"Es fácil de explicar", dice. Y de lo que se trata, claro, es de una de las cosas más difíciles que puedan imaginarse. De una de las que distinguen a Daniel Barenboim de muchos de los que están en el primerísimo nivel y lo colocan, sencillamente, entre los mejores directores de orquesta de la historia. Ha apagado el cigarro ("Si van a filmar es mejor que no fume, para no molestar a toda la gente que con eso se pone furiosa", aclara). Está reclinado en el sillón principal del camarín que ocupa en el CCK. Es viernes a la mañana y ha amanecido con los colores más extraordinarios. El habla de los cielos de Buenos Aires. Y de eso tan fácil de explicar que, no obstante, nadie logra como él: la concentración.
Sus orquestas, y la música que con ellas recrea, suenan como si se desenrollara, lenta e implacablemente, un hilo. Cada sonido, y cada acorde, conducen al siguiente, ya se sabe. Y cada movimiento de una sinfonía o cada escena de una ópera es la antesala de las próximas. Pero nunca como con Barenboim se tiene tal sensación de Gran Relato. Tal vez tenga que ver con su memoria prodigiosa y con el hecho de que la estructura, el orden secreto que rige a la obra entera –aunque sea una obra monumental como Tristán e Isolda, de Richard Wagner, que está representándose en el Colón– está, para él, siempre presente. Y los músicos, se diría, escuchan junto con él la desgarradora muerte de Isolda ya en el momento en que tocan la primera nota.
En sus dos integrales de las sinfonías de Anton Bruckner (con la Filarmónica de Berlín y con la misma Orquesta de la Capilla Estatal de esa ciudad con la que aquí está protagonizando uno de los acontecimientos culturales del año), en obras que, para la mayoría de los directores, se desmiembran con facilidad, o en su fenomenal lectura de las dos sinfonías completadas por Edward Elgar –una revelación de un repertorio muchas veces subestimado– no hay momentos vacíos. No existen las caídas de tensión. Como tampoco en las sinfonías de Johannes Brahms, que está presentando en el CCK y que, también con la Staatskapelle, acaban de ser editadas esta semana en un álbum de la Deutsche Grammophon.
"En la música hay una relación permanente entre el sonido y el silencio", define. "Y el silencio es como la fuerza de gravedad; tira hacia él. Hay una energía en el sonido y esa energía desaparece en el silencio. Muere. Para que la música no se caiga allí sólo hace falta poner en juego, en esos momentos, más energía. En el momento en que uno entiende eso y la orquesta también lo entiende, todo resulta fácil". En todo caso, en el final de Tristán e Isolda, y en sus analíticas y descomunales Sinfonías Nº 1 y 2 de Brahms –que volverán a escucharse este martes 17– resultó claro que el silencio también puede dirigirse y que, efectivamente, en el grado de tensión que esos silencios resultan capaces de sostener reside una parte significativa del poder comunicativo de la música.
Gran parte del mundo expresivo de Barenboim transcurre en el mapa de un sistema narrativo que Beethoven cristalizó y que en los finales del siglo XIX y comienzos del XX creció y, de alguna manera, evolucionó hacia su propia ruptura: Brahms, Wagner, Bruckner y, ya de este lado del abismo, Arnold Schönberg, Claude Debussy e Igor Stravinsky.
"Algunos de estos mundos eran irreconciliables en su momento pero hoy uno no puede imaginar unos sin los otros. Brahms y Wagner, por ejemplo. Eran, antes que nada, enemigos intelectuales. Brahms conservador y Wagner modernista. Pero, en realidad, tienen también mucho en común. No se puede tocar a uno como se toca al otro pero fue Schönberg quien puso de relieve el aspecto progresivo, o progresista, de Brahms. Schönberg no podría haber existido, musicalmente hablando, si no hubiera sabido juntar esas dos influencias y hacer uno de los dos. Hay ciertas cosas de Brahms que ahora nos parecen evidentes pero que eran muy nuevas en su época, sobre todo en los aspectos rítmicos. Lo que pasa es que el modernismo de la orquestación, el cromatismo, la originalidad de Wagner, para su época, fueron muy fuertes y tendieron a eclipsar cualquier otra cosa. Y en ese momento era imposible no pertenecer a un grupo o al otro. Hoy, con toda la experiencia que tenemos, de 150 años de escuchar esa música, nos parece ridículo. Y se ve mucho más lo que tienen en común. También en Brahms hay mucho cromatismo. El comienzo de la Primera Sinfonía, por ejemplo. Es un principio al que es imposible considerar conservador."
