Hace pocos días, el último 3 de mayo, la organización militar independentista vasca ETA anunció su disolución. Hacía ocho años que no efectuaba acciones terroristas y venía cumpliendo los pasos acordados en acuerdos internacionales desde 2011 cuando declaró el cese definitivo de la acción armada. Es difícil saber a cuántas personas asesinó ETA pero es claro que se miden en centenares y que cada una de sus acciones violentas conmovió especialmente la política española. Bajo sus atentados cayeron políticos, guardias civiles, militares y hasta civiles que no tenían ninguna relación directa con el conflicto independentista. La desaparición de ETA no puede ser sino una muy buena noticia.
Esa buena nueva se comenzó a gestar casi sin esperanzas como la iniciativa de dos personas, un socialista y un etarra, que decidieron empezar a conversar. Esa es la extraordinaria historia que cuenta El fin de ETA, un documental que está disponible en Netflix.
Todo comenzó en 2000 en los hermosos valles del País Vasco, en un pequeño poblado llamado Txillarre. A instancias de un amigo en común, se juntaron a comer y a conversar sistemáticamente un militante del Partido Socialista Español y un militante de Batasuna, el brazo político de ETA. Se trataba de Jesús Eguiguren y Arnaldo Otegui. Hartos de la violencia, de las muertes inútiles, de los fracasos de los planes de paz, los dos enemigos políticos decidieron convertirse en adversarios y buscar alguna forma de comprensión mutua. Los ayudaba el ambiente cordial del dueño de casa, las comidas y el paisaje, que les recordaba su niñez y les hacía preguntarse qué tipo de mundo les estaban dejando a sus herederos. Ninguno de los dos actuaba de manera oficial o con el conocimiento de sus respectivos partidos. Era una iniciativa puramente individual y las posibilidades de que llegaran a buen término eran prácticamente nulas. Ambos sabían que entre los riesgos que corría ese diálogo estaba que Eriguren fuera asesinado o que Otegui fuera encarcelado. Sin embargo, lo llevaron tan lejos como pudieron.
De hecho, el camino que llevó de aquellas charlas en 2000 hasta el fin de la violencia diez años después y la desaparición de ETA en 2018 no fue lineal ni los tuvo a ellos como protagonistas excluyentes. Comenzaron con el Partido Popular en el poder pero se cristalizaron con Rodríguez Zapatero, del PSOE, como presidente de España. Para hacer una síntesis muy apretada del desarrollo de los acontecimientos digamos que esas conversaciones íntimas alcanzaron un grado de desarrollo tal que llegaron al conocimiento del PSOE y de ETA y que derivaron en una serie de encuentros oficiales en Ginebra y Oslo con respaldo de la comunidad internacional.
El endurecimiento de la posición de los nacionalistas vascos, poniendo a uno de los cuadros más militaristas a cargo de las conversaciones, y el atentado producido en la T2 del aeropuerto de Barajas causando la muerte de dos emigrados ecuatorianos en pleno curso de los encuentros internacionales tuvo dos consecuencias paradójicas. Por un lado determinó el fin de esas reuniones pero por el otro cambió la balanza de la opinión pública del pueblo vasco, que comenzó a minar el consenso social que tenían las acciones de ETA. El propio partido Batasuna, del cual Otegui era uno de los dirigentes más importantes, y que se había negado sistemáticamente a repudiar la violencia de ETA encontró al atentado como el punto de inflexión de su relación con los terroristas.
Es interesante darse una idea de ese consenso social que sostuvo durante tanto tiempo a ETA leyendo la exitosa novela Patria, del escritor Fernando Aramburu. Dentro de una estructura melodramática casi de telenovela, con amores cruzados, traiciones, enfermedades y muertes, Aramburu logra hacer una pintura de la vida cotidiana en un pueblo vasco y de la increíble presión social que llevó adelante el nacionalismo vasco. La novela arranca el día en que ETA anuncia el cese de la lucha armada pero los continuos flashbacks retrotraen a la era de los atentados y a la vida bajo la amenaza constante, no solo de la violencia terrorista sino también de la opresión de tus viejos amigos y vecinos, carcomidos por el germen nacionalista.
Un pequeño empresario de un pueblo se niega a seguir pagando el impuesto revolucionario y ese acto de rebelión le cuesta primero que sus viejos amigos le dejen de hablar, que los vecinos no lo saluden en el bar, pintadas amenazantes y finalmente la muerte. No se trata solo de un episodio violento aislado sino de la culminación de una serie de agresiones protagonizadas por toda la sociedad. Ese sostén es el que a partir de cierto punto se termina de resquebrajar y ofrece la posibilidad de que ETA ya no pueda reponer a sus militantes encarcelados.
Hay tres grandes personajes en El fin de ETA. Dos son los propulsores del diálogo. Jesús Eguiguren, el socialista, da la sensación de una persona simple pero inteligente, con una enorme sensibilidad y con una personalidad extraordinaria, que le permite llevar las cosas más lejos de lo que uno imagina en un principio. La base de la película es un libro que el propio Eriguren escribió con la colaboración de un periodista, Luis Rodríguez Aizpolea: ETA. Las claves de la paz.
El otro, Arnaldo Otegui, parece un hombre endurecido y atrapado en una encrucijada histórica muy difícil. Es el encargado de hacer tomar conciencia a los vascos de que el camino de la violencia está totalmente cerrado y que no puede dar más frutos pero al mismo tiempo sufre la imposibilidad histórica de enunciar un ideario claramente pacifista.
El otro gran protagonista es el fascinante Alfredo Pérez Rubalcaba, un viejo zorro de la política española, hombre de confianza y figura clave del gobierno de Rodríguez Zapatero. Rubalcaba tiene una inteligencia deslumbrante, lo que se demuestra en la película con su testimonio apasionado y claro y en su rol histórico con la habilidad con la que pudo reconvertir la iniciativa individual de Eriguren en una exitosa política de estado.
Para el espectador argentino, entrenado en grietas e intolerancias, hay un par de sorpresas. Una es la del valor de la conversación y del encuentro cara a cara, resolviendo un enfrentamiento mucho más áspero y violento que los que pudimos haber sufrido en los últimos años. En la voluntad de encuentro está implícito la renuncia a las posiciones máximas. Indudablemente, todos tienen que ceder y acercarse al otro.
La otra sorpresa es que la sociedad española no tiene problemas en repudiar la violencia, venga de donde venga. En la Argentina, los horrores de la Dictadura llevaron a muchos a justificar y/o idealizar las acciones violentas de las organizaciones revolucionarias. En España, y particularmente en El fin de ETA, se usa una palabra que entre nosotros tiene mala reputación: terroristas. Así se nombra a los militantes de ETA y no quedan dudas de que utilizaron la violencia y el terror como arma política y que fue el rechazo a esa violencia lo que determinó su extinción.
La película tuvo algunas resistencias en el momento de su estreno por parte de las organizaciones que agrupaban a las víctimas de sus atentados ya que, decían "blanqueaba la imagen de Otegui". Es que en España no hay lugar para la idealización de los grupos armados; de hecho, no es imposible que hasta sean objeto de expresiones humorísticas. Se cumple la consigna de que tragedia más tiempo es comedia y en la propia plataforma Netflix se puede ver Fe de etarras, una farsa que ridiculiza a los últimos combatientes vascos que se resisten a abandonar la lucha armada. Una película argentina con el mismo cariz pero relacionada con hechos sucedidos hace 40 años sería imposible.
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