"A los cuarenta y cinco años, Gregor desea tranquilidad, un nuevo hogar y una casa grande para acoger a su nueva familia. Localiza una villa de estilo californiano en el número 970 de Virrey Vértiz, una calle discreta y arbolada de la zona más residencial de Olivos, a dos pasos de la orilla del río. Martha y Karl-Heinz no añorarán su país, el lugar es soberbio y se asemeja al barrio del lago Alster, en Hamburgo, y del Wannsee, en Berlín. A pesar de su fortuna, Gregor deberá pedir un préstamo para comprar la casa y para llevar a buen término la nueva misión que le ha encomendado su padre: invertir en una sociedad farmacéutica, la Fadro Farm. Si quiere arraigarse allí y casarse de nuevo, Gregor debe recuperar su identidad: volver a ser Mengele".
Pero, ¿cómo volver a ser quien nunca dejó de ser? Tal como lo narra La desaparición de Josef Mengele, este es el gran conflicto del médico nazi Josef Mengele (1911-1979) desde su escape de la Alemania de Adolf Hitler, en 1945, hasta encontrar una muerte anónima a orillas de una playa sudamericana luego de 34 años de fuga entre Argentina, Uruguay, Paraguay y Brasil. Como médico y antropólogo responsable de los "experimentos" bajo los cuales se condenó a la cámara de gas, a la tortura, al desmembramiento y a la disección a miles de prisioneros del campo de concentración de Auschwitz, de las preguntas que el periodista y escritor Olivier Guez (Francia, 1974) plantea entre la ficción y la historia ante "el Ángel de la Muerte", tal vez la más importante vaya un paso más allá: ¿cuál es la identidad del mal?
Durante la década que Mengele vivió en Buenos Aires hasta 1959, seis años de esa "existencia argentina" ocurrieron bajo el nombre falso de Helmut Gregor, y la reconstrucción que Olivier Guez hace de esa primera identidad se asemeja a la de quienes siguieron sus pasos desde Europa con la esperanza vana de capturarlo. Luego de huir de Auschwitz, donde le bastaron apenas 22 meses como "guardián de la pureza de la raza y alquimista del hombre nuevo" para pasar a la historia como uno de los más grandes criminales de guerra, Mengele se hizo pasar por un soldado raso para evitar ser identificado por el Ejército Rojo. Después de una semana de detención anónima en un campo de prisioneros norteamericano del que fue liberado gracias a documentos falsos a nombre de Fritz Ullmann, Mengele vivió escondido en Baviera bajo el nombre de Friz Hollmann, y luego huyó hacia Italia, donde se hizo llamar Helmut Gregor, el nombre con el que llegaría a Buenos Aires en 1949. En Brasil, Mengele moriría bajo su última identidad conocida: Wolfgang Gerhard.
A lo largo de esos años, si Mengele estuvo alguna vez cerca de "regresar a la vida", fue bajo el nombre ficticio de Helmut Gregor, un próspero inmigrante con inversiones en una maderera, una farmacia y en la venta de maquinaria agrícola importada desde Alemania. Casado con Martha, la viuda de su hermano menor, y dispuesto a adoptar a su sobrino Karl-Heinz como hijo, el más famoso de los médicos de Hitler llegó incluso a creer que en Buenos Aires, una vez aceptado su verdadero nombre, podría dejar atrás el recuerdo de Irene, su primera esposa, que lo había abandonado tras la caída del Tercer Reich, y de su hijo Rolf. Mientras tanto, en su mapa porteño, "ha rodeado con un círculo rojo el barrio de Villa Crespo y la plaza Once, donde los judíos han abierto sus talleres de confección; teme cruzarse con un espectro de Auschwitz que podría desenmascararlo", escribe Guez.
Los hilos necesarios para que Mengele disfrutara de una relativa paz en la Argentina deberían leerse en su clima geopolítico. Una vez que los recursos alemanes más valiosos fueron distribuidos entre los ganadores de la Segunda Guerra Mundial, ya listos para la inminente Guerra Fría —entre los que se destaca el caso del ingeniero y miembro de las SS Wernher Von Braun, integrado a la NASA como ciudadano norteamericano para trabajar en el proyecto que llevaría al primer hombre a la Luna—, entre los antiguos nazis que no habían sido condenados en Nüremberg ni habían sido seleccionados por las nuevas autoridades alemanas para trabajar en la reconstrucción de su país, se abrió un espacio en el que el azar, el dinero y los contactos diplomáticos fueron las únicas garantías para la supervivencia.
En ese contexto, como el croata Ante Pavelić, responsable de 850.000 homicidios de serbios, judíos y gitanos bajo supervisión nazi; como Eduard Roschmann, apodado "el Carnicero de Riga" por su responsabilidad en el Holocausto de Letonia; como Adolf Eichmann, a cargo de la logística del plan de deportación y exterminio que el Obergruppenführer Reinhard Heydrich llamó "La Solución Final", Josef Mengele llegó al país cuando la posibilidad de construir una nueva posición para la Argentina en el gran mapa de las naciones era más prioritaria que "preguntar de dónde viene ni por qué está allí".
Aunque La desaparición de Josef Mengele plantea un peronismo que, en relación al nazismo, casi nunca logra superar una mirada demasiado atolondrada y caricaturesca —"Perón se convierte en el gran trapero y hurga en las basuras de Europa y emprende una gigantesca operación de reciclaje", afirma Guez, para quien las "Juventudes peronistas" también ayudaron a los hijos de Eichmann a buscar a su padre tras el famoso secuestro del Mossad en Buenos Aires—, el fiasco del Proyecto Huemul sí delimita la atención que Juan Domingo Perón estaba dispuesto a dar a los exiliados nazis.
Concebido para desarrollar un plan integral de energía atómica, bastaron apenas cuatro años —desde 1948 hasta 1952— para que un farsante como el físico austríaco Ronald Richter, a cargo del Proyecto, fuera desacreditado para siempre por José Antonio Balseiro. Si los prófugos no eran capaces de ser útiles al país que los refugiaba, las reglas para el amparo podían disolverse tan rápido como se labraban.
De hecho, tampoco la red de protección alrededor de Mengele logró resistir a finales de los años cincuenta una simple denuncia policial por práctica ilegal de la medicina y aborto clandestino (tarea a la que, según Guez, el "Ángel de la Muerte" se habría dedicado a pedido de sus primeros protectores apenas llegado a la Argentina). Mengele comenzaría así una fuga de 20 años, primero hacia Paraguay y luego hacia Brasil, en concordancia con una época nueva: finalizada la reconstrucción, Alemania optaba por asumir junto a Israel una persecución más activa y consecuente frente a la gravedad de los crímenes nazis. Tuviera el nombre que tuviera, el mal debía ser castigado, y para eso todos los medios eran útiles. "A falta de saber dónde se oculta pese a su red de informadores, Simón Wiesenthal mantiene en alerta a la opinión mundial hilvanando improbables historias para que nadie eche en el olvido las fechorías del médico de guantes blancos de Auschwitz y para que el culpable no se sienta seguro en ningún lugar", escribe Guez.
"¿Y Auschwitz qué, papá?", le pregunta en sus últimos días su hijo Rolf. Convencido de que es inocente de todos los crímenes de los que se lo acusa, e incluso seguro de que ayudó a salvar vidas decidiendo "quiénes eran aptos para trabajar", el Mengele que dialoga con su propio hijo mientras se esconde en las cercanías de San Pablo cree que el único mal es remover eternamente el pasado. "Un hijo y un padre deben quererse, cualesquiera sean las circunstancias", piensa Rolf. ¿Pero cómo es capaz de querer quien sostiene que "los judíos no pertenecen al género humano" y deben erradicarse como los bacilos, los microbios y las larvas? "Yo no inventé Auschwitz, las cámaras de gas ni los hornos crematorios. Yo no era sino un engranaje más", intenta explicar Mengele. Mientras tanto, su voz se disipa y la memoria a su alrededor crece. Si el libro de Olivier Guez tuviera que limitarse a un único mérito, sin dudas sería el de mostrar de qué manera el "mal" consiste en perder la capacidad de dialogar, hasta quedarse absolutamente solo.
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