Parte de la claridad conceptual que Barenboim logra con la orquesta de la Staatskapelle tiene que ver con su disposición espacial a la antigua, con primeros y segundos violines enfrentados simétricamente en mitades opuestas del escenario en lugar de unos junto a los otros. Los planos y, desde ya, los numerosos ecos entre los dos grupo de violines emergen con transparencia. Pero el director no piensa en función de un posible historicismo sino, más bien, en cómo aprovechar aquello de la tradición que conviene a su pensamiento musical.
"Viejo y no viejo no son términos que cuajen con la música. La música se hace cada vez con todo lo que sabemos, y lo que hay de reflexión y de análisis, en el momento en que sucede. Una sinfonía de Brahms no existe en el mundo. Sólo existe cuando alguien la empieza a tocar. Así que no se puede hablar de viejo o nuevo. En el movimiento barroco tenemos suerte de tener tanta información sobre cómo se piensa que se tocaba, que también es discutible. Pero se convirtió en un ismo. No es barroco sino barroquismo. Y en el momento en que aparecen los ismos se niega toda creatividad individual. Entonces yo pienso qué es una suerte tener tanta información que hace cincuenta años no existía pero hay que luchar para no convertirse en esclavo de un ismo. Aún cuando ese ismo sea bueno. Cada artista debe encontrar su forma de entender. No digo de interpretar porque la palabra 'interpretar' también es falsa."
–¿Por qué es falsa la palabra "interpretar"?
–Porque la música no se interpreta. Se puede recrear. Brahms no necesita de un intérprete. Habla el mismo idioma. No hace falta una traducción. Un intérprete es un traductor y la música no necesita eso. Los grandes directores, Furtwaengler, Toscanini, no eran intérpretes. Eran más que eso. Mucho menos y mucho más.
–El músico de jazz Wynton Marsalis afirma que la Big Band, con su libertad individual pero también con su sentido del bien común, es una metáfora precisa de la democracia. ¿Puede pensarse lo mismo con respecto a una orquesta sinfónica?
–Es una organización democrática en el sentido de que son todos iguales. No hay aristocracia y cada uno tiene los mismos derechos y las mismas responsabilidades. Y las segundas son tan importantes como los primeros. ¿Qué significa eso?: que hay una voz principal, voces secundarias y acompañamiento. Lo interesante es que quien se hace cargo de una de esas categorías lo hace siempre transitoriamente. El clarinete puede ser el actor principal durante una frase, unos diez o veinte compases, pero después tiene que dejar ese lugar a otro. Por eso creo que la música es un buen ejemplo para la sociedad. Yo hice un trayecto al revés. En general el músico se desarrolla y a medida que tiene sus experiencias humanas, va abordando obras que requieren una mayor madurez. Yo toqué o dirigía todas esas obras, las últimas sonatas de Beethoven, su Missa Solemnis, las Sinfonías de Brahms, cuando aún no había vivido lo suficiente. Había empezado muy chico, mi primer concierto fue a los 7 años y a los 11 o 12 tocaba todas las grandes obras. Yo aprendí de la música para la vida, más que en el otro sentido. Por eso creo que uno puede aprender mucho en la música. Simplemente porque esa ha sido mi vida.
–Usted se preocupa, desde siempre, más allá de su propio papel como músico, por aspectos que hacen a la comprensión. Por la comprensión del lenguaje musical, por la educación artística, su presente y su futuro, y, también, por la comprensión a secas. Por la posibilidad que tienen las personas de entenderse entre sí. El proyecto de la orquesta del Diván, que encaró con Edward Said, tiene que ver con esa búsqueda. La orquesta está por cumplir, el año próximo, dos décadas de existencia ¿Cómo evalúa hoy esos veinte años de trayectoria?
