En una noche demasiado fría, sin delantal blanco ni cadáveres cerca, Mary Wollstonecraft Shelley, hija de una pionera del feminismo, Mary Wollstonecraft, y de un precursor del pensamiento anarquista, William Godwin, creó a su primer monstruo.
Tuvo que ausentarse el verano, debido a la erupción del volcán indonesio de Tambora que tiñó el cielo de gris ceniza en 1815, para que los fantasmas se quedaran encerrados en la mansión alquilada por Lord Byron, a orillas del lago Lemán, en Suiza. En esa reunión cumbre de novelistas y poetas, atrapados entre cuatro paredes por una helada rabiosa, se convocó al miedo para sobrevivir el invierno volcánico. Como si temblar de susto se impusiera a temblar de frío. El fuego se combate con fuego y al frío se lo combate con miedo.
Durante aquella madrugada de 1816, mientras Polidori moldeaba la biografía de un vampiro, Mary Shelley escribió a sus 18 años las primeras aventuras infelices de la criatura que trajo a la vida el científico Victor Frankenstein. Pero el verdadero laboratorio donde nació el monstruo no fue esa casa, tampoco lo sería el espacio que describiría en la novela publicada dos años después. El vínculo con ese rompecabezas humano comenzó en el cementerio de Saint Pancras, cuando visitaba la tumba de su madre junto a su padre y su hermanastra Fanny.
Su infancia fue al aire libre, jugando y corriendo entre los muertos. Ahí mismo aprendió a leer, recorriendo las vocales y consonantes de las lápidas, y en alguna de ellas se encontró por primera vez con su futuro amante y marido, el poeta Percy B. Shelley. Los cadáveres bajo tierra fueron testigos de aquel amor que debió nacer en secreto, unidos por la promesa de fugarse juntos.
Frankenstein o el moderno Prometeo no se compone solamente de una época invadida de profanadores de tumbas, ferias de fenómenos y la experimentación del galvanismo. El clásico del terror y la ciencia ficción que este año cumple 200 años es una consecuencia de cómo aquellos muertos que visitaba constantemente Mary la llenaban de vida por dentro, qué otro remedio tendría ella que otorgarles el mismo poder, dándole vida a los muertos.
El escándalo de la publicación, al principio con firma anónima, no impidió el éxito que llevaría al monstruo, años más tarde, a conocer los aplausos antes de bajar el telón. Las adaptaciones teatrales se sucedieron una detrás de otra, dándole el primer rostro a la criatura que los lectores imaginaron en su cabeza, y que tiempo después plasmaría para siempre el cine. El monstruo había nacido para quedarse.
No es atrevido pensar que el cine nació también con el monstruo de Frankenstein: su primera aparición fue en 1910, en un cortometraje de 16 minutos producido por el inventor y empresario Thomas Edison, y dirigido por J. Searle Dawley. Pero aquella interpretación melodramática de Charles Ogle quedaría bajo las sombras cuando en 1931 Boris Karloff aterrorizó al mundo con su cabeza plana, los párpados caídos y un par de electrodos que asomaban a los costados de su ensanchado cuello.
Luego de que Bela Lugosi rechace el papel del monstruo, al igual que lo harían los habitantes del pueblo de Goldstadt, por considerar al personaje demasiado feo, James Whale, quien dirigiría el primer largometraje de Frankenstein, quedó encandilado al ver al imponente Boris Karloff de traje en una cantina. Donde fascinado por su estructura ósea le propuso hacer una prueba para un personaje. El actor inglés aceptó sin ni siquiera saber cuál sería su papel, pero cuando se enteró que debía interpretar a un monstruo sufrió un golpe moral, porque aquel día que se cruzó con Whale, iba lo más elegante posible y así y todo lo visualizó como un monstruo.
No obstante, Karloff tardaría poco y nada en enamorarse de aquella criatura que se transformaría en su mejor amigo. En entender que su belleza era más poderosa y pregnante que el rostro cincelado con prudencia de un Cary Grant o un Buster Crabbe. La hermosura de los monstruos no se basa en una distribución armónica, y predecible, de rasgos que imiten una estatua griega; sino en una explosión de gestos y facciones únicos en su deformidad fuera de toda norma.
