"Si usted necesita una actriz sueca que habla muy bien inglés, que no ha olvidado su alemán, que no se hace entender muy bien en francés y que en italiano solo sabe decir ti amo, estoy lista para ir a hacer un film con usted"
Firmado: Ingrid Bergman
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Roberto Rossellini terminó de leer la carta –fechada en 1950– y quedó atónito. Tenía 44 años, estaba casado con la italiana Marcella de Marchis, tenía con ella dos hijos, era amante de esa indómita fuerza de la naturaleza que se llamó Ana Magnani…, y no era la única de su colección. Pero la belleza de la Bergman y la definición de Federico Fellini ("Es como si la Virgen María hubiera bajado en Disneylandia"), fueron tentaciones demasiado grandes…
Por entonces, Rossellini era uno de los padres de ese milagro que se llamó "Neorrealismo italiano": cine de posguerra, contrapeso del asfixiante fascismo, arte pobre en un país devastado, y director –cronológicamente– del considerado primer gran film de esa corriente: Roma, cittá aperta, de 1945.
Una historia tan cierta como desgarradora. Sucede en la Roma de 1943 y 1944, aún bajo el fascismo, y es la historia real de un cura, Luigi Morosini, torturado y muerto durante la ocupación nazi por proteger a los partisanos y al ingeniero comunista Giorgio Manfredi.
La escena cumbre, eterna, tallada en la roca y en la memoria como la escalinata de Odessa en El acorazado Potemkin: Pina, simple pueblerina y novia de un tipógrafo que lucha en la Resistencia y cae preso, corre desesperadamente detrás del camión que lo lleva, pero una ráfaga de metralla la mata… delante de su hijo.
Esos segundos de cine, esa mujer irrepetible (Ana Magnani), esa carrera sin más destino que la muerte, y la soledad de ese niño, son más que inolvidables: definen la genialidad del cine italiano que se extendió desde esos films de pura garra, coraje, ideología, mensaje y bolsillos magros hasta la muerte de Federico Fellini, Ettore Scola, Mario Monicelli… etcétera, y que jamás volvió, salvo alguna módicas excepciones… y un muy digno eco: Cinema Paradiso, de Giuseppe Tornatore.
Por código y necesidad, Roma, ciudad abierta nació sin dinero, solo con dos actores profesionales (Aldo Fabrizi, un tótem, y la Magnani), y entre los cuatro guionistas, un futuro monstruo sagrado: Federico Fellini. Que, como Mozart, pertenece a los sobrehumanos. A los extraterrestres…
Pero volvamos a nuestros amantes. Sí, porque ese burgués no demasiado bien parecido y la heroína de Casablanca cayeron en las redes del amor –o mejor, las tejieron– ipso facto.
Picnic para los paparazzi y la prensa del corazón, y anatema para la hipocresía norteamericana.
Sí, porque Believe it or not…, el 14 de marzo de 1950, la Cámara Alta del Congreso de los Estados Unidos, por boca del senador demócrata Edwin Johnson (¡ajustarse los cinturones, por favor!), exigió medidas legales que prohibieran el estreno del film Stromboli, porque en la vida real "su protagonista femenina perpetró un ataque contra la institución del matrimonio. La señora Bergman es una poderosa influencia maligna sobre las virtudes morales de América".
Como dice Martin Sheen en Wall Street, ante la trampa de Michael Douglas, "uno cree que lo ha visto todo, pero nunca es suficiente". Porque si hubo un mundo en el que la infidelidad, las orgías, los amoríos clandestinos en los bungalows, los divorcios por "crueldad mental", el alcohol y las drogas definieron a esa colosal fábrica de cine… fue Hollywood. Sin contar con las criminales delaciones del senador y cazador de brujas Joseph McCarthy y de la chismógrafa del mundo del espectáculo Hedda Hopper, al servicio de la moralina del todopoderoso dueño de diarios Randolph Hearst.
Además, Rossellini e Ingrid…, aunque adúlteros –ella estaba casada con el dentista sueco Petter Lindström y tenían una hija, Pía–… ¡eran europeos!
Para abreviar. Se casaron. Tuvieron tres hijos: Robertino y las gemelas Isotta e Isabella. Y todo terminó… a la italiana. Mal venía la historia, y durante un romántico week end en Amalfi, ella le preparó spaghetti con salsa pomodoro y queso parmesano rallado… ¡y lo volcó sobre la cabeza de ese hombre!, ese burgués romano, ese genio que hizo cuarenta películas y veinte series de tevé hasta que un cáncer se lo llevó de este mundo a sus 71 años. Por supuesto, fin del romance…
Ingrid Bergman murió más joven: a sus 67 años.
Una década antes, el Congreso de los Estados Unidos, por boca del senador Charles Percy, leyó en el recinto un discurso de desagravio: "Hoy quiero rendir un homenaje que desde hace mucho tiempo le debemos a Ingrid Bergman, una verdadera estrella en toda la extensión de la palabra… Miss Bergman, no solo es bienvenida en América. Nos sentimos profundamente honrados por sus visitas".
Ella respondió: "Querido senador Percy, mi guerra con América terminó hace mucho. Las heridas, sin embargo, aún permanecían. Hoy, debido al galante gesto de su cortés y generoso discurso en el Senado, se han curado para siempre".
Todo quedó atrás. Los amantes prohibidos han muerto. Los escándalos sexuales de Hollywood han crecido y siguen creciendo como trífidos, sin freno y con condenas. Pero en la oscuridad de una sala de cine, o en casa, o en Internet, o en Cd, Roma, cittá aperta sigue entera, viva, desgarradora, con la Magnani muerta bajo la metralla nazi y su pequeño hijo mirándola, aterrado…
Un viejo dicho francés dice que todo pasa, todo cambia, todo se olvida, todo se reemplaza.
Pero no es cierto.
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