biblioteca por una sola línea de puño y letra de Shakespeare", William le oyó decir a su padre durante alguna de las veladas en que Samuel les leía las tragedias del Genio y él, el Tonto, debía actuarlas junto a sus hermanas y al ama de llaves (su madre, según sospechaba, no sin razón).
Poco después de peregrinar junto a su padre a la ciudad natal del Poeta, donde pudo ser testigo de la fe casi fanática de Samuel en la existencia de manuscritos originales de Shakespeare, William probó cumplir con su deseo: el del padre, produciendo un documento supuestamente escrito por el bardo, y el suyo propio, ganándose el afecto de su progenitor.
La operación data de 1794 ─William no había cumplido los 19 años─ y fue un éxito. "Aseguro al mundo ─confesaría años después─ que no tenía ninguna intención de seguir; mi objetivo sólo era darle una alegría a mi padre, con eso estaba satisfecho". Pero William, el falsario más sentimental de la historia de la literatura, siguió.
Documentos legales que probaban la entereza y generosidad del empresario Shakespeare, cartas (firmadas "Willi") que revelaban su intimidad cortesana con la reina y el amor marital que sentía por Anne Hathaway, una profesión de fe donde se declaraba piadosamente protestante, libros de su biblioteca personal con marginalias eruditas, versiones originales de sus obras limpias de palabras soeces y pensamientos sucios: con decenas de papeles fraguados, un retrato y hasta un mechón de pelo, William fabricó en pocos meses un poeta de principios del siglo XVII que cumplía con todas las normas de higiene moral de un caballero de fines del XVIII.
Su padre Samuel obtuvo así un Shakespeare idéntico a sus expectativas, y los otros admiradores no tardaron en convertir a su negocio de antigüedades en el epicentro literario de Londres. Se cuenta que James Boswell, el biógrafo de Samuel Johnson, besó los papeles de rodillas y dijo que ahora podía morir en paz. "Esto viene de la pluma de Shakespeare o de la de Dios", enfatizó un entusiasta; "De la de Shakespeare o de la del Diablo", lo superó otro.
Halagado por el fervor con que fueron recibidos los papeluchos del genio, el tonto perdió toda timidez y se lanzó a componer dos tragedias completas, Vortigern y Henry II. Para asegurarse el copyright de estas invenciones fabuló que un antepasado de la familia, un tal William Henry Ireland, había salvado a Shakespeare de ahogarse, y que por eso el sobreviviente le había regalado los derechos de sus obras a W.H. "y después de su muerte a su primer hijo y así para siempre". Mientras se preparaba el acontecimiento teatral más importante de la historia (el estreno de Vortigern), Samuel dio a luz un lujoso volumen con los papeles encontrados por su hijo. ¿Encontrados dónde?
Casi más importante que las falsificaciones, en cuya verosimilitud material William demostró una notable maestría, era lograr que las mismas nacieran de una fuente física a la vez que intangible. Es decir, un fantasma. Willi lo llamó Mr. H. Así como su antepasado había salvado a Shakespeare, alegó que nadando en las arcas de Mr. H. había encontrado ciertos documentos vitales y que a modo de recompensa H., que amaba a William como a un hijo, le cedía liberalmente todo lo que encontrara de Shakespeare. Con una condición: que jamás revelara su nombre o lugar de residencia.
Samuel no pudo convencer a William de que el caso perdonaba una indiscreción, y decidió escribir directamente a Mr. H. Sin planearlo, William se topó con la posibilidad de escribirle a su padre verdadero en nombre del que se había inventado. En esta correspondencia, acaso la más asombrosa y patética de la que tengamos noticia, el hijo le dice al padre que su hijo es un genio: "Ningún hombre además de su hijo escribió jamás como Shakespeare. Si su hijo no es un segundo Shakespeare, yo no soy un hombre".