Fue el maquillador Jack Pierce quien convirtió a Boris Karloff en monstruo, fabricándole de manera casera el hueso de la frente y las cejas con algodón, spirit gum y colodión, y añadiéndole un puente en el lado derecho de la boca que le daba mayor efecto de muerto al acentuarlo con sombras. Pero lo importante de aquel maquillaje es que Karloff podía actuar llevándolo puesto, porque en gran parte era su cara. Jack Pierce, el maquillador de los monstruos de la Universal, eternizó aquel rostro del monstruo de Frankenstein, sin importar las decenas de versiones que vendrían después.
Era tan terrorífica su apariencia que a James Whale le preocupaba que la niña que interpreta a María (Marilyn Harris) se asuste demasiado al verlo por primera vez. Pero a quien le temía Marilyn era a su propia madre que rondaba por el set. El fue a primera vista: cuando el monstruo bajó de una limusina la niña fue corriendo a él y le pidió que le de la mano. Los únicos que entendieron realmente al monstruo fueron y seguirán siendo los niños. Tal vez porque él es un niño también. Boris Karloff también lo comprendió como nadie y lo defendió con el cuerpo, teniendo que operarse tres veces de la espalda luego del rodaje, por tanto cargar peso.
Pero fue mucho más allá de lo físico: cuando el actor leyó en el guión que debía tirar al lago a la niña que le enseñó la preciosura de las flores se opuso rotundamente. ¿Por qué aquella criatura rechazada hasta por su propio creador mataría al único ser que lo mira sin desprecio, incluso no dándole espacio al miedo? James Whale se negó a su pedido con una frase devastadora: "Es la tragedia del monstruo".
A regañadientes Karloff lanzó a la niña al lago, pero lejos de hundirse en el agua quedó flotando, como si no quisiera poner triste al monstruo. No conforme, Whale le pidió a la niña hacer una nueva toma a cambio de cumplirle un deseo. "Una docena de huevos duros", gritó la niña sin dudarlo. Al culminar la escena llegaron 24 huevos al set, todos para Marilyn, quien los comió a escondidas de su madre porque siempre la tenía a dieta.
La película con estética expresionista, invadida de ángulos y sombras que recuerdan a El gabinete del Dr. Caligari, despertó un furor tan grande en los espectadores que Whale fue tentado, a su pesar, de filmar una nueva película con el fin de que el monstruo de Frankenstein se enamore.
En 1935 se estrenó La novia de Frankenstein, con un Boris Karloff luciendo un maquillaje más sutil y expresivo que el de la película de 1931. Perdido en el bosque, rodeado de una naturaleza que no lo miraba con recelo, el monstruo encuentra refugio en los brazos de un ciego, que lo acoge en su casa sin saber que los habitantes del pueblo lo buscan por asesino. Con él la criatura descubre el deleite de la música, la comida, el calor de una frazada y una compañía que no lo condena por ser un cadáver ambulante. Cuando su protector le enseña a hablar el monstruo pronuncia una frase devastadora: "Me gustan los muertos. Odio a los vivos".
Al perder a su único amigo, pero ya conociendo el significado y peso del amor, de sentirse querido por un otro, busca desesperadamente ser abrazado nuevamente. El Doctor Pretorius, con más desborde de locura que el mismo Dr. Frankenstein, decide fabricar una compañera para el monstruo. Elsa Lanchester, la misma actriz que al principio se presenta como Mary Wollstonecraft Shelley, le dio vida a aquella monstrua de ojos saltones que lucía dos truenos blancos en los laterales de su peinado abultado.
Nacida bajo una furia eléctrica para ser la mujer de la criatura, la dama con espíritu proto feminista se rebela en los años 30 a servirle a un hombre, aunque haya sido moldeada para calmar el vacío de un monstruo solitario. Si bien aparece en pantalla pocos minutos, la monstrua quedó tatuada en la historia del cine por tomar las riendas de su destino, lejos de obligaciones institucionales y opresiones machistas. Los monstruos pueden fabricarse, pero no ser dominados.