–Cuando el otro no quiere entender se choca contra un bloque. Contra la falta de voluntad o la mala voluntad no hay instrumento, no hay herramienta posible. Es como en la vida, si uno, en una pareja, no quiere oír las necesidades o los deseos del otro no hay entendimiento. Todo eso funciona igual en la música. Todos tienen que querer lo mismo. Se trata de lograr que todos los diferentes deseos, con sus contradicciones, donde uno piensa que un sonido debe tener un acento más suave y otro cree que debería ser más punzante, o más redondo, finalmente conformen uno solo, que de alguna manera los contenga a ambos. En la música hay contrapunto, distintas voces, un intercambio de ideas pero, también, una manera en que juntas dicen algo que no estaba en ninguna de ellas por separado. Y es el director quien debe lograr eso. Funciona porque, a pesar de todas sus diferencias, todos los integrantes de la orquesta confían en él. Y en la vida cotidiana, en la política, esas funciones se han resquebrajado. Esa figura confiable primero estuvo en la religión, después vino la monarquía y ahora los gobiernos. Pero hay muy poca gente que tiene confianza en los gobiernos. Esa es la crisis de nuestro tiempo. El siglo XX, ¿qué es lo que nos trajo? Un progreso científico increíble. En la medicina, en la tecnología. Las diferencias entre 1910 y 2010 son enormes. Pero el precio de eso fue un muy bajo desarrollo de los valores humanísticos. Una deshumanización, en la música y en la sociedad.
"En cuanto a la Orquesta del Diván y su pequeña historia de veinte años es imposible de entender si no se entiende el conflicto israelí-palestino. Su necesidad nace de ese conflicto y sus dificultades tiene que ver con él. Creo que el gran problema es que no se lo percibe por lo que es. No es un conflicto político entre dos naciones. Ni por las fronteras, ni por el agua ni por el petróleo. Esos problemas son políticos y se resuelven con políticas, con compromisos o por la fuerza. El conflicto israelí palestino no se puede resolver ni con la política ni con la fuerza por la sencilla razón de que no está planteado entre dos naciones sino entre dos pueblos, cada uno de ellos profundamente convencido de tener el mismo derecho a habitar cada uno en las mismas tierras en que vive el otro y, preferiblemente, sin el otro. Eso sólo se puede resolver humanamente, llegando a un punto donde ambas partes acepten la existencia del otro, aunque no estén de acuerdo con lo que representa el otro. En el Diván no están todos de acuerdo. Ni yo lo pretendo. No sería ni sano ni normal. Pero sí que tengan respeto por el otro y, sobre todo, cuando no están de acuerdo. En cuanto a la parte musical hemos sido reconocidos y se trata de una historia con un gran progreso. La orquesta es hoy una orquesta buenísima y empezó realmente de muy abajo. El éxito como emprendimiento que ayudara a la comprensión del otro en una zona de conflicto ha sido, internamente, considerable. No hay ningún músico que haya pasado por la orquesta, y son ya varios centenares, a quien ésta no le haya cambiado su manera de pensar. Pero el efecto que yo hubiera querido que tuviera en la región no lo tuvo. La Orquesta del Diván tiene admiradores y detractores tanto en Israel como en el mundo árabe. Eso me da un cierto aliento, porque si tuviéramos todos los admiradores de un lado y todos los detractores del otro significaría que estamos siendo parciales. Si tenemos enemigos en todas partes será que algo justo estamos haciendo.
–¿Ha sido más difícil de lo que Edward Said y usted pensaron cuando imaginaron la orquesta?
–Ha sido más difícil. Mucho más difícil. Las posiciones en la región son muy duras. Y no hay ningún sentido del futuro. El presente algunos lo viven bien, a costa de los que lo viven mal. Y están, en algunos círculos, los que se interesan por el pasado, si Israel tiene derecho o no de vivir en esa tierra, por ejemplo. Pero el futuro no existe. No se habla de eso.
–¿Y se siente optimista o pesimista frente a esa dificultad?
–Como dijo el gran filósofo Gramsci cuando le preguntaron acerca del ascenso de Hitler, me siento inclinado a decir que la razón me obliga a ser pesimista pero la emoción me lleva inevitablemente al optimismo.
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