El modo en que Homeland perdió su encanto combina el efecto de las leyes de la extinción televisiva con las curiosas desventajas de representar un mundo demasiado parecido al real. De hecho, transmitido de manera casi desapercibida tratándose del mismo "thriller político" que marcó un nuevo estándar de excelencia con su primera temporada, cuando la serie fue elegida como "Mejor Programa de TV de 2011", el final de esta séptima temporada llegó acompañado por el temido diagnóstico terminal: la octava temporada, todavía sin fecha de producción ni estreno, será la última.
Sin embargo, la noticia no es tan sorpresiva. En especial porque es indudable que la lógica de ese amenazante mundo en el que la agente de la CIA Carrie Mathison (interpretada por Claire Danes) perseguía y enfrentaba a los más peligrosos terroristas internacionales, incluido el padre de su propia hija, el soldado estadounidense Nicholas Brody (Damian Lewis), ha ido perdiendo espesor ante un escenario político en el que Vladimir Putin, Donald Trump o Kim Jong-un llevan al primer plano de las noticias reales conflictos tan o más coloridos que los imaginables por cualquier equipo de guionistas.
Trasladado a los fríos números de la industria televisiva, el declive de Homeland también es inapelable: sin galardones notables en su haber desde 2014, y con un rating promedio de 1,95 puntos en su temporada más exitosa en 2013, la temporada de 2018 llegó apenas a 1,23 puntos, lo que representa una caída de más de 700.000 televidentes (solo en los Estados Unidos) en cuatro años. En otras palabras, el tipo de colapso que en la serie ni Saul Berenson podría reparar con la ayuda de todos los satélites militares y drones del Pentágono.
Aún así, durante ese tiempo Homeland hizo todo a su alcance para adaptarse y sobrevivir. Además de explorar las posibilidades dramáticas del "trastorno bipolar" de Carrie, en especial tras la sorpresiva ejecución pública de Brody al final de la tercera temporada —acusado de traición por el gobierno de Irán, que le había lavado el cerebro con el plan de que se inmolara en la Casa Blanca junto a todo el gabinete político estadounidense—, la serie trasladó sus intrigas geopolíticas hacia Oriente Medio y Europa, donde tuvo sus primeros roces con la verdadera realidad.
Acusado de islamofobia por retratar a casi todos los personajes islámicos o de origen árabe como potenciales terroristas, la primera "polémica" del programa más allá de las pantallas llegó cuando el gobierno del Líbano protestó formalmente en 2012 por la representación de Beirut como una infernal zona de guerra.
En ese momento, la agente Carrie Mathison se infiltraba durante la segunda temporada entre las redes de inteligencia del grupo terrorista Al-Qaeda —que no había sucumbido ante el salvajismo aún inadvertido de ISIS—, haciendo gala en cada capítulo de uno de los detalles creativos más valiosos: la presencia de un verdadero exagente de la CIA asesorando a sus guionistas.
Si bien la prioridad nunca dejó de ser el entretenimiento, este fino retrato de la conflictiva política exterior estadounidense en países como el Líbano, Irán y Afganistán, donde Carrie fue apodada "Reina de los drones" en la misma época en que Barack Obama, un declarado fan, incrementaba los bombardeos no tripulados sobre la región, le valió a la serie algunos contragolpes. El más notable, las pintadas escritas en árabe con acusaciones explícitas de racismo sobre los escenarios utilizados en la quinta temporada, que en 2015 se ubicó en parte en la frontera entre el Líbano y Siria.
Por otro lado, la inesperada muerte de Henry Bromell en 2013, uno de sus guionistas y productores más importantes, coincidió con el giro de Homeland hacia un nuevo flanco con mayores oportunidades para la acción. Ante una Carrie viuda, madre soltera, "workaholic" y sin otro compromiso vital que su inquebrantable patriotismo, la aparición del letal agente secreto de la CIA Peter Quinn (protagonizado por Rupert Friend) le añadió a la historia la posibilidad de un nuevo romance.
Sin embargo, mientras los personajes más sustanciales se entregaban así a la lividez de los ciclos previsibles del suspenso, la seducción y la acción, la trama argumental afinaba su propio olfato hasta volverse capaz de interpretar mejor que nunca el nuevo escenario político. Gracias a eso, Homeland llegaría incluso a anticipar fenómenos globales tan vigentes como el furioso despertar de los nacionalismos europeos (en su quinta temporada) o las guerras digitales de información para inventar o minar consensos desde las redes sociales (en la sexta temporada). La paradoja era evidente: mientras los personajes se volvían cada vez más previsibles y aburridos, las tramas en las que se desenvolvían sus historias se volvían cada vez más sorprendentes y dinámicas. ¿Y quién sería el encargado de resolver esta paradoja? Nada menos que Donald Trump.
A lo largo de siete temporadas, Homeland fue un suceso mundial de rating capaz de mostrar las luces y las sombras de una nueva era del terrorismo global; luego, un polémico dispositivo de propaganda en favor de las peores políticas del Pentágono; y finalmente, la decadente historia de una profesional del espionaje capaz de dar voluntariamente en adopción a su hija con tal de no perder su puesto en la CIA.
A lo largo de esa deriva, haría falta la llegada de Trump a la Casa Blanca para que la realidad se volviera más extraña que la ficción. Para quienes hayan visto la abrupta transición entre la sexta y la séptima temporada, no es ningún secreto que la inesperada victoria de Trump en las elecciones de noviembre de 2016 trastocó de tal manera la línea argumental de la serie, que Elizabeth Kane (la presidenta interpretada por Elizabeth Marvel e inspirada en Hillary Clinton) se volvió en sí misma un sinsentido.
¿Partisanos fanáticos de ultraderecha llamando a una revuelta armada contra la primera mujer en la cima del poder? ¿El gobierno ruso difundiendo noticias falsas con un ejército de trolls en Twitter para desestabilizar al gobierno estadounidense? Por primera vez, los guionistas del mejor "thriller político" de la década se habían transformado en un espejo invertido en lugar de una lámpara brillante, y los espectadores se dieron cuenta.
Para absorber el golpe, el productor y guionista Alex Gansa contaba al inicio de esta séptima temporada que los contactos de su equipo de producción con la Casa Blanca, donde solían recibir orientación, se habían terminado con la nueva administración Trump. Y aunque Gansa aseguraba que "una América dividida y polarizada" estaría en el centro de esta temporada, el trance errático de Carrie Mathison y Saul Berenson a lo largo de doce capítulos en los que asoma un absurdo hacker anónimo, una red de espías rusos tan dispuestos a servir al Kremlin como a traicionarlo y un brote psicótico (en apariencia) definitivo, no hicieron más que comprobar que la brújula de Homeland se había perdido.
En las noticias reales, mientras tanto, el verdadero presidente de los Estados Unidos iniciaba las exitosas conversaciones de paz entre las dos Coreas, a la vez que se conocían los índices de empleo más favorables para un presidente en ejercicio desde los tiempos de Jimmy Carter. Creada a partir de la serie israelí Prisoner of War (2010), al parecer Homeland terminará su octava y definitiva temporada en Israel. Ese, al menos, es el plan transitorio de la productora y directora Lesli Linka Glatter, vinculada al programa desde 2012. Aún así, ninguno de los involucrados está apurado por resolver el desenlace de esta historia. Claire Danes, de hecho, aprovechó el anuncio del final de la serie para revelar que será madre por segunda vez en verano, y que, a diferencia de Carrie, entiende que la maternidad requiere su tiempo.
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