"Muchos dicen que soy un mentiroso. Que miento hasta cuando digo la verdad. Pero ellos también mienten. Las más grandes mentiras sobre mí las oí en boca de los demás. Podría desmentirlas, pero ya que soy un mentiroso, nadie me creería".
(Federico Fellini, en 1975, a su gran amigo Costanzo Costantini, periodista de Il Messaggero de Roma)
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¿Y qué menos podía esperarse de un mago, de un duende burlón, del más grande truccatore del cine? ¿De ese italiano de Rímini, Emilia–Romaña, al que le inventó un mar de plástico sobre el verdadero? Pero ese mar no fue una mentira: fue el luminoso mensaje de su obra: "Huyan de la realidad: la fantasía los hará más felices".
Su fragua, sus primeros pasos, son un atisbo de la mayor explosión volcánica –sin víctimas y con feligreses– de aquel jueguito de imágenes movedizas que presentaron (1895) los hermanos Auguste y Louis Lumière: Chaplin y los cómics Made in USA.
Frenético, incontenible, "una topadora Caterpillar" –definición de su secretaria, Fiammetta Profili–, antes del primer film con su nombre, pero como codirector de Alberto Lattuada, Luces de varieté, inundó Italia de dibujos (un talento precoz), caricaturas y guiones para cine y radio. Y fue en la radio y en 1941, todavía bajo la ominosa sombra del fascismo, donde conoció a una mujer pequeña y de grandes e inolvidables ojos: Giulietta Masina. Se casan dos años después, y en marzo del 45 les nace Pier Federico, que deja el mundo apenas doce días después…
Una mañana de 1950 se viste a la usanza de los directores de cine –sacos de cuero o gamuza, pañuelo al cuello, zapatones o acaso inexplicables botas, como Cecil B. DeMille–, sube a un tranvía que lo lleva al Gran Templo (Cineccitá), y allí encara la primera toma de su primer milagro: El jeque blanco, con el tambor mayor de los bufos: Alberto Sordi, un faccia tosta inmortal… y también capaz de estremecer en sus descensos –a ascensos– al patetismo (final del carnaval en Los inútiles) o a la implacable venganza (Un burgués pequeño, pequeño).
Casi terminado el día, Federico torna a su casa. Giulietta lo espera con la mesa lista, la olla humeante, y la pregunta:
—¿Cómo te fue?
—No pudo ser peor. Pasé horas arriba de un bote tambaleante… y no pude rodar ni una escena.
Pero de ese fracaso surgió, como el payaso con resorte que aparece cuando alguien abre la caja que lo encierra, el primer milagro. La historia de una parejita pueblerina de recién casados (actores: Leopoldo Trieste y Brunella Bovo) que viaja a Roma para ver al Papa Pío XII, obligados por sus rígidos parientes. Pero en un descuido, Wanda (la Bovo) escapa a la redacción de la revista que publica las andanzas de su héroe: el jeque blanco. No lo encuentra: está filmando. Insensata… o tiernamente sensata, va la filmación: a la playa de Ostia. Y se encuentra con él.
Punto. ¡Conseguirla y verla! Porque entre otras cosas, en un instante que quiere ser trágico y es ridículo… ¡aparece Cabiria! Es decir: Giulietta Masina en su personaje fetiche.
Sigue (1953), Los inútiles. Confesión personal en la que me acompañan miles: podría verla todos los días. ¡Lo juro! Entre otras cosas porque encierra una clave. El único de los vagos y aburridos muchachos resignados a ese mediocre y gris pueblucho que intenta otro camino es Moraldo (Franco Interlenghi): que en la Roma pecadora se transformará, en 1960 y en La Dolce Vita, en el otro yo de Fellini, pero en la piel del más grande amigo del genio en la vida real, y su numen en las grandes películas: Marcello Mastroianni.
Primer lauro que anticipa el arco iris completo: Los inútiles gana el León de Oro en Venecia 1953. El mundo tendrá que aprender a ponerse de rodillas ante ese Federico F. que la ensayista inglesa Germaine Greer definió como "el más italiano de los cineastas, y el más italiano de los italianos, porque sintetiza todas las contradicciones. Abierto y cerrado, extrovertido e introvertido, expansivo y moderado. Ambiguo, huidizo, inasible. Cuanto más se lo ve, menos se lo conoce. Cuanto más se lo frecuenta, menos se lo comprende. Se modifica todo el tiempo, como las caras de un prisma. Y cuando creemos haber alcanzado un punto firme, todo vuelve a ponerse en movimiento, se cubre de niebla, y hay que comenzar de cero. Un trabajo de Sísifo".
Cabalgata formal. Veinte películas y más de cincuenta guiones. Cinco Oscar: La Strada, Las noches de Cabiria, Fellini 8 ½, Amarcord y honorífico a la Trayectoria Profesional.
Palma de Oro (Cannes), por La Dolce Vita. Miembro de la Academia Estadounidense de las Artes y las Ciencias.
Escenas inmortales. Después del avatar, la parejita de El jeque blanco y sus severos parientes trotando hacia el Vaticano para ver al papa.
La partida de Moraldo a la madrugada, en la estación de tren, y el chico del farol haciendo equilibrio sobre las vías, final de Los inútiles.