Dos días antes del estreno de Vortigern, Edmund Malone salió a escena. En 400 vituperantes páginas que se agotaron al instante, el editor de Shakespeare ─otrora enemigo de Chatterton─ demostró que los supuestos manuscritos eran "los verdaderos y genuinos vástagos de la ignorancia más consumada y de una audacia sin paralelo". Desde la ortografía presuntamente isabelina (que consistía en multtiplicar las consonantes y agregarles una e al finale) hasta la datación (que permitía cartas enviadas por muertos o referencias a teatros aún no construidos), todo era un fraude.
Aquiles tenía un solo sitio vulnerable, ironiza Malone, pero aquí no se encontrará ni uno que no lo sea. Si antes el estadio prometía colmarse, las nuevas revelaciones amenazaron con hacerlo explotar: los registros hablan de 2500 personas, pero callan a los que no pagaron entrada. Como se esperaba, el partido terminó en paliza. Fue la primera y única presentación de Vortigern. La reserva, Henry II, no llegó ni a eso.
Malone no fue el primero en denunciar como espurios los papeles de Ireland (hacia tiempo que algunos diarios se venían mofando del asunto) pero sí el último y definitivo. A fin de liberar al padre de toda culpa, Willi publicó un Relato auténtico confesando la suya. Es probable que haya esperado este momento como ningún otro: desde el principio, lo único que Willi quería era ser descubierto por su padre. Pero su padre no se dejó engañar: jamás admitió que ese idiota semianalfabeto que llevaba su apellido hubiera podido engañarlo. Ofendido por lo que creía un acto de petulancia, no lo quiso ver nunca más. En su lecho de muerte, cuatro años después, aún proclamaba la autenticidad de los manuscritos.
Como el falsario Chatterton, su admirador William Ireland pasó de idiota a genio a muy temprana edad. Al contrario de Chatterton ─esa fue siempre su condena─ sobrevivió. Se escapó de su casa, se casó dos veces, estuvo preso por deudas. Sobrevivió vendiendo copias verdaderas de sus falsificaciones y prostituyendo su pluma en Grub Street. Publicó bajo seudónimo sátiras políticas y novelas. Una de ellas se llama Gondez el monje, un romance del siglo XIII; otra pretende ser una traducción del gaélico. También dio a luz (en forma anónima) una Scribbleomania, donde opina sobre sus contemporáneos y aprovecha para alabar a un tal Ireland, cuyas obras eran injustamente ignoradas por el rencor de los críticos.
Se le computan 67 títulos publicados (más 23 inéditos), entre ellos una Vida de Napoleón. Ireland vivió en Francia, donde se entrevistó con Bonaparte y recibió la promesa de un puesto en la Biblioteca Nacional. Pero Napoleón murió y él, el sobreviviente, tuvo que dejar Francia. Su obra más conocida es hoy Confesiones de W. H. Ireland, una ampliación autocomplaciente y desordenada del Relato auténtico, donde cuenta en detalle los por qué y los cómo del escándalo. Murió pobre en 1835. El 24 de abril, por más precisión, un día después de Shakespeare.
Haciendo abstracción de la reprehensible metodología (ya probada antes, y entre otros, por Lewis Theobald con su Doble Falsedad), es fuerza admitir que los aportes bienintencionados de Ireland lograron echar alguna luz sobre el oscuro corazón del canon occidental. Además de mostrar hasta qué punto puede llegar la bardolatría, sus falsificaciones prueban, contradiciendo a la Julieta de Shakespeare, que lo dulce no está en la rosa sino en su nombre. Pero no sólo eso.
Entre los muchos misterios que rodean al Poeta, ninguno ha generado más controversia a lo largo de los siglos que las dos siglas a las que dedicó (él o su editor) sus amorosos sonetos: W. H.. Pese a la ya tan extensa como inútil nómina de posibles candidatos (William Hall, William Herbert, William Hughes, etc.), el caso de Ireland obliga a agregar uno más, no detectado por sus numerosos biógrafos: él mismo. Pues como aquel pariente que salvó al Cisne de ahogarse, William llevaba de segundo nombre Henry (en honor a Bolingbroke, personaje de Ricardo II). "Te perdono tu hurto, gentil ladrón/ aunque te robaste a ti toda mi pobreza", se lee en el soneto número cuarenta. Su tema, como el de muchos otros: el amor no correspondido.
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