(YouTube – Olga Scheps)
La música de Erik Satie, nacido en Normandía en 1866 y muerto en París 59 años después, parece a la distancia que da el tiempo una colección de impresiones, microensayos y chistes siempre de corta duración y desconcertantes.
Desde sus tempranas y muy famosas Gymnopédies, que refieren a danzas antiguas griegas con una lenta y casi hipnótica sucesión de acordes y una melodía impresionista, hasta sus más rápidos Embryons desséchés, la obra de Satie transcurrió entre el desinterés de público tradicional, el rescate en los burdeles y la admiración de maestros de la época, como Ravel y Debussy.
Vivió en un tiempo intenso para la música clásica europea, de extensión del romanticismo hasta sus límites, de quiebre y experimentación, al que encaró desde la excentricidad y una relación ambivalente con la academia, pero siempre desde un humor irónico tan refinado como absurdo.
Sus pequeñas piezas, a veces contemplativas y otras rítmicas, casi grotescas, contrastaron con la ópera wagneriana que marcaba el paso a sus contemporáneos y fueron una inspiración para una enorme cantidad de artistas que perfilaron las vanguardias del siglo XX.
A este hermético músico y esteta le ha dado voz en su último libro, Objeto Satie (Editorial Caja Negra), la escritora argentina María Negroni, emulando su estilo y dotándolo de vida propia más allá de la obra literaria.
No se trata de una biografía ficcionada ni de un ensayo, y mucho menos de una narrativa convencional que monta a Satie como un personaje más y un engranaje para una narrativa, que no existe.
"Me llamaron loco, farsante Monsieur le Pauvre, y otras vaguedades por el estilo. Respondí con varios duelos, y una sola consigna: compongo para que me oigan en 1598", hace decir Negroni, escritora nacida en Rosario y radicada durante mucho tiempo en Nueva York que actualmente dirige la Maestría en Escritura Creativa de la Universidad Nacional de Tres de Febrero.
Por el contrario el libro se compone, también, de una colección de impresiones, microensayos y chistes, diálogos y monólogos imaginados que están acompañados de fotos, dibujo y partituras.
Allí desfilan también Jean Cocteau, Marcel Duchamp y Man Ray, entre otros, con obras y fotografías y hasta los bocetos hecho por el propio Satie, en un esfuerzo tan curatorial como literario.
Casi una representación literaria de la escena que el músico dejó tras su muerte y que recuerda Pablo Gianera en el epílogo de Objeto Satie, una habitación poblada por "una cama, una silla, un piano roto, un ejemplar de Las Flores del Mal y más de cuatro mil papelitos dispersos con ideas y ocurrentes apuntes".
Y ese parece ser el gran mérito de Objeto Satie, haber encontrado la técnica y el registro para convencer al lector de que este compositor tiene algo para decirnos en 2018, y que al hacerlo se vuelve tan atemporal como referencial al encanto decadente de finales del siglo XIX.
"Un día me sentí atraído por la distancia", dice nuestro Satie en versión Negroni. "Componer es perder sonidos. Nada de fugas, preludios, sinfonías, en voz baja o por escrito. Nada de convertirse, consciente o inconscientemente, en artistas. Basta con una pequeña dosis de insidia", expone.
Con este libro Negroni parece completar una suerte de trilogía de reconstrucción de voces de artistas iniciada con Elegía Joseph Cornell (Caja Negra) y luego Archivo Dickinson (La Bestia Equilátera), dedicados al artista plástico y la poetisa, y que ahora se concentra en el músico francés y su particular efecto en generación tras generación.
Cuando este redactor estudiaba piano en un instituto de música de Rosario, hace muchos años y con más fascinación que talento, le preguntó a su profesora si sería posible incluir a las Gymnopédies y las Gnossiennes de Satie en el programa, quizás también a la Petite ouverture à danser.
Un amigo se las había hecho conocer poco tiempo atrás y estaba fascinado, quería tocarlas, aunque no sabía bien si por su belleza y facilidad, engañosamente gratificante, o bien porque escondían algo casi hipnótico que otros compositores nunca habían ofrecido, sin saber muy bien qué era eso.
La profesora, en cambio, pensó que no era una buena idea porque, simples y casi sin exigencias técnicas, nada tenían nada que aportar, en su opinión, al aprendizaje del piano.
Era un instituto muy tradicional, con especialidad en la música medieval europea y poca afinidad para las vanguardias, y por supuesto desde ese contexto parecían tener razón. Por eso el aprendizaje de esas miniaturas tuvo que hacerse casi en secreto, en tiempos muertos y en soledad, coleccionando cada pieza como quizás hubiera entretenido a Satie.
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