La soledad y el llanto desesperado de Zampanó (Anthony Quinn), esa bestia humana y trashumante, cuando muere su contracara, la inocente Gelsomina.
El monstruoso pez que llega a la orilla, y su ojo acusador contra los pecadores, en La Dolce Vita, y el adiós a Mastroianni, como a un alma perdida, de la chica del bar. Pero antes… la escena campionísima: el santo grial. Anita Ekberg entrando en la Fontana de Trevi, y Marcello siguiéndola con palabras de adoración. Más que a una mujer, a una deidad erótica sin tiempo.
El banquete en la playa de Fellini Satyricon.
El final de Amarcord… Perdón: ¡todo Amarcord!
La loca secuencia de la carretera en Roma…, y el deslumbrante desfile de moda de hábitos eclesiásticos. Por cierto, gran polémica. Pero según Fellini, "a los obispos les encantó".
La bola de acero que destruye el antiguo oratorio en Ensayo de orquesta: un cachetazo al sindicalismo que le impone horario al arte… (¡un mensaje más actual de lo que se supone!).
El gigantesco cartel de publicidad con una Anita Ekberg que anuncia las virtudes de la leche ("¡Bevete piú latte!"), cobra vida, provoca, persigue y enloquece al ridículo puritano encarnado por Peppino de Filippo en Boccaccio ´70.
La visión de Fellini acerca de ese ícono de la seducción que fue Giacomo Casanova, y la elección del actor: un maravilloso Donald Sutherland –que no hablaba una palabra de italiano– al que convirtió "en un maniquí electrificado". Film de belleza visual alucinante…
Cachetazo al concupiscente mandamás italiano Silvio Berlusconi en Ginger y Fred: cuando Mastroianni y Masina van a tomar el tren después de su nostálgico número en un programa monstruo de la tevé, ven que del techo cuelga (¿alusión al final de Mussolini?) una gigantesca pata de chancho, un colosal prosciutto… Como se sabe, Federico odiaba la tevé masiva, vulgar, insulto a la inteligencia, y la culpaba de la decadencia del cine: arte versus mal gusto…
Para dejar correr más de una furtiva lágrima: en Entrevista, imprescindible confesión de Fellini a pesar de que no funcionó en la taquilla, un Marcello Mastroianni envejecido y decadente (está vestido de Superman para un corto publicitario…) va a la casa de Anita Ekberg, también envejecida, retirada y viviendo solo acompañada por sus perros, toman una grapa, y sobre una sábana proyectan la escena de sus vidas: bellos, jóvenes, dentro de la Fontana de Trevi, tal como aparecieron en La Dolce Vita. Corazones duros e insensibles, abstenerse…
Y por fin, el supremo misterio. La película que, como El ciudadano, de Orson Welles mucho antes, cortó con un golpe de espada (léase genio) el cine tal como se lo conocía –incluso el más grande– y desplegó con una imaginación sin límites, una belleza visual onírica y una visión (o interpretación) del mundo como un circo infinito –circo: palabra clave en el mundo de Federico– nunca vistas antes… más allá de cualquier discusión analítica.
¿El tema?: il dottore Guido Anselmi, famoso director de cine, acosado por los productores que esperan un nuevo éxito de boletería, está en crisis. No tiene nada que decir…, ordena construir una monumental escenografía, y se refugia en sus fantasías más profundas. Empuña un látigo, como los domadores de fieras enjauladas y bajo la lona, la hace restallar, y manda a sus mujeres más viejas (menos jóvenes, en realidad) al desván, y las reemplaza por un harén de incomparables bellezas a la italiana… Y por fin, al son de una pequeña y conmovedora orquesta de payasos, el carnaval del mundo (lo mejor y lo peor de cuantos humanos han pasado por su vida ) baila en círculo, hasta que se apagan las luces, y en el centro de la pista queda solo un niño (Guido Anselmi–Fellini en su soledad), tocando unas lánguidas notas.
Si F.F. hubiera hecho esa única película, 8 ½, igual estaría en el Parnaso…
Después del estreno y los mil y un debates sobre sus símbolos, sus alegorías, sus presuntos significados, el título fue puesto bajo la lupa de ciertos intelectuales. Aludieron sesudamente al número 8 buscando y rebuscando el libros de ocultismo, y llegaron a decir que era un signo del nacimiento de Fellini, acaso prematuro: en el octavo mes. Pero el genio aclaró el profundo misterio con lógica irrefutable:
–Es mi octava película, y "medio" es la suma de dos episodios de quince minutos en L´are in cittámo y Boccaccio `70…
Se fue del mundo demasiado pronto: el 31 de octubre de 1993, a sus 73 años, quebrado por un accidente cerebrovascular y un infarto de miocardio. Giulietta, su mujer durante medio siglo –pese al gran infiel que fue Federico–, siguió pronto sus pasos: murió de cáncer de pulmón también a sus 73 años.
Como infinito responso, casi un centenar de directores definieron a Fellini y su cine con veneración. Pero me quedo con las palabras de un escritor: George Simenon:
–Viendo el Casanova de Fellini he llorado. Nunca me había sucedido antes. Es un poeta maldito como Vilon y Baudelaire, Van Gogh, Edgar Allan Poe. Y su Casanova me hace pensar en Goya, otro poeta maldito…
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