Después de un puñado de películas de la Universal, donde Boris Karloff le entregó la máscara a Bela Lugosi por un rato, y hubo cruces de criaturas y cómicos de la era dorada, la Hammer adoptó al monstruo para que se sienta menos solo. Bajo una nueva imagen, porque el maquillaje que diseñó Jack Pierce tenía marca registrada, la famosa productora inglesa de cine aterrorizó a Europa con un Christopher Lee con la cara pintada de blanco, más pálido que la muerte. La maldición de Frankenstein, dirigida en 1957 por Terence Fisher, re inventó al monstruo con menos ternura y mayor dosis de venganza.
Si las películas de la Universal eran puro erotismo las películas de la Hammer son pornografía. El terror en la saga de Terence Fisher era gore, pudiéndose apreciar el color rojo de la sangre en todo su esplendor. Las películas protagonizadas por la criatura repleta de cicatrices se multiplicaban como sus víctimas en Inglaterra, Estados Unidos, Italia, España, incluso en México, porque era el espectador quien dejó de sentirse solo cuando (re) nació el rey de los monstruos.
De ser incomprendido a estrella pop
"El público quiere algo más fuerte que bellas historias de amor. ¿Entonces por qué no habría de escribir sobre monstruos?", expresaba Elsa Lanchester vestida de Mary Shelley en el inicio de La novia de Frankenstein. Lo que tal vez no imaginó la verdadera Mary Wollstonecraft Shelley es que la historia de amor se escriba a pesar de ella, entre el monstruo y el público. Nos enamoramos perdidamente de esa criatura extraña, en todos sus rostros y distintos trajes, mudo o verborrágico, temeroso o temible. Fue esa pasión por estar cerca de aquel ser indefenso la que lo convirtió en una estrella pop que recorrió la galaxia conquistando idiomas y lenguajes.
En el campo cinematográfico viajó hasta Japón para conocer al padre de Godzilla, el cineasta Ishirô Honda, quien en 1965 dirigió Frankenstein Conquers the World, donde mientras el corazón del monstruo es examinado cae la bomba de Hiroshima. En ningún lugar podía sentirse más cómodo que en el hogar que alberga la mayor cantidad de monstruos.
Años más tarde, Mel Brooks y Gene Wilder le enseñarían a bailar como Gene Kelly en El joven Frankenstein (1974), una comedia en blanco y negro con musical incluido que le daba la oportunidad al monstruo de hacer reír a la gente en vez de hacerlos temblar. Peter Boyle se vistió de frac, tapó su pelada con una galera y demostró que la criatura no solo asusta, también sabe bailar tap. Andy Warhol también quiso acercarse al monstruo estrella y produjo la película Flesh for Frankenstein (1973), un relato que transforma a aquel deforme coleccionista de tristezas en un juguete sexual. En un abrir y cerrar de ojos se convirtió en la fantasía erótica del espectador, copando el negocio XXX con sus características estéticas singulares.
Pero el monstruo creado por Frankenstein nunca fue bien comprendido en el terreno adulto, el abrazo contenedor, libre de prejuicios, siempre fue dado con brazos cortos. Si los niños adoptaron al monstruo, ¿por qué no podría el monstruo adoptar a los niños? Sea como figura paternal o como uno más de la barra pero con tamaño y fuerza sobredimensionada. Era también una forma de redimirse de la tragedia de la pequeña María: el monstruo ya no tiraba una niña al agua, ahora se encarcaba de rescatarla de cualquier peligro. La fiebre frankensteiniana invadió así los dibujos animados, entre Frankenstein Jr (1966-1969) y Drak Pack (1980), ambas producciones de Hanna-Barbera.
Y en materia de acción viva, el monstruo tuvo la posibilidad de ponerse del otro lado, de ser él quien puede cambiarle el destino a un ser indefenso a través de su rol de padre. Con lo mucho o lo poco que sepa acerca del funcionamiento del mundo. En la serie de televisión The Munsters (1964-1966), creada por Ed Haas y Norm Liebmann, aquella criatura que en los años 30 pedía a gritos un padre, sanó esa herida convirtiéndose en uno. Tal vez incluso en el mejor padre posible.
Pero donde más fuerte brilló el monstruo no fue en el cine y la televisión sino en los cómics. Desde comienzos de los años 40 la criatura copó las viñetas, al principio con fidelidad a la novela pero rápidamente desviarse convirtiéndose en un héroe, o villano, en continuado. De esto se tratan en definitva los comic books. Tras las adaptaciones de Classic comics y Classic Illustrated, pasando por la longeva y asombrosa serie del monstruo creada por Dick Briefer, el monstruo de Frankenstein fue villano de cuanto héroe, superhéroe y heroína que se imprimió en papel, desde Batman hasta Capitán América.
Fue él mismo, con su cuadrada cabeza verde, un superhéroe en los psicodélicos 60 y en los años 70, bajo el techo de Marvel comics y de la mano de Mike Ploog y Gary Friedrich, tuvo una larga andadura que lo llevó a vivir, como el antihéroe más grande de todos los tiempos, una serie de aventuras de una épica tristeza. Ya en este siglo, el artista Bernie Wrightson, autor de la versión ilustrada de los años 80, retomó al monstruo en una serie de comic books que dibujó hasta su muerte, y que llamó, apropiadamente, ¡Frankenstein vive, vive!
La sombra eterna del monstruo
Victor Frankenstein fue el modelo de la mayoría de los científicos locos que nos obsequió la cultura popular. El experimento ejecutado por Frankenstein atravesó, y seguirá atravesando, a una legión de autores, arrinconándolos para que edifiquen su propio laboratorio donde crear relecturas de la novela de Mary Shelley.
Por un lado el cine clase B de Frank Henenlotter, que con mínimos recursos y estallidos de colores flúo, propuso en Frankenhooker (1990) un cuento de terror bizarro: un joven electricista sin escrúpulos llamado Jeffrey reconstruía el cuerpo de su novia muerta, mezclado con fragmentos de otros seres humanos, consiguiendo que ni siquiera la parca ponga fin a su deseo. ¿Quién no reviviría a los muertos más cercanos si existiese la tormenta perfecta?
Lo mismo pensó Tim Burton cuando volvió científico a un niño que no toleraba la ausencia de su perro Sparky, y fue tan sanador aquel experimento que necesitó hacer dos veces Frankenweenie: en 1984 y 2011, en acción viva y en versión animada. Pero también se ocupó de pensar al monstruo de Frankenstein en la era moderna, con ropa de cuero y un remolino dark en el pelo.
En El joven manos de tijera (1990) Tim Burton presentó a una criatura que, sin importar lo huérfano y desorientado, su bondad y necesidad de afecto no le daban lugar al odio, y menos aún al impulso de venganza. Como si el director estadounidense hubiera hecho aquellas modificaciones en el guión que pidió Boris Karloff en Frankenstein, evitándole a la criatura solitaria cualquier tragedia. A pesar de tener tijeras por manos, el monstruo tuvo por fin la posibilidad de comer en una mesa rodeado de una familia que lo elige, y, por sobre todas las cosas, conoce el amor recíproco. El rechazo existe solo a través de los ojos malvados, que ven al enemigo en aquel que es diferente.
El monstruo ataca la Biblioteca Nacional
Con el espíritu de reunir todas estas versiones y ramas bajo un mismo techo, y celebrando los 200 años de la publicación de la novela Frankenstein o el moderno prometeo, el 1 de junio inauguró la muestra El monstruo de Frankenstein en la Sala Leopoldo Marechal de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno.
Coordinada por Jorgelina Núñez y Evelyn Galiazo, con un trabajo de investigación formado por Lucía Cytryn, Emiliano Ruiz Díaz y Nicolás Reydó, y un equipo de diseño a cargo de Máximo Fiori y Santiago Fanego, la exhibición da la bienvenida a los visitantes con la construcción escenográfica del living donde se gestó la novela de Mary Shelley, haciéndonos parte de la intimidad en la que, impulsada por la propuesta creativa de Lord Byron, la joven escritora intentó escribir el relato más terrorífico de la casa en Villa Diodati.
Y de la primera cocina del monstruo pasamos al interior del horno: al abandonar las alfombras antiguas y los sillones de pana nos metemos adentro del laboratorio donde Victor Frankenstein fusionó cuerpos muertos para generar vida. Una puesta en escena de aquel ambicioso experimento que cambió el futuro de todas las artes y la cultura popular.
Un puñado de instrumentos metálicos y gasas sanguinolentas nos advierten la presencia del monstruo, quien tapado con una tela blanca se despierta una y otra vez levantando su pesado cuerpo a través de un sistema mecánico. Envueltos por el sonido de las máquinas de Victor y los truenos que encendieron el corazón de la criatura sin nombre, accedemos a un tercer espacio donde, entre ediciones de coleccionista, afiches vintage y memorabilia surtida, se pueden ver fragmentos de películas protagonizadas por el monstruo.
Para entender mejor el contexto en el que Mary Shelley imaginó tan atrevida novela, la muestra expone, entre libros antiguos e instrumentos, las ideas que sobrevolaban la época: el positivismo científico, el galvanismo, la alquimia, el ocultismo y los límites difusos de la ciencia. Sin dejar de lado el contexto familiar en el que creció, con una madre que escribió Vindicación de los derechos de la mujer en 1792 y un padre que fue autor de Investigación sobre la justicia política.
La exposición que plantea los ejes de la literatura y la ciencia no pretende dilucidar cuál es el monstruo de Frankenstein definitivo, el tratamiento es (re)armar la criatura con pedazos de muchos rostros que tuvo a lo largo de la historia. Pero el monstruo nacido en 1818 es demasiado grande como para caber en una sala, por eso resulta imposible enseñar su infinidad de disfraces.
La película que dilucidó el misterio
El enigma de por qué el monstruo de Frankenstein lanzó a la niña María en la película de James Whale, en 1931, también persiguió al director español Victor Erice. En 1973 filmó El espíritu de la colmena con el fin de responder esa enorme pregunta a través de la curiosidad de una nena asustada, Ana (Ana Torrent). Quien quedó perturbada luego de ver la escena trágica de Frankenstein.
Ana busca al fantasma del monstruo durante todo el metraje, esperanzada de poder obtener una respuesta que anestesie su angustia. En medio de un bosque finalmente tendrá la oportunidad de verlo cara a cara. Un encuentro que deja más interrogantes que dudas resueltas. Sin embargo, la respuesta más importante se esconde en los ojos tristes de la niña detective. Ana, como María, no necesitaron que el monstruo hable para percibir la gran soledad que lo aquejaba, haciéndolo sentir excluido del mundo. Porque, sin importar el amor de los padres o la cantidad de juguetes que ocupen una habitación, los niños también se sienten solos e incomprendidos.
Por eso son los únicos que pueden entender que la criatura no tuvo la intención de matar a su única amiga. Cuando Ana le pregunta a su hermana mayor si la niña de la película muere realmente, Teresa le contesta que lo que sucede en pantalla es todo mentira, aunque ella a veces puede ver al monstruo de Frankenstein.
El poder literario de Mary Shelley consiste en habernos convertido, sin importar la edad y el paso del tiempo, en esa niña que no solo cree que existe el monstruo de 2,44 metros, también lo puede ver y comprender mejor que nadie. Esa fue la mayor venganza del monstruo rechazado por su creador: ser amado durante 200 años.
*El monstruo de Frankenstein puede visitarse de lunes a viernes de 9 a 21 hs. y sábados y domingos de 12 a 19 hs. en la Sala Leopoldo Marechal de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Agüero 2502, Ciudad Autónoma de Buenos Aires. La muestra permanecerá hasta marzo de 2019. Entrada libre y gratuita